Agosto 2007
Somos cada vez más quienes pensamos que los fundamentos en los que se basa nuestro sistema impositivo deben ser redefinidos.
Después de todo ¿cómo deben quitarse recursos al sector privado sin minar su potencial máximo de crecimiento? ¿Qué utilidad nos ha prestado el Estado en las últimas décadas garantizándonos protección y justicia? ¿Podemos continuar con esta política de educación pública sin serio riesgo de perder definitivamente el tren hipertecnológico del siglo XXI? ¿Nos conforma el resultado obtenido de la enorme masa de recursos impositivos aplicados en el sistema de salud pública durante los últimos decenios? ¿Qué eficiencia en la creación de riqueza generalizada pueden ostentar la Afip, el gobierno nacional, los gobiernos provinciales o municipales? ¿Cuánto nos cuesta el “servicio”? ¿Para qué sirve hoy, en verdad, nuestro oneroso Estado ? ¿Cuáles son sus límites?
¿Cómo dejar, en suma, de acogotar a la gallina de los huevos de oro?
Preguntas como estas y otras parecidas, son imperativos éticos que nos ponen en deuda con lo más hondo de nuestra conciencia patriótica.
Preguntas que los servidores públicos ciertamente no se hacen .
Si deseamos honestamente que la Argentina se convierta en un gran país, deberemos mirar a los impuestos desde el punto de vista de quienes tienen que sacar el dinero de sus billeteras en lugar de mirarlos desde el lado de quienes gastan la plata ajena después de obtenerla por la fuerza.
Porque el diccionario define como “apropiación” el acto de tomar para si una cosa, haciéndose dueño de ella en contra de la voluntad de su propietario… y en esto consisten básicamente los impuestos.
Nuestro pueblo debe despertar y advertir que la presión impositiva sobre las personas ha sobrepasado los límites de lo racional y hace el efecto de guillotina económica impidiendo la reconstrucción de la clase media y el ascenso social de los más pobres. Esto es así porque está impidiendo la reinversión productiva y el ingreso masivo de capitales sin los cuales el crecimiento económico sostenido es imposible.
Entre impuestos directos e impuestos ocultos, un indigente paga al fisco el 20 % de lo poco que logra juntar y un obrero entrega en nuestro país el 33,5 % de sus ingresos. Un profesional es despojado del 41,3 % de lo que gana y un mediano comerciante, del 51,8 %.
Un importante ejecutivo debe desprenderse del 53,9 % del producto de su trabajo y la clase más alta soporta una presión sobre sus rentas del 39,5 %.
Se trata por cierto de guarismos elevadísimos para un país de nuestras características y constituyen un poderoso depresivo para la creatividad capitalista y las inversiones empresarias, únicas creadoras de más empleos genuinos y mejores salarios para los que en verdad quieren progresar.
Pegan como un mazo en la pérdida de competitividad y en la grave caída de la productividad que venimos sufriendo como país, con particular intensidad durante los últimos cuatro años.
Porque hasta los menos avisados empiezan ahora a darse cuenta de que el “gran” crecimiento argentino del último quinquenio es igual al que tuvieron la mayoría de los países en vias de desarrollo, y se debe al muy favorable (e inestable) mercado internacional de productos agropecuarios.
Nuestros impuestos son asimismo parte primordial en la explicación de la decadencia nacional de largo plazo que sigue azotándonos.
El meollo de este drama quedó claramente descripto por el economista Jerome Smith en su libro The Coming Currency Collapse, Emece, Buenos Aires 1981, cuando nos alertaba : “ el gobierno consiste en un grupo de hombres comunes como usted y yo. En general, ellos no tienen ningún talento especial para administrar los asuntos del gobierno, ni les preocupa saberlo. Solo tienen viveza para conseguir el cargo y mantenerse en el.
El principal recurso para tal fin es apoyarse en bandas de individuos que desean algo que no pueden tener por si mismos y prometerles públicamente que se lo van a dar. Nueve de cada diez veces esa promesa no sirve de nada. Pero la décima vez se cumple esquilmando a otros para satisfacer a sus seguidores. Los esquilmados son personas que llevan una vida honesta, pagan sus impuestos, cumplen sus obligaciones, acumulan reservas para la vejez, depositan sus ahorros en el banco o invierten en títulos públicos. En pocas palabras, los que están en el gobierno son vendedores de ilusiones.
En cada campaña electoral se vuelven mentirosos y las elecciones son una especie de subasta anticipada de bienes que van a robar a otros.”
Las falsas promesas de asistencialismo social que acaban hostigando a las empresas y atacando al capital solamente agravan las situaciones que pretenden arreglar.
Al pan, pan y al vino, vino : fomentando en la gente sentimientos de envidia distributista y de resentimiento los políticos logran su objetivo personal de dinero fácil y estabilidad obligando al inteligente, al honrado, al trabajador, al creativo, al fuerte, al tenaz y al habilidoso a entregar parte importante de su renta al abúlico, al derrochador, al torpe, al ineficiente, al haragán y al delincuente.
Las constantes reformas superpuestas del sistema impositivo han creado un caos discriminatorio y destructivo, contrario al principio constitucional de que “la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”.
Personas y empresas van trastocándose en meros instrumentos cuyas libertades, patrimonios y honras quedan a merced del capricho del gobernante de turno o del grupo de presión que lo atemorice más.
El recaudador justifica sus desvaríos y el gasto en perpetuo aumento con el argumento de que debe tributar más quien más tiene para pagar el gasto asistencial dando por cierto que la nueva función del Estado es imponer una “solidaridad” forzosa.
Los contribuyentes inscriptos (el bando de los honestos) quedan así rehenes del fisco y sometidos al abuso de su autoridad.
Objetivos individuales, necesidades familiares, proyectos de vida y hasta vocaciones filantrópicas no interesan en lo más mínimo a este moderno leviathan criollo que solo se interesa en el desapoderamiento y la exacción rápida apoyado en las duras leyes auspiciantes del sistema, aprobadas por los propios beneficiarios.
Esto no es compatible con una sociedad libre, claro. Desaparecen así las motivaciones para la cooperación social voluntaria, condición principal del orden civilizado, del respeto por los derechos del prójimo y de la seguridad jurídica esenciales para un verdadero progreso general.
¡El tema no es nuevo ! El propio Santo Tomás de Aquino se refería al mismo cuando escribía hace siglos “la ley del impuesto se torna injusta cuando su peso no es igual para todos los miembros de la comunidad ; en tal caso más que leyes éstos son actos de violencia” .
Argentina necesita impuestos más orientados al consumo que a la ganancia, de fácil comprensión y cálculo sencillo, de alícuotas bajas y uniformes, sin sectores discriminados ni sectores privilegiados. Porque así se combate más eficazmente la evasión y se recauda más, porque se produce más.
Deshechando la progresividad que solo espanta a los inversores de riesgo y poco aporta al tesoro. Facilitando la creación de cientos de miles de nuevos emprendimientos mediante la simplificación extrema de la burocracia que nos paraliza y la comprensión cabal de que la prosperidad en estos tiempos nace de la flexibilidad y la adaptación. De la inteligencia para montarnos ya mismo en la economía del conocimiento de los pueblos más civilizados integrándonos con decisión a un planeta que se globaliza sin esperarnos. Beneficiando espectacularmente a los países que ofrecen las más amplias libertades económicas y respetan las propiedades y derechos individuales de sus habitantes.
Todo lo contrario de lo que aquí vemos a diario. Pero tan cercano como una simple ronda electoral. Previa educación del soberano, claro.
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