El libertarianismo es, en materia
de teoría política y social contemporánea, la corriente que despierta un
interés más profundo en politólogos y círculos humanistas avanzados, la iniciativa
más revolucionaria y la de mayor futuro a largo plazo.
Analizando el origen de la
moderna teoría libertaria, ya el economista y filósofo francés Guy Sorman en su
libro de 1989 Los verdaderos pensadores
de nuestro tiempo, identificaba a su inspirador, el también economista y
catedrático norteamericano Murray
Rothbard (1926 – 1995) como “hombre bisagra”. Una de esas mentes
excepcionales cuyas ideas están destinadas a dividir al mundo en un antes y un después de su irrupción.
Si bien las ideas-base
libertarias no han sido puestas en práctica en épocas recientes (sí en el
pasado y con resultados notables), no hay duda de que están hoy en el radar
social.
Tanto el publicitado discurso
de su actual representante en la carrera por la nominación republicana a la
presidencia de los Estados Unidos, el senador Ron Paul, como la poderosa (desordenada
y a veces contradictoria pero espontánea) corriente de opinión anti-estatista y
pro-libertad del movimiento Tea Party, configuran en este sentido un verdadero faro de alerta temprana; señales luminosas
de un punto de inflexión histórico en el signo ideológico de nuestro tiempo.
Sus propuestas fuertes,
innovadoras y cargadas de sentido común, sus rebeliones indignadas frente a la
extorsión gubernamental y sus exigencias de respeto a la libertad de elección personal calan, de una u otra forma, en todo
el arco político estadounidense.
Y sabemos que lo que sucede en
el gigante del norte influye tarde o temprano, por partes o en shock, sobre el
resto del planeta.
Este auge intelectual podría
verse potenciado “por reacción” en la fracción educada de sociedades como la
nuestra, donde impera la democracia populista no republicana (o dictadura
socialista de primera minoría). Sociedades estacionadas en esa clase de despotismo de ignorantes, cínico,
represivo y estructuralmente corrupto que tan bien conocemos. Y que en realidad
son la utopía de ese “Estado
Benefactor” que a diario vemos hundirse -aún entre los ultra civilizados
nórdicos- con todos intentando salvarse pisando sobre la cabeza del vecino.
Aunque el concepto de abolición de impuestos y Estado sea sólo una
tendencia, una brújula para orientarse en la selva del ventajismo político y un camino gradual
de liberación, es una idea que asusta a mucha gente, que se plantea cosas tales
como “los utópicos son los libertarios,
que creen innecesario, caro y peligroso al Estado y que quieren pasar su poder
regulador y protector a la pura cooperación voluntaria (al mercado), suponiendo
equivocadamente que todos los seres humanos son buenos”.
Pero el libertarianismo nunca
supuso eso, porque sabe que en la naturaleza humana conviven siempre la maldad
y la bondad.
Los libertarios sostienen, si,
que las instituciones sociales que sirven son aquellas que mitigan lo primero y
fomentan lo segundo. Así como afirman -fundados en la experiencia- que el
estatismo alentó los aspectos criminales del ser humano, su maldad innata,
desde el momento en que proveyó un canal
socialmente legitimado para robar y forzar a personas pacíficas que a nadie
habían dañado ni agredido. Y que lo hizo a través de la coacción discrecional aplicada en forma vertical desde el sistema
tributario y desde la regulación “legal” sobre vidas y propiedades. Brutalidades
que han sido causa matriz de atrasos y pobrezas,
frenando en todas partes el avance de la civilización.
El libre mercado, por su parte,
desmotiva esa amenaza agresiva del monopolio fomentando el mutuo acuerdo y las
ventajas del intercambio voluntario en redes horizontales de crecimiento
abierto. Fomentando así las elecciones personales de vida, dentro de la riqueza
popular de una sociedad de propietarios.
Una sociedad libre padecerá de
hecho menos estrés, atropellos y
violencia criminal de las que hoy sufrimos, aunque estas lacras nunca
desaparezcan por completo. Una implicación de sentido común, a derivarse del
giro moral de 180° en las actuales estructuras social-populistas de premio y
castigo: hacia la zanahoria (con riqueza) al trabajador, al honesto y al
estudioso y hacia el palo (con pobreza) al vago, al ladrón y al indolente.
Por otra parte, la percepción atemorizada
de tanta gente acerca del peligro de una anarquía libertaria dominada por la
maldad humana sin control estatal, choca contra el sentido común. Porque si es
cierto, como ellos piensan, que en los hombres prevalecen las tendencias criminales
¿acaso están mágicamente exentos de ellas quienes componen el gobierno,
monopolizan la fuerza armada y coaccionan a todos los demás? Y si en los
hombres prevalece en cambio la benevolencia o al menos no prevalece claramente
la maldad ¿para qué habría necesidad de un Estado con las pérdidas de tiempo, los
inmensos costos e insufribles vejaciones que su imposición forzada implica?
Lo que sí está comprobado, si
aceptamos la premisa de que los humanos sucumbimos a una mezcla de pulsiones
buenas y malas, es aquello que sentenció Thomas Paine (1737 – 1809, intelectual
estadounidense y uno de los Padres Fundadores de su nación): “Ningún
hombre, desde el principio de los tiempos ha merecido que se le confiase el
poder sobre todos los demás”.
Lo bueno de la cooperación
voluntaria con poco o eventualmente ningún Estado obstaculizando la creación de
riqueza es que allí el éxito no depende de que acertemos en la elección de
seres utópicos, siempre sabios, para que nos dirijan. O de que todos los demás
debamos convertirnos en seres altruistas, obedientes y desprendidos si queremos
evitar la instauración de una policía política que nos discipline en la
estúpida fila del relato oficial.
El mercado acepta las cosas
(las tendencias humanas) tal como son y saca partido de ello con beneficio para
el conjunto, obligando al malvado a cooperar
si quiere ganar dinero. Siendo este el “sistema” en el que puede hacer menos daño. A más libre competencia, más
malvados-ricos-corruptos desactivados.
¿Y qué es lo liberal-libertario
sino el mercado abierto de la cooperación creativa, percibido como evolución política?
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