Diciembre 2004
La Argentina debe salir de la pobreza, del descrédito, de la humillación internacional de país mendicante. Debe volver a contarse entre las naciones avanzadas que marcan el paso a la historia del mundo. Debe ser una sociedad en condiciones de asegurar a sus ciudadanos el más pleno acceso a la educación, la seguridad, la justicia, la libertad ; es decir a la prosperidad a la que estamos realmente destinados por derechos de cultura, tradición y capacidad creativa.
La Argentina no puede seguir perdiendo años y esperanzas por más tiempo ni puede seguir tolerando la visión de legiones de desocupados e indigentes en el marco del más extraordinario potencial económico.
Todo argentino presiente que si lograramos orientar nuestro esfuerzo colectivo en la dirección correcta, nuestro país despegaría del fango que nos atasca con sorprendente velocidad y con menos tiempo y sacrificio de lo que les ha tomado y les toma a otros. Y es cierto.
Desde luego, la situación de postración en la que nos hallamos tiene responsables. Están claramente identificados e identificadas con nombres y apellidos. ¿Castigo a los culpables? Sin duda lo merecen por el crimen de lesa humanidad cometido contra una sociedad destinada a brillar y a sentirse orgullosa de su identidad y riqueza que fue sin embargo empujada de bruces por gobernantes ineptos, ignorantes, corruptos, pusilánimes hasta hacerla morder el barro en que hoy se debate.
Merecen castigo por lo que le han hecho a nuestra Argentina y en verdad lo están padeciendo. Porque los culpables no son otros que los votantes que generación tras generación colocaron en la dirección a aquellos gobernantes que, hasta el más palurdo comprendía, jamás iban a llevar a la nación por el camino de la honradez y la inteligencia.
Nuestras abuelas y abuelos, nuestros padres y madres y nosotros mismos estamos sufriendo el castigo de haber administrado tan mal nuestra principal arma: el voto universal, secreto y obligatorio.
Ancianos con jubilaciones miserables y sin protección social, hombres y mujeres desocupados o apenas subsistiendo en la flor de su vida productiva, jóvenes desalentados ante un mercado laboral asfixiante y mezquino. He ahí el castigo autoinfligido.
Cada quien sabe cuál es su cuota de responsabilidad en este desastre. Aunque se pueda eludir el bochorno amparándose en la impunidad del secreto, del tirar la piedra y esconder la mano, cada uno sabe en lo profundo de su conciencia cuándo y por qué votó a un incapaz (por decirlo educadamente) para que nos dirigiera a todos. Incapaces al congreso. Incapaces a los municipios. Incapaces hasta en la Corte.
Nuestro sistema democrático de gobierno tal como está planteado en la práctica, no nos sirve para salir de este pantano movedizo en el que nos seguimos enterrando.
No nos sirve porque permite el avasallamiento de todos los sistemas de control y contrapeso de poderes republicanos que debieran ser la base inamovible de nuestro contrato social.
No nos sirve porque violando el espíritu de los Padres Fundadores de nuestra Constitución Nacional, supedita la protección de los derechos individuales a las siempre cambiantes “razones de estado” o al tan manipulado e inasible concepto del “bien común”.
La democracia tal como se nos propone en la Argentina de los últimos (al menos) 74 años supone que la simple opinión mayoritaria es causa suficiente para llevar adelante actos de gobierno que contradigan el espíritu y la letra de la Constitución. Esta tiene como fin la protección de los derechos individuales frente a cualquier atropello, tanto estatal como privado. El contrato social que da legitimidad al gobierno y que quedó escrito en nuestra carta magna con toda claridad protege las bases de la civilización occidental y del progreso tan deseado que no son otras que los derechos naturales a la vida, la propiedad y la libertad de los ciudadanos.
Impuestos abusivos, el autoritarismo, el distribucionismo del fruto del trabajo ajeno creando clientela política, inseguridad jurídica agravada por una Corte de sesgo totalitario, un costo burocrático y regulatorio en aumento y un aire gubernamental antiempresario, anticreativo, anticapitalista son entre otras, señales contrarias al espíritu liberal que se necesita para crecer en inversiones, trabajo bien remunerado y combate frontal y definitivo a la pobreza.
Definitivamente, no hay democracia sin un orden social profundamente liberal. Solo un fantoche totalitario.
Tenemos el deber de exigir a través de nuestro voto y de todos los medios de presión legal a nuestro alcance los cambios de conducta, de honestidad intelectual, de sistema político en su conjunto y de personas, que nos garanticen en forma gradual y constante el acercamiento de nuestra sociedad a los ideales de garantía para las minorías, destrabe de nuestra capacidad creadora hoy bloqueada por sobrecostos de todo tipo, y absoluto respeto de la propiedad, hoy burda y constantemente violada. Tenemos el deber de comprender y hacer comprender a nuestros conocidos que únicamente nos salvaremos ateniéndonos sin cortapisas a estos conceptos. Dejando de lado nuestros pequeños resentimientos. Votando personas inteligentes y esclarecidas para que dirijan nuestro país independientemente de nuestras simpatías de pueblo chico. Tenemos el deber de entregar a nuestros hijos y a nuestros nietos una Argentina purgada de sus errores y encaminada en su retorno al primer mundo. Después de todo, es de gente inteligente admitir equivocaciones y cambiar de opinión. Sigo teniendo la ilusión de que seamos un pueblo inteligente.