Septiembre
2017
Resulta
obvio que más allá de reaseguros constitucionales que fallan con cronométrica
regularidad, el Estado es una maquinaria extremadamente peligrosa.
Para
empezar, por estar su gestión en manos de seres humanos (y no de ángeles),
susceptibles a todas las concupiscencias y defectos que ello implica.
Y
en segundo lugar porque de la “competencia” que se da por las candidaturas
políticas no surgen los mejores (los más cercanos a ángeles) sino todo lo contrario.
O
bien, como en el raro caso actual, políticos mejor intencionados pero que
seguirán conduciéndonos hacia el Gran Hermano de un sistema paternalista
(llámese desarrollista, neoliberal, conservador, etc.): controlador, invasivo
en lo fiscal-regulatorio, castrador en lo económico, omnipresente y a todo efecto obligatorio además de costoso
e ineficiente… en comparación con el potencial de sistemas donde imperen mayor
libertad y respeto por los derechos individuales (vale decir por la creatividad,
el emprendedorismo y el progreso familiar sin ataduras ni complejos).
Esta
perogrullada (la del peligro y el lastre que representa un Estado) que todos
conocemos pero que pocos adultos asumen en la profundidad necesaria, es algo
que puede comprobarse a lo largo de los últimos 8000 años de Historia. Desde
los sanguinarios tiranos de la antigüedad, pasando por monarquías y dictaduras
de toda clase hasta la imposición, poco más de dos siglos ha, de los
Estados-nación y de los regímenes democráticos de fiscalismo compulsivo que hoy
tenemos por normales.
Y
con respecto al sistema democrático (que no es lo mismo que republicano),
supuestamente “el peor de los sistemas exceptuando a todos los demás” (frase
desactualizada, por otra parte, ya que la tecnología sí nos permite hoy la
posibilidad de sistemas mejores. En bienestar, en no violencia y en gobernanza
eficiente), vienen a nuestra mente los hechos verificados en su cuna, Atenas, Grecia,
alrededor del año 353 antes de Cristo.
En
ese entonces, la novedosa aplicación democrática que permitiera abrir nuevas
rutas y tácticas comerciales creó una gran riqueza para un número creciente de
personas, aunque otras quedaran rezagadas en este ítem.
Disparidad
de “velocidades de avance” que llevó finalmente a generar una grieta entre
envidiosos y envidiados. Y a que una cierta
mayoría de ciudadanos más pobres tomara el control de las instituciones
democráticas dando rienda a su inventiva… en aumento de impuestos, reglamentarismo
dirigista, persecuciones fiscales, embargo de bienes, ejecuciones y
redistribución de la riqueza.
El
método no funcionó (la economía dejó de generar oportunidades y de sacar gente
de la pobreza) y no sólo los que eran pobres siguieron siéndolo, sino que
nuevos pobres se les agregaron haciendo crecer de esta manera la grieta y con
ella el bando de los envidiosos.
Los
atenienses pudientes que quedaron tuvieron que concentrar sus esfuerzos en
improductivas protecciones contra las confiscaciones de la propia Atenas.
En
esa circunstancia de división y furias, la ciudad otrora solvente e
independiente fue invadida y sojuzgada por Filipo II de Macedonia, quien
terminó siendo recibido como un liberador.
Veintitrés
siglos más tarde todavía estamos viendo repeticiones “a estreno mundial” de la
misma película, levemente aggiornada en cuanto a escenarios y actores.
En
nuestro 2017 la gente se acostumbró a que el gobierno controle, reglamente y
grave cualquier transacción de bienes o servicios que ocurra en la sociedad, en
la misma forma en que antes lo hacía la Iglesia con las expresiones y
comportamientos privados de las personas.
Si
bien hemos logrado la separación de Iglesia y Estado, el desafío de separar
cosas tales como Economía y Estado para poder avanzar, sigue siendo el mismo.
Recordemos
que la democracia llegó a ser popular porque prometió menos impuestos y más
libertad de la que existía bajo la monarquía. Y que no pudo cumplir su promesa
debido, entre otras cosas, al temprano abandono de sus componentes republicanos
y libertarios.
Aun
así, mucha gente piensa que la sociedad no podría funcionar con poco o ningún
Estado democrático detentando el monopolio de la fuerza. ¡Al fin y al cabo,
todos los países civilizados son democracias!
Sin
embargo, podría recordárseles que en los siglos XVII y XVIII mucha gente
también pensaba que la democracia no podría funcionar, y que un sistema así se
desintegraría en el caos en cuestión de meses. ¡Al fin y al cabo, todos los
países civilizados eran monarquías!
Ahora
todo es democracia intervencionista, pero… señores, señoras, la noche está en
pañales.
Una
sociedad libre, voluntaria, de baja o nula imposición es aquella en la que el
gobierno reduce al máximo su interferencia en la acumulación de ahorro y
capital de producción, generando subas en la tasa de capitalización.
Círculo
virtuoso que podría evolucionar en forma ilimitada, creando el mejor ámbito
posible para las inversiones, el empleo, el auge económico y en definitiva para
las posibilidades reales de elección de
la gente, en toda área imaginable de la acción humana.
Tendríamos
en Argentina a 45 millones de mentes trabajando para solventar los -muy
complejos- conflictos y oportunidades diarias, votando con su poder de compra
(o de negativa a la compra/contratación) por la mejor solución para cada uno en
coordinación con los demás, en cada caso, necesidad y circunstancia.
Bajo
el Estado coactivo, en cambio, tenemos a unas pocas personas intentando resolver
los problemas de todos, y todos somos obligados a punta de pistola a aceptar
las soluciones de quien gobierna.
Hoy
sabemos que el derecho humano de la mayoría a un bienestar real modelo siglo
XXI (que, está demostrado desde los tiempos de Jefferson y Alberdi, depende en
más o en menos de la mayor o menor vigencia de los derechos individuales) no
cuenta, en la práctica, para el rígido sistema de Estados-nación soberanos.
Aunque
todos intuyan que los derechos humanos -en primer lugar el de propiedad,
cimiento y soporte de todos los demás- estén antes que cualquier “soberanía
nacional”. Y que la identidad individual sea mucho más real que la identidad
nacional e incluso que la religiosa.
Comentarios
precedentes, todos, que en nuestra modesta opinión deberían ser desarrollados
por los educadores de nuestra sociedad en tanto ejemplo de valores fundantes que eviten la “deriva cubana” que hoy nos frena.
En
tanto ejemplo del derecho de nuestro pueblo a cuestionar todo y a exigir la potestad libertaria de decidir en
serio sobre sus vidas, relaciones y producidos, sin parar mientes en tabúes
decimonónicos. Mucho menos en miopes envidias de tiempos helénicos.
El
proceso seguido por la muy bolivariana “república” de Venezuela constituye un
ejemplo de la clase de tobogán hacia la dictadura socialista que muchos
(demasiados) millones de argentinos parecen desear todavía para nuestra patria.
Visible en
nuestras pantallas casi en tiempo real, dejó ilustrado de qué manera el hampa, encaramada
al Estado y al comando del monopolio de la fuerza, es capaz de tomar de los
pelos a toda una sociedad para conducirla a puntapiés hacia el matadero
totalitario.
Para
los venezolanos bastaron un par de micos -montados sobre un barril de petróleo estatizado-
durante 18 años, blandiendo frente a la intelligentsia local la navaja del
poder militar-narco-mafioso. Clientelizando con migajas y relatos infantiles al
resto de la población compuesta, como es usual en nuestros populismos, por
ignorantes e idiotas útiles.
Un
proceso eficaz que enriqueció a ambos, a sus familiares y cómplices hasta
niveles de vértigo.
En
el caso argentino, afortunadamente, no bastaron 12 años de barbarie para que
nuestra propia pareja de usureros hipercorruptos -montados en este caso sobre
un silobolsa de soja robada- afianzaran la caída nacional.
Aunque
de haber ganado el peronismo las presidenciales 2015 (cosa de la que estuvo muy
cerca), el tobogán hacia el despeñadero cubano se hubiera consolidado con
fuerza.