Diciembre 2011
Cuando de 100 personas 1 regentea sobre 99, es injusto: se trata del despotismo. Cuando 10 regentean a 90, se considera igualmente injusto: es la oligarquía. Pero cuando 51 regentean sobre 49 (y esto es sólo teórico ya que en realidad, siempre son 10 o 12 de esos 51), se dice que es enteramente justo: ¡es la libertad! ¿Puede haber algo más gracioso por lo absurdo del razonamiento?
El conocido pensamiento del intelectual ruso León Tolstoi (1828 - 1910) invita por cierto a parar la pelota, dedicar unos minutos a jugar con nuestro sentido común, y a meditar sobre qué cosa estamos realmente apañando.
Resulta evidente que cualquier salvaguarda institucional que pudiera pensarse en protección de los derechos de las minorías (y la más pequeña, igual de importante, es la de una sola persona), queda derribada ni bien los representantes de mayoría caen en cuenta de que el hacer su exacta conveniencia es sólo cuestión de levantar la mano en el recinto legislativo, levantar la billetera en las gobernaciones, levantar papeles de juicio político en las cortes o levantar coimas y favores en los despachos ministeriales.
Y como nada en este mundo es un paradigma cerrado y definitivo, nos da la helada impresión de que, cuando en el año 2150 (¿o antes?) nuestros bisnietos estudien los sistemas políticos de este período, tendrán la misma sensación que acusa hoy un ingeniero en astrofísica al recorrer un tratado de astrología.
¿Por qué razón la aprobación de una multitud o el concurso de una mayoría compacta habrían de marcar lo cierto, conveniente y correcto para todos? No lo hacen. Como que no sirve someter a votación la teoría cuántica o el tratamiento médico del abuelo.
Más cercano a la verdad sería, en todo caso, lo que dijo aquel contemporáneo de Tolstoi, Henrik Ibsen (dramaturgo y pensador noruego, 1828 - 1906) “La minoría siempre está en lo correcto”.
Además, los políticos reales (no las santas y santos imaginarios), no crean nada. No producen nada y nada pueden pagar, retener ni “regalar” sin antes quitar contra su voluntad a alguien su dinero de manera compulsiva, evitando de paso que lo multiplique invirtiéndolo en otra cosa. Sea a través de endeudamiento con cargo a la siguiente generación, de la falsificación de moneda y su cruel impuesto inflacionario, a través de confiscaciones directas o mediante la otra miríada de gravámenes, abiertos o solapados, que ya detraen más de un tercio de toda la producción al país.
Por otra parte, que la organización que se propone beneficiarnos deba financiarse violentando a los mismos beneficiarios, es algo indigno del estado evolutivo que nuestra sociedad pretende en privado, adhiriendo a los civilizados principios de la justicia (“dar a cada cual lo suyo”: lo ganado con tu trabajo, mental o físico, es tuyo) y, precisamente, la no violencia.
Tal vez de lo que se trata, en el fondo, es de determinar si los servicios que el Estado presta a la sociedad no serían mejor prestados (en mayor cantidad y calidad, con más premio al mérito de los que intervienen, con mayor eficiencia socio-ambiental y a menor costo para los usuarios) mediante acuerdos que excluyan toda compulsión en suscripción y pagos. Después de todo, sacando al gobierno y a los delincuentes, el resto de la sociedad obtiene honestamente su dinero, sin excepción, mediante acuerdos libres de cooperación voluntaria.
Tal vez sólo se trata de evitarnos penurias, socios cafishos, sobrecostos y frenos al ingreso artificialmente impuestos.
Así, se ha dicho que países como nuestra Argentina ofrecen hoy ley y orden a sus ciudadanos de la misma manera socialista en que la Unión Soviética ofrecía alimentos o calzado… y con la misma eficiencia de resultados. Un serio problema conceptual que no se arregla cambiando de monopolista cada cuatro años.
Problema que está, sin dudas y como siempre, en el drama del mercado cautivo: si al supermercado X se le otorga el monopolio de la venta de alimentos, se habrá renunciado al más efectivo control de calidad y precios, por más que se establezcan estatutos, reglamentos, división interna de áreas, incentivos y controles cruzados dentro de esa empresa. Más temprano que tarde, la falta de competencia afectará tanto la calidad y variedad del servicio como los precios al público.
Exactamente lo mismo ocurre con la provisión de ley, orden, salud, educación, defensa, solidaridad, infraestructura vial o lo que sea que la gente necesite tanto como los alimentos. ¿Por qué no habría de ser así? Por cierto existió vida en estas necesidades más allá del monopolio estatal, y con notable satisfacción pública, en distintos momentos de la historia.
¿Cómo es que no resulta posible que la gente organice libremente su infraestructura de seguridad pero, al mismo tiempo, sí resulta posible que organice el complejísimo ingenio estatal que la incluye? Algo no funciona bien en este razonamiento.
Lo que sí está probado a diario es el pésimo funcionamiento del sistema de la agresión, verdadero atavismo cavernario enquistado en la base de la lógica política contemporánea.
Pensando primero en su interés y en el de su grupo de presión (la tribu, arcaica y siempre desconfiada del “diferente”), los políticos acumulan votos tal como se juntan piedras o balas. Se habla de llevar adelante campañas o batallas movilizando aliados y de luchar para imponer nuestra visión a los enemigos del pueblo.
Modos de expresión que no se utilizan en las transacciones voluntarias de mercado porque allí los factores (oferta y demanda) son compatibles y complementarios. Ambos participantes ganan, mientras que en la “competencia” política uno gana lo que el otro pierde en lo inmediato y que ambos acaban perdiendo en el largo plazo, tal como lo demuestran las últimas 7 décadas de nuestra historia.
Resulta entonces muy sugestivo, para terminar aquí, que traten de convencernos de que el monopolio estatal forzado de tantas cosas y sus impuestos son algo natural y consentido, siendo que el más simple sentido común los desmiente. No es algo natural (muy por el contrario, nadie nació para ser esclavo proveedor de otro) ni mucho menos consentido, desde el momento en que no se permite que exista manera “legal y representada” de expresar el no consentimiento.
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