Septiembre 2020
En
la presente pandemia, tal como en otras encrucijadas históricas importantes,
quedó demostrada la capacidad de adaptación de personas y comunidades a
entornos cambiantes. Ello ocurrió, además, con una simpleza y velocidad que no
entraban en los cálculos de nadie.
Ejemplo
de ello es que 2.500 millones de individuos hayan pasado de la noche a la
mañana de labores presenciales a teletrabajo full time, sin consecuencias
visibles de alto impacto (sin perjuicio de los enormes daños de todo tipo causados
por las cuarentenas medievales o “bobas”).
La
sociedad argentina también puede cambiar de manera drástica en otras tantas
modalidades de acción sin que nada esencial se destruya (sin perjuicio de lo que
se encuentra en proceso de destrucción por acciones de gobierno).
Nos
referimos a fuertes cambios posibles a caballo de la crisis post cuarentena.
Cambios que serían, de hecho, la alternativa a algo mucho peor; vale decir, a
la ya visible falla sistémica y previsible colapso de nuestro Contrato Social
republicano (el de la Constitución de 1853, de cabal respeto a la división de
poderes, a las libertades individuales y a la propiedad privada) que daría
cierre a la grieta por izquierda convirtiéndonos en una entera masa de siervos
feudalizados al estilo Santa Cruz o Formosa.
O
peor aún al estilo Venezuela o Cuba, con un 95 % de pobres (con nomenklaturas
boyantes, eso sí) y muchos millones de exiliados; o sea en otra sociedad fallida
por pobrismo explícito en acción.
Estos
“fuertes cambios posibles” que nuestra Argentina debería encarar ya, no
implican mayor trauma, en verdad, que el sufrimiento íntimo por “caída a la
realidad” de todos aquellos que piensan que es posible transitar las próximas
décadas con más estatismo distribucionista.
Vale
decir, rechazando en urnas y gobiernos tratos que sean beneficiosos para
todos. Porque, y debe ser dicho en alta voz, los ciudadanos con simpatías
“de izquierda” se resisten a aceptar modelos de convivencia social donde una
empresa o persona gane mucho (con honradez, por derecha, claro), aun si en
dicho trato ganan todos (ganar-ganar: incluso el Estado, cobrando más
impuestos). Sólo los satisface apoyar tratos del tipo ganar-perder, aun
sabiendo que su consecuencia más probable sea la de perder-perder.
Llevado
a la práctica, aprueban regular y gravar todo lo posible la libertad personal
de ejercer industria y comercio lícitos mientras se relativiza y limita al
máximo el derecho de tenencia y uso de la propiedad privada.
Es
claro y visible que el Trato Argentino ha sido, durante los últimos 75 años, el
de perder-perder en el marco de un esquizofrénico juego de suma cero.
En efecto,
perdimos todos: no se materializaron las grandes inversiones ni el desarrollo imparable
que el mundo auguraba entonces para nosotros. De haber sido menos idiotas, sujetando
el frenesí intervencionista (ladrón y mafioso) que nos pierde, hoy seríamos una
superpotencia; acreedora del orbe, orgullosa de sí y con pobreza cero.
Y es
claro que a lo largo de ese raid de trabas regulatorias, bloqueos al derecho de
propiedad y fiscalismo demencial nuestra sociedad reptó tejiendo un inmenso
entramado de complicidades. De corrupción rampante y de puestos estatales
innecesarios como botín clientelar o para encubrir la desocupación que se iba
generando.
Una
red pesada, sucia y pegajosa que hoy nos cubre trabando desde el vamos
cualquier iniciativa edificante; impidiéndonos no ya avanzar en el intento de
alcanzar a los más rezagados de Sudamérica sino el mero concebir nuestra
comunidad como república.
O
como confederación de provincias voluntariamente unidas en torno a un destino
compartido; algo que hoy por hoy (brutal grieta de decencia mediante) no
existe.
El
cambio nacional, entonces, implica aprovechar la grave crisis económica y
social que estamos a punto de atravesar, para descerrajar -con la suficiente
potencia y extensión docente- los sopapos dialécticos capaces de voltear de la
silla (y hacer caer en la realidad) a todos los “dormidos y dormidas” que
siguen hundiéndose/nos en la pobreza y la desesperanza mientras apoyan el
modelo perder-perder.
Cambiar
este Trato ruinoso es vital. Lo demás, todo lo demás, la seguridad jurídica, la
cultura del esfuerzo honesto y la lluvia de inversiones que multiplique por
cien nuestras posibilidades pariendo una sociedad inclusiva sin versos, se logrará
por añadidura. Es el primer paso: quienes aún están abiertos a la razón,
podrían ser persuadidos.
Un
paso, al menos, para con el número crítico de votantes que logre inclinar el
fiel de la balanza postergando de momento la desintegración comunitaria.
Despertemos
entonces con gran energía a los des-educados prestando oídos a la argentina campanada
de Voltaire : “La política es el camino para que los hombres sin principios
puedan dirigir a los hombres sin memoria”.