Algo
nuevo está surgiendo de las entrañas de la sociedad argentina. Un concepto o proto-formato
de organización comunitaria que atemoriza a muchos políticos, intelectuales y
comunicadores honestos. A personas bienintencionadas pero instruidas casi
exclusivamente en esquemas institucionales que, tras dos o tres siglos de
reinado, empiezan a entenderse como ingenuos.
Hablamos
de gente ilustrada en éticas (y estéticas) políticas que a la dura luz de sus resultados
revelan, finalmente, ser hijas de marcos normativos de impronta voluntarista.
A más de
demasiado costosos, entrometidos, corruptibles, ineficientes y violentadores
del libre albedrío para los cánones de las nuevas generaciones.
Esta percepción que para una creciente mayoría social es todavía una idea difusa, para la minoría intelectual que orienta la batalla cultural en marcha no es más que el desarrollo histórico de ideas muy específicas para el largo plazo (las libertarias), entendidas como la evolución del liberalismo clásico hacia una eficiencia dinámica (ya no estática o paretiana) de gran libertad, innovación y competencia. En consecuencia, de muy fuerte exigencia empresaria a todo orden -incluido el de la responsabilidad social- y de resultados tangibles en cuanto a bienestar general extendido, más allá de las desigualdades.
Pensamientos
que de a poco empiezan a hacerse populares, empujados en su simpleza por el más
común de los sentidos.
Las revoluciones que para bien o para mal cambian el curso de la historia siempre empiezan por un pequeño núcleo de intelectuales. Pasó con Marx, Engels y otros, por cierto. Y pasa hoy por la fuente doctrinal del equipo de un presidente argentino, Javier Milei, que se define en lo filosófico como anarcocapitalista, corriente que postula en último término la abolición de los impuestos y del Estado.
Fuente
que arranca en los tempranos ’70 del pasado siglo con Murray N. Rothbard y su
Manifiesto Libertario pero que sigue su desarrollo conceptual y práctico a
través de autores como Hans H. Hoppe, Walter Block, David Friedman, Morris y
Linda Tannehill, Anthony de Jasay, Jesús Huerta de Soto, Michael Polanyi, Bruce
Benson, Marta Colmenares, Raúl Costales Dominguez, Thomas Sowell, Miguel Anxo
Bastos o nuestros brillantes Alberto Benegas Lynch (h.) y sobre todo Diego
Giacomini entre muchos otros.
Bien harían nuestros comunicadores en sumergirse en este fascinante ideario que, desde Ayn Rand y su filosofía objetivista en más, pone el acento tanto en la no-violencia cuanto en la sacralidad del individuo frente a la opresión de la masa. En interesarse, para comprender a cabalidad hacia dónde se dirige no sólo nuestra Argentina sino la humanidad en general a largo y muy largo plazo.
Siendo
lo del plazo un tema no menor, atento a que algunos de estos mismos autores han
fustigado a J. Milei, al opinar que debería estar avanzando mucho más rápida y
profundamente en la aplicación del anarquismo de mercado con esteroides que dice
profesar, al tiempo que él mismo advierte que el camino libertario en Argentina
podría llevar muchas décadas (con posta intermedia en el minarquismo), dadas
las restricciones de realpolitik tanto socio-económicas como de derechos
adquiridos, privilegios empresarios y entramados mafiosos cuasi seculares, a
las que su partido debe hacer frente.
Tomando distancia y desde la atalaya de la Historia se ve con claridad, por cierto, que la institución “Estado” (con sus diversos formatos de gobierno, desde el republicano al tiránico pasando por el monárquico o por la mafiocracia de estilo ruso) en modo alguno es el origen ni la garantía de la civilización y de la paz social, como en general se piensa.
Lejos
de ello y de todo otro modelo conceptual coercitivo, el bienestar comunitario
se debe a esa institución innata al ser humano que es la propiedad privada. Institución
a la cual nuestra especie siempre se ha aferrado y que es la que permitió su
progreso, a pesar del Estado.
Hoy, los jóvenes están despertando a la especulación contrafáctica de cuál hubiese sido el nivel de progreso del que estaríamos disfrutando de no haber tolerado o peor aún, votado a la hidra de los frenos estatales. Y abriéndose a la especulación fáctica de cuál podría ser su propia cota de evolución socioeconómica si a partir de ahora se diese una fuerte atenuación de esa misma rémora.
Resulta cada día más obvio que el principio fundante de la civilización y de la paz social no es el Estado con su ancla de sobrecostos, ineficiencias y zarpazos al capital sino el reconocimiento de la responsabilidad individual tras la vigencia de los más plenos derechos de propiedad.
Algo
que es inherente a un formato libre-contractual de la sociedad, en oposición al
actual modelo coactivo-fiscal.
El viraje conceptual de la opinión pública en cuanto a modo de organización comunitaria que desconcierta a nuestros “viejos” intelectuales, más que poner el foco en personas y gobiernos, lo pone en los incentivos que demarcan las instituciones. Viejas instituciones de impronta extractiva (obligatorias y ventajeras para los que a partir de allí viven de lo ajeno, con lo redistributivo como subproducto) o nuevas instituciones de impronta inclusiva (cooperativas y voluntarias para los que a partir de allí viven de la producción y el intercambio, con lo solidario como consecuencia).
Porque
si bien la nueva opinión pública reniega de instituciones y políticos, aún no se
pronuncia con claridad sobre el rótulo de su eventual reemplazo. Sólo pretende,
creemos, una “eficiencia conducente” sólida, expeditiva y honesta.
Por su parte, las “ideas de la libertad” que nuestro primer mandatario pregona entienden a la libertad como ausencia de coacción por parte de otros (incluyendo al Estado), lo cual es condición necesaria pero no suficiente para que cada miembro de la sociedad cuente con la oportunidad de desarrollar su proyecto de vida, permitiendo al prójimo hacer lo propio.
La
intención libertaria para la Argentina de hoy se completa asumiendo que esa
libertad que a todos provee de nuevas opciones, de poco sirve si sus receptores
no cuentan con los medios económicos como para elegir entre, al menos, algunas
de ellas. Caso contrario, son esclavos a los que se les muestran múltiples manjares…
que no pueden tocar.
Una
situación de indigencia bloqueante que abarca hoy a casi la mitad de nuestra
población (libertad, para qué? se mofaba Lenin hace 110 años).
Comprendido lo anterior, entonces, se trata de asumir que los medios económicos que proveerán a todos la posibilidad de optar, sólo llegarán con la rapidez y energía requeridas a la parte esclavizada de nuestra ciudadanía si se persiste en la adopción de las referidas “ideas de la libertad y consecuente responsabilidad individual” capitalistas.
Acciones
que aseguren el ascenso socioeconómico y cultural sustentable de los
empobrecidos a través de un respeto cerval (casi sobreactuado, dada nuestra
historia) del derecho de propiedad, piedra angular del progreso.
Lejos,
muy lejos de la redistribución coactiva y de los venenosos impuestos progresivos
que signaron nuestras últimas 8 décadas de pruebas y contrapruebas dirigistas.
Superando así la infantil utopía de que “gente buena del gobierno” venga a arreglar nuestros problemas personales, dictándonos de paso qué hacer, cómo hacerlo y, claro, qué pensar.