Mayo 2007
Si bien en teoría nuestra Argentina se rige por el sistema de democracia representativa, republicana y federal, en la práctica nos encontramos sometidos a algo muy diferente.
El contrato está escrito. Se llama “Constitución Nacional de 1853” y fue redactada por sabios estadistas que de este modo catapultaron al país de desierto despoblado y semisalvaje a nación desarrollada, meca de inmigrantes europeos y reina indiscutida de iberoamérica.
Millones de pobres y desesperados de todo el orbe se agolparon en nuestros puertos para ingresar (el famoso “voto con los pies”), porque en la Argentina se vivía cada vez mejor, porque era posible progresar y hacer dinero honradamente y porque éramos un país de futuro luminoso.
Desde luego, cierto es que la democracia poco tuvo que ver con esta espectacular evolución. El gobernante Partido Conservador se constituyó en una aristocracia ilustrada que respetó el espíritu liberal de la Constitución en lo económico, en lo jurídico y en lo educativo mas no en los procesos electorales.
El resto es historia conocida. Pasada la primera década del siglo XX, una sucesión ininterrumpida de gobiernos radicales, militares y peronistas condujeron a nuestra patria por la pendiente de decadencia que aún hoy continuamos transitando.
Argentina perdió (y pierde) prestigio, credibilidad, potencia económica y calidad de vida con respecto a otros países por haberse apartado de aquel espíritu de progreso ilustrado.
Por haber bastardeado lo de “republicana y federal” quedándonos solo con lo de “representativa” ( Robespierre, Stalin, Hitler, Mao, Castro, Pol Pot, Chavez, Morales o Correa fueron y son claramente “representativos”).
Pero la madre del borrego no es la democracia y su sistema de contrapesos republicanos. El fondo real del asunto es la gente, el pueblo y sus libertades inalienables. El ciudadano y su derecho a ser respetado pase lo que pase en su persona y en su propiedad.
He ahí el meollo de la civilización.
El ejercicio y goce de las enormes ventajas de la libertad como sistema, sin embargo, está íntimamente unido al grado de cultura individual y social que se posea.
Para pasar algún día el poder al pueblo deberemos antes exigir algo que va directamente en contra de los intereses de la clase político-sindical-anti derechos que nos rije : educación de verdad.
Exigir no solamente una educación de calidad modelo siglo XXI sino una educación que forme deliberadamente ciudadanos pensantes por si mismos, críticos de la opresión y la violencia, respetuosos y custodios a ultranza del derecho ajeno, estimulados en la cultura del trabajo honrado y del progreso material, férreos defensores de su propia libertad en la elección del modo de vida y enormemente conscientes de su responsabilidad como individuos respecto de las consecuencias de sus actos.
Este es, qué duda cabe, el tipo de exigencia ineludible que cada uno de nosotros debería ponderar serenamente a la hora de elegir en las urnas, una vez más, a quienes decidirán nuestro destino colectivo.
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