Abril
2015
Lo
tuyo es tuyo es el lema de la conocida compañía de recuperación de vehículos
robados Low Jack.
Y
es también el leitmotiv que debería
inspirar a nuestra Argentina en el camino de retorno al poder internacional, al
orgullo nacional y a la prosperidad personal de cada ciudadano partiendo desde
la ciénaga moral y económica en que nos debatimos.
Vale
decir, la fuerza ética que debería guiarnos en la recuperación de lo que nos
fue robado con el colaboracionismo, al menos en la última elección
presidencial, de 11.600.000… “argentinos” (sobre un padrón de 28.800.000) votando
por el modelo de oportunismo-de-corto-plazo-y-alta-corrupción que todavía nos
rige.
¿Es
realmente nuestro lo nuestro o sólo es dable poseerlo a través de una relación
de acomodo con el poder político, en una transa vil de “consumo y zafo pisando
al prójimo mientras hundo a mi país”?
Hablamos
del mismo poder político en retirada que intentó, hace menos de 30 días, reunir
en una concentración de apoyo a toda su “militancia” en procura de
contrarrestar el impacto psicológico de la marcha de indignados del 18 de
Febrero.
En
aquella marcha “de los paraguas” se reunieron espontáneamente en un solo lugar
y bajo una lluvia torrencial, cerca de 400 mil personas. Una cantidad que
hubiera sido mucho mayor de haber resultado un día tan agradable como el que
tocó a la demostración gubernamental, 2 semanas después, que llegó a sumar con
el aporte del aparato clientelista
estatal, unas 150 mil almas.
Cifras
que no mueven el tablero electoral en sí mismas pero que sirven de indicador
acerca de la proporción de ciudadanos que albergan deseos de un cambio político
sustancial.
La
fracción pensante de nuestra sociedad debería asumir el deber de guiar ese
cambio, con el norte puesto en impedir que legislaciones regresivas sigan
impidiendo ejercer en plenitud el derecho de propiedad a la ciudadanía. O que
el mismo esté condicionado de manera mafiosa por los gobernantes para favorecer
a vivillos obsecuentes y, a través de ellos, a sí mismos.
En
estricta justicia la moralidad de la no-violencia en el respeto por lo ajeno, paga. Paga en prosperidad individual e
inmediato desarrollo social, si damos por sobreentendido el concepto de
justicia definido hace ya 1.800 años en
Roma: dar a cada uno lo suyo.
En
estricta injusticia, en cambio, nuestros gobiernos han venido invirtiendo la
definición (quitar por la fuerza para redistribuir lo ajeno) sólo para
comprobar con rabia, una y otra vez, que el crimen (la inmoralidad) no paga.
No
paga toda vez que es brutalmente visible que el país retrocede sin pausa,
hundiéndose en los rankings que miden la libertad. Y en sus consecuentes: los
de pobreza, educación y corrupción.
Aunque
sí pague en riqueza rápida para los políticos que controlan el poder y para los
empresarios o sindicalistas cortesanos de su indigno capitalismo de amigos.
No
puede ser más estúpida (y es causa directa de nuestra desgracia) la idea hasta
ahora predominante de pretender como “moral” el colgar una espada de Damocles
rasadora sobre todo aquel que intente progresar con esfuerzo, redireccionando
su ganancia en favor de quienes no quisieron o pudieron progresar en igual
medida. O de los que retrocedieron hacia
la pobreza por obra de la propia aplicación de este rasamiento igualitarista (o
totalitario).
Estúpida
por lo contraproducente con respecto al objetivo de mejorar a la máxima
velocidad posible el bienestar del conjunto, incluidos desde luego
los más pobres. Más allá de las diferencias. Más allá de resentimientos y
envidias, promotoras siempre fallidas (como fallido resulta en definitiva todo
lo inmoral) de intentar mejorar el ingreso de un sub-sector o tribu a expensas
de terceros envidiados. O lo que es igual, a costa de la capacidad del conjunto
del prójimo para producir más riqueza en libertad.
En
tal sentido sería digno de necios perder de vista lo esencial. Esto es: que
nuestro ordenamiento social real, la democracia delegativa de masas clientelizadas,
consiste hoy en lo advertido en su momento por Thomas Jefferson (1743-1826, ilustre
libertario y tercer presidente de los Estados Unidos): un sistema donde el 51 %
puede permitirse (y habitualmente lo hace) mandar al diablo los derechos del 49
% restante. Aunque sería igual con el 99,5 % atropellando al 0,5 % restante: lo
esencial, amigos pensantes, es asumir hasta las últimas consecuencias que los
derechos de un solo ser humano valen igual que los de un millón. Que el
individuo está antes que el Estado.
¿Qué
derechos? Por empezar los de propiedad y disposición de bienes, garantía fundante
de casi todos los demás. Porque son los derechos de los que dependen las
inversiones de capital y la aplicación plena de la fantástica creatividad
humana; de la famosa productividad social que hace levantar vuelo a la economía
de un país haciendo desaparecer la
escasez. Haciendo aparecer la
riqueza.
Sin
ellos -nuestra decadencia lo prueba- son letra muerta todos los derechos (y
hasta los pseudo-derechos) que de una u otra forma dependen de dinero “sustentable”
para su implementación como los de educación, justicia, seguridad, defensa, salud,
previsión social, infraestructura pública, ingreso digno, financiación, vivienda
etc.
Es
un gran deber cívico, entonces, hacer saber esto al pueblo llano; a los más
empobrecidos, usados y embrutecidos: hay una relación de proporcionalidad directa
entre el grado de forzamiento dirigido a
que lo tuyo sea menos tuyo o que lo de otro sea menos suyo (a través de
impuestos progresivos y trabas al comercio, por ejemplo) y el grado de pérdida
de casi todos tus demás derechos.
En
esta exacta y recta línea, es muy cierto lo que afirma el Papa Francisco: no
hay religión verdadera, no hay cambios sociales, no hay derechos humanos si no
es defendiendo a los más necesitados, aliviando su sufrimiento y restaurando su
dignidad.
Y
la vía libertaria (o en su defecto lo que más se le aproxime en práctica política)
es la más ética y veloz vía conocida por el hombre para lograr estos objetivos.
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