Septiembre 2016
La verdadera grieta argentina
es la que separa a los partidarios del perfeccionamiento de un Estado
benefactor inclusivo operando a expensas del sector productivo, de aquellos que
creen preferible apuntar a una sociedad más inclusiva a través de la
producción, a expensas del peso del Estado sobre la economía.
El gobierno del
presidente Macri, si bien mucho más republicano e ilustrado que el anterior, no
está cambiando las cosas en este último sentido.
El continuado Estado
providencia viene de dividir a su vez a la sociedad en grupos de presión
corporativa, en estéril lucha crónica por la obtención de privilegios “legales”
a ser pagados de una u otra forma por “otros” a través de instituciones
coactivas de tipo extractivo.
Al otro lado de una
verdadera grieta o abismo conceptual se sitúan quienes eligen el camino de la
libertad, entendida como tendencia a la liberación de la coacción y de todo
estado de sometimiento bajo “persuasión” armada.
Es decir, quienes
prefieren caminar hacia una real libertad política entendiéndola como más justa,
más productiva y por ende mucho más generadora de riquezas.
Preferencia cuya
secuela necesaria es un capitalismo “de siglo XXI” o de eficiencia dinámica en
la coordinación social de la función empresarial, a todo orden.
Dicho esto último
sin disminuir los méritos del capitalismo “clásico” decimonónico, que hizo
crecer la población europea un 300 % en 100 años al mitigar por vez primera las
hambrunas y horrendos abusos pre-capitalistas, que habían mantenido por siglos
su crecimiento vegetativo en alrededor del 3 %.
Parece increíble que
todavía tengamos que auto persuadirnos de la validez de las bases morales y
éticas que sustentan la evolución liberal.
Porque la verdadera
justificación del sistema de la libertad no estuvo ni está en sus beneficios
económicos (que existen, que son muchos y directamente proporcionales al grado de
libertad y de responsabilidad individual sobre los propios actos) sino -para
horror de los socialistas- en el reconocimiento de que cada mujer y hombre sin
distinción de título, clase o riqueza… es alguien inavasallable, sagrado en su
libre albedrío y un fin en sí mismo;
nunca un medio para los fines de
otros; jamás una esclava o animal obligados por el Estado (o por empresarios
cortesanos, prebendarios de sus regulaciones y protecciones) a la explotación y
el sacrificio para satisfacer las necesidades de un tercero. Sea cual sea el
grado de su necesidad ya que debemos recordar que el fin no justifica los medios.
Necesidad causada,
justamente, por los desbarajustes del socialismo igualitario y su siempre violenta
“ingeniería social”, bloqueadora serial de derechos individuales; ahuyentadora de
inversión y crecimiento empresarial; coartadora de empleo en los elevados
niveles requeridos.
Desde luego, se
trata de una grieta o cuestión de inmoralidad más que de economía. Que remite a
la barbarie de pretender el “derecho” de imponer a punta de pistola las
doctrinas morales de quien está al comando de la trituradora estatal. Sin que
cambie mucho, en tal sentido, si es Cristina Fernández o Mauricio Macri quien
nos sojuzgue, encadene, detenga y saquee a través de una maraña de tributos
confiscatorios y cientos de miles de páginas de reglas obtusas o estatutos
discriminantes supra-constitucionales.
Es este (el de la
“libertad de hacer” y de disponer) un principio, mandato y espíritu constitucional
inclaudicable que sin embargo claudica a diario en nuestro país desde hace al
menos 70 años, frenando además el enorme potencial solidario que tendría más y
más gente del llano… empoderada de riqueza honesta.
Los convencionales de
1853 sabían que sólo existen 2 maneras para que los ciudadanos traten entre sí:
la lógica o las armas. Y optaron por la lógica del mercado y de la libertad.
Violar el mandato de
que el fin no justifica los medios no es gratuito. Negarse a establecer como
norte el sistema de la libertad tiene consecuencias a corto y medio, pero sobre
todo a largo plazo. El espectáculo de la interminable lista de injusticias y
desastres institucionales de la Argentina y el mundo, patentiza su precio.
Sacrificar la ética,
la corrección, el prestigio en aras de un objetivo de ventaja personal o de
grupo es, para cualquier empresa privada en situación de competencia, letal.
Sacrificar la moral
en aras de permitir al fin justificar los medios para salir del paso en
situaciones de emergencia material crónica es, para la coherencia principista judeo-cristiana,
igualmente letal.
¿Por qué no habría
de serlo, en un sentido amplio de acción y consecuencia social, para esa entelequia
virtual tan alienante que llamamos Estado?
A mediados del siglo
XIX, D. F. Sarmiento definió con magistral precisión nuestra grieta:
civilización o barbarie.
Los prohombres de la
generación de 1880, con todas las limitaciones y asperezas de la época, direccionaron
la nación hacia el primero de esos términos y nuestra Argentina creció hasta
ubicarse en el top 6.
En los ’40, sin
embargo, una nueva generación dirigente reorientó las reglas en dirección a un
populismo oportunista que nos hizo descender a toda consecuencia hasta el
actual top 30.
La grieta sigue
siendo la misma: libertad de creación y disposición (liberalismo) o dirigismo asistencialista
(socialismo). En las elecciones de Octubre pasado, 12.900.000 argentinos
votaron por la civilización mientras que 12.190.000 lo hicieron por la barbarie.
Si la actual gestión
no logra reorientar claramente a la nación en dirección al sistema de la
libertad, de la alta seguridad jurídica y la baja imposición, la sombra de un “brexit”
a nuestra medida puede tornarse real.