Mayo 2022
En
opinión de Jorge Luis Borges (1899 – 1986), el más culto, famoso y polémico
escritor argentino de la historia, la democracia como sistema no era entre
nosotros sino “un abuso de la estadística; una superstición muy difundida
porque la gente no entiende de política, como no podemos entender todos de
retórica, de psicología o de álgebra”.
Quiso
decir, deslegitimando la regla de la mayoría, que un problema algebraico nunca
hallará solución en una compulsa popular como tampoco la hallará un problema tan
enormemente complejo como lo es decidir sobre decenas de líneas de acción en
los más diversos campos de un gobierno de 4 años de duración, con sólo un voto
en un día. Voto más emocional que racional, además.
Debemos
dar crédito a Borges: la resbalosa esperanza argentina de que el día de la
elección prevalezca (al menos) el sentido común, no es el modo más
eficiente de organizar el funcionamiento de una comunidad que pretenda elevarse
sin pérdida de tiempo y de manera integral; como quedó demostrado en nuestro
país en muchas, demasiadas ocasiones.
Ya lo había advertido un estadista de la talla de sir Winston Churchill cuando opinó que la democracia era el peor de los sistemas de gobierno posibles… exceptuando a todos los demás.
Algo
cierto dentro de su contexto histórico pero que hoy se ve modificado por los impresionantes
avances tecnológicos acumulados en los últimos tres cuartos de siglo, que
cambiaron la calificación ciudadana de hombre masa a individuo empoderado. Aserto
que se verifica en un proceso retroalimentado y en aceleración; muy desigual en
espacio y tiempo pero indetenible, como todo avance humano.
Y
que en sinergia con lo anterior se ve también modificado por la aparición a
principios de los ’70 del ideario de un hombre bisagra en la historia del
pensamiento como lo fue Murray Newton Rothbard (1926 – 1995, economista,
historiador y profesor norteamericano) quien con su Manifiesto Libertario y sus
agudas fundamentaciones morales -más aún que las puramente utilitaristas- sentó
las bases del movimiento que hoy constituye nuestra vanguardia intelectual; el más
completo ideario de la libertad y la no violencia como paradigmas
irrenunciables de civilización. Como luz guía de esperanzadoras utopías en
proceso.
Como
un día lo fue la idea democrática, cuando todo a su alrededor era una “obvia
normalidad” más que secular de monarquías absolutistas y tiranías totalitarias.
El actual aquelarre socioeconómico argentino, producto del dirigismo salvaje al que nos somete este enésimo gobierno peronista, está resultando en revulsivo mental para una masa crítica de población: la que decide elecciones; la de los indecisos y apolíticos.
Por
reacción y a medida que el país cae en la alienación pobrista, se agranda la
posibilidad de que operadores libertarios profundicen la influencia de sus
ideas disruptivas de poder capitalista y civilidad avanzada dentro de la
coalición opositora. O que, de ahondarse la crisis a niveles de catástrofe, se
conviertan en una tercera fuerza real capaz de imponer en balotaje sus
condiciones a los actuales socialdemócratas de Juntos por el Cambio con vistas
a su victoria electoral en 2023.
En la actualidad y dadas las restricciones que la decadencia nacional impone como ineludible data de la realidad, la idea libertaria se circunscribe a proponer un minarquismo (Estado mínimo) como norte para una primera etapa… que bien podría abarcar décadas.
No
obstante y a modo de ejemplo histórico asimilable deberíamos recordar que la
lucha por terminar con la esclavitud fue para abolirla por completo, no para
mejorar la alimentación de los esclavos.
Lo que
eventualmente vendría en nuestra Argentina sería entonces un tránsito orientado
a vencer la incredulidad de la gente y la resistencia de los propios funcionarios
a la verdadera plataforma libertaria de largo plazo, superadora tanto del
liberalismo clásico (de poca conciencia social integradora) como del neoliberalismo
menemista (corrupto, clientelar, autoritario y ventajero como todo peronismo).
En verdad, lo utópico del muy gradual acercamiento al ideal del anarcocapitalismo libertario que proponen referentes como J. L. Espert o J. Milei no es tanto por lo imposible cuanto por la dificultad para poner proa a ese destino partiendo desde la situación actual.
La doble
valla que nos mantiene detenidos en el infierno es mental para el pueblo
llano que vive de su producción y de conveniencia para quienes viven del
esfuerzo ajeno prestando servicios que no les serían requeridos bajo esa
modalidad, si hubiese libertad de contratación.
Obviamente el Estado se resiste hoy a permitir esa libertad de elección porque aceptar la voluntariedad de las relaciones implicaría dejar de hablar de un ente compulsivo basado en la fuerza de las armas para empezar a hacerlo de una asociación voluntaria. En una palabra, de evolución.
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