Febrero 2025
La sociedad argentina empieza a darse cuenta de que el
país atravesó, en verdad, un punto de no retorno. De que el statu quo mental predominante
durante 8 décadas, de 1943 a 2023, caducó el 10 de Diciembre de ese último año
dando paso a algo radicalmente nuevo.
Tras una larga sucesión de presidencias que terminaron
mal sus respectivas experiencias, los 4 últimos períodos peronistas consumaron
en su progresión un desastre ético, económico y social de magnitud, logrando
quebrar el consenso mayoritario de confianza en el Estado que prevalecía desde mediados
de los ´40.
En sí, el punto de no retorno consiste en la constitución de una nueva mayoría que ya no confía en los políticos. Pero no sólo en ellos: tampoco confía en sus instituciones (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, federalismo incluido, con sus supuestos límites, controles, contrapesos y auditorías intra-estatales). Instituciones a las que percibe como mayormente inútiles a más de costosas y corruptas; ingenios aparatosos que no fungen como garantes de bienestar a futuro, como no sea en la consolidación de sus propias burocracias.
Lo que no tiene retorno es la “intervención” curativa al
sistema, que va mucho más al hueso de lo que se preveía: ya no se confía en el
Estado en tanto ordenador, juez y parte ni en su tropa rentada en tanto autoridad
ética.
La experiencia mileísta enfrenta, obviamente, el cúmulo de obstáculos que le seguirá plantando el colectivo de subsidiados del consenso estatista anterior (la nueva minoría, varios millones de personas movilizadas por las oligarquías política, sindical y empresauria).
Pero aún en caso de que esta coalición de intereses
logre bloquear por un tiempo -con oportuno colaboracionismo judicial- el avance
hacia nuevas cotas de libertad responsable, la visión de opinión pública de lo
que es políticamente correcto no mutará.
No lo hará porque esta vez no se trata de un cambio
coyuntural, gatopardista, sino de un cambio de era. Lo que vimos en el ´24
llegó para quedarse y profundizarse apalancado por generaciones de voto joven
que, comicio tras comicio, irán afianzando fatalmente la tendencia.
¿Cuál tendencia? La tendencia ética, estimamos, habida cuenta de los fortísimos cachetazos a la moralidad que el partido “de Perón y Evita” asestara a nuestra patria, al punto de dejarla de rodillas. Exangüe. Cargada de mafias y de villas miseria, saqueada por sus jerarcas y en estado de cuasi indefensión.
Una reacción -o mutación- que ocurre por cansancio: tras
generaciones de parásitos y avivados al mando, nuestros ciudadanos van
abriéndose a la revelación de que la ética (del trabajo, el estudio y la
honradez) de una mayoría decidida a vivirla en serio, impacta con fuerza en el
bienestar general. De que ser una sociedad con “justicia moral” es, como alguna
vez lo fue, el negocio inteligente.
Cunde la idea (aún confusa, aunque reveladora) de que quienes tomen decisiones de impacto general deben sufrir en carne y patrimonio propio las consecuencias. Algo que por lo general sucede en la actividad privada y que está ausente en el ámbito estatal, lo cual es muy grave.
Se percibe una corriente subterránea, creciente, tendiente
a alinear de una vez por todas los objetivos con los incentivos en pos
del bienestar común. Algo que también fluye en el mundo privado tanto como
fracasa en el público.
Y crece un hartazgo con los errores derivados de haber perdido demasiado tiempo y energías defendiéndonos
de los otros y del Estado a causa de reglas de juego socialistas, siempre
promotoras de conflictos. Además, claro, de habernos apartado del sentido común
“familiar” consistente en no gastar más de lo que ingresa.
Una situación que empieza a abrir mentes a la idea de que el camino libertario (con su declarada opción por la no-violencia fiscal-reglamentaria, para empezar), podría ser la más directa y transparente respuesta a todos los planteos anteriores.
Es la tendencia de nuevos y veteranos votantes que sienten
que las ideas que J. Milei propone y dispone (exabruptos escénicos aparte) se
alinean mejor que cualquier otras con una sensación de esperanza.
Esperanza de salir del averno y llegar a un mejor lugar
común. Menos violento. Más libre y próspero por más estimulado y voluntario. Vale
decir más cooperativo, innovador y solidario tras ir sacándonos de cabeza, cuello
y pies los bozales, lazos y maneas estatistas.
Aunque tal tránsito implique aumento de
responsabilidades adultas, riesgos, sangre, sudor… y algunas lágrimas.
Resulta cada vez más difícil pretender no ver que los Estados y sus instituciones republicanas fracasan (entran en crisis de credibilidad con sus clientes-ciudadanos) en casi todas partes.
Baste ver por caso el bi-fallido constitucionalismo de
Chile o la interminable sucesión de protestas en Francia; o la lenta deriva de
otras sociedades hacia mayores autoritarismos (demócratas, eso sí) con más recorte
de libertades. Y luego hacia superestados abiertamente mafiosos y censuradores
como Rusia o Venezuela, por no hablar de Irán u otros menos conocidos; todos
ciertamente “futuribles” al mejor estilo del artillado Gran Hermano chino.
Mientras tanto, en los países relativamente libres que
quedan, vemos por doquier bellos -aunque ingenuos- modelos constitucionales
diseñados en los siglos XVIII o XIX, fallando en proveer a la enorme multiplicidad
de demandas propia de nuestro tiempo. Con sus gobiernos acelerando el carrusel
de regulaciones, subsidios, deudas e impuestos… sobre una ciudadanía cada vez
más alienada.
Cuando la insatisfacción cala hondo, sin embargo, la salida ética del laberinto se torna más probable, despertando la tendencia al bien que está en nuestro “software de fábrica”.
Una salida superadora que enlaza con el principio rector
de la no-agresión del libertarismo, que en verdad es la base de la moral y de
la ética de la mayoría de las personas comunes que viven de su trabajo con
sacrificio, honestidad y respetando los derechos del semejante.
Personas que enseñan a sus hijos a no comenzar peleas
o agredir a otros; a no engañar, trampear o robar; a asumir que todo lo
pacífico es bueno y que la violencia es mala.
Los filósofos de la Grecia clásica definieron como kalakogathía a la coherencia natural que existe entre la verdad, el bien y la belleza. Un ideograma que calza como guante a la ideología no-violenta (no inicio de agresión), racional, justa y pacifista por antonomasia: la libertaria.