Mayo 2010
Nos movemos dentro de una pseudo democracia que tiene sus días contados. No sólo en lo que toca a su conducción actual, sino en lo que respecta a casi todo el arco opositor, cultores de la misma visión de la política como medio para lucrar mientras obligan y despojan a otros por la fuerza; a años luz de distancia del utópico “servicio público desinteresado”. Políticos profesionales que ponen por delante de la elevación popular, sus ruinosas ideas estatistas deteniendo al país, mientras acarician a contrapelo el sentido de la Historia.
Los jerarcas jurásicos que trafican con lo ajeno no van a ser repudiados hoy ni mañana. Quizás nos lleve otra generación pero acabarán extinguiéndose bajo el meteoro de una evolución tecno-cultural masiva que les hará imposible seguir embruteciendo deliberadamente a esos “humildes” que -está a la vista- antes multiplicaron y empobrecieron.
Serán reemplazados por el crecimiento gradual, natural, de una sociedad con más individuos conscientes de que pueden multiplicar por mil su acceso a la riqueza, en la medida en que arrojen a nazis y socialistas por la borda. Una sociedad con más ánimo higienizador de parásitos ladrones y opresores.
Esto surge de prospectivas serias sobre tendencias globales de mediano y largo plazo aunque nada nos impide entrar en un verdadero plano de política-ficción, imaginando algunas mejoras al deficiente sistema actual.
Una posibilidad sería la derogación del secreto del voto.
En tal supuesto las elecciones seguirían efectuándose de acuerdo al cronograma usual y mediante el nuevo método, ya probado, del voto electrónico pero los sufragios de la ciudadanía pasarían a ser “cantados”.
Prolijos listados oficiales accesibles a todos, dejarían registro de la elección de cada ciudadano. Con nombre, apellido e identificación. Constando públicamente de esta sencilla manera, qué candidatos apoyó cada quien.
Esta acción abriría las puertas a la incorporación masiva de un importante valor hoy menospreciado: el de la responsabilidad personal.
¿Se puede defender con honestidad la inmadurez de seguir eludiendo la responsabilidad sobre los propios actos mediante el muy argentino expediente de “tirar la piedra y esconder la mano”?
El voto es un arma, con la cual podemos causar gran daño a otras personas. Su uso implica absoluta responsabilidad sobre las decisiones que libremente podamos tomar, al empuñarla.
Responsabilidad civil y económica, por supuesto, para que los platos rotos los pague… la gente que los rompió.
Es decir, quienes avalaron con su voto a los responsables de daños como el aumento del desempleo, de la pobreza, de la fuga de capitales, del endeudamiento o de la violación de derechos humanos que son base de otros derechos, tales como la propiedad privada y la seguridad personal. Daños graves y… cuantificables.
En una sociedad razonablemente informatizada, la responsabilidad económica por los perjuicios causados podría traducirse al finalizar el período, en aumento de impuestos personales para los millones de votantes que apoyaron a los dirigentes nocivos, con proporcional desgravación para el resto.
Por su parte, la opción de castigo cívico o cuando lo anterior no fuese posible, podría orientarse a la conculcación del derecho de voto durante cierto número de años para estos ciudadanos culpables, ahora identificados.
Una reforma tan revolucionaria apuntando a curar nuestra crónica constipación política, operaría como un laxante social apurando la evacuación higiénica del bolo ideológico que nos frena.
Un primer y rápido efecto generado por este súbito hacerse cargo estaría dado por el aumento de abstención voluntaria y voto en blanco. Ese verdadero voto antisistema que la corporación política se niega a reconocer (el voto en blanco no cuenta) por terror a perder sus privilegios, disuadiendo de su uso mediante extorsión psicológica (“es un voto perdido”).
Claro que ante la carga pública de tener que responsabilizarse de las estupideces que vayan a cometer sus candidatos, muchos retrocederían espantados corriéndose hacia la madurez de pensar “si ya no puedo esconder la mano, mejor no tiro la piedra”.
Porque lo que hoy quieren de máxima quienes finalmente votan así es que los dejen trabajar y “que se vayan todos”. Que les saquen las botas de encima y las manos de los bolsillos. O al menos que los gobernantes y el resto de los votantes sepan que determinado porcentaje de la población no avala la autoridad de este Estado, no desea responsabilizarse de sus desmanes ni se considera representado por ellos. Y que verían con agrado que su parte proporcional de cargos electivos quedara sin cubrir, bajando así el gasto y terminando con su proscripción legal. Ya que al no ser tenidos en cuenta, se trata todavía de electores proscriptos.
Un crecimiento del voto en blanco a más del 50 % equivaldría a quitar de un tirón la alfombra bajo los pies de los políticos tradicionales, negándoles representatividad. Como cuando se revoca ante escribano, el poder dado a un administrador infiel.
De lo cual se sale, por ejemplo, llamando a nuevas elecciones para dar oportunidad al pueblo soberano de optar por otra clase dirigencial o por otras propuestas innovadoras que impliquen dejar atrás aquellos viejos vicios indigestos.
Sabiendo que todo lo anterior sería pasar de Democracia SRL a Democracia Responsable, cosa que corresponde al campo de la ciencia ficción. Porque nuestra pseudo democracia es un típico negocio monopólico estatal, con clientes cautivos. Y ese negocio prospera cultivando la irresponsabilidad ciudadana.
Ser responsables (enseñándolo desde el hogar y la escuela) y estar dispuestos a afrontar las consecuencias de todo lo que hacemos, es condición ineludible para sacar a nuestro país del pantano.
Asumiendo en profundidad que esa misma responsabilidad adulta sobre los propios actos, es condición ineludible para llevar adelante, una vez salidos del barro, los bellos ideales de la libertad.
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