Marzo 2007
Nuestra sociedad acepta de facto un “contrato social” de convivencia basado en la forma de gobierno que llamamos Democracia Representativa, Republicana y Federal.
Se trata de un sistema ideado hace unos 2.400 años por los antiguos griegos luego dejado de lado durante centurias y finalmente remozado para adaptarlo a una sociedad que se masificaba, hacia mediados del siglo XVIII.
La constitución de los Estados Unidos, de la segunda mitad de aquel siglo, sustenta y ejemplifica aún hoy la mejor aplicación práctica lograda del “moderno” sistema democrático.
Nos rige pues, un ordenamiento social con olor a naftalina y que en la inmensa mayoría de los casos ha generado y genera dosis demasiado altas de corrupción, atropello de derechos individuales, muy costosas burocracias con jubilaciones de privilegio a costa de “otros” y enormes frenos de toda clase a la creatividad y al progreso personal.
Es un orden que se adapta mal a los sistemas de creación de riqueza de la tercera ola (la primera ola fue la economía agraria, la segunda fue la economía industrial y la tercera es la economía del conocimiento), sistemas en los que nuestra Argentina debiera estar a la vanguardia.
La democracia representativa, republicana y federal no es, ciertamente, el fin del camino de la humanidad en su búsqueda de mayores estándares de confort y libertad, respeto por el prójimo y no violencia. Es solo un estadío más en el largo derrotero que nos aleja penosamente de la barbarie, y bastante primitivo.
Si todo ello se verifica en aquellas sociedades que solemos poner como ejemplo de buen funcionamiento democrático, qué queda para nuestro país, donde podemos comprobar a diario (y hasta por horas) que las dos últimas palabras que definen al sistema, “republicana y federal”, son tan solo cartón pintado y declamación hueca.
Demás está decir que los regímenes autoritarios o totalitarios (con o sin apoyo en las urnas) son todavía peores bajo la óptica civilizada de la absoluta no violencia a la que debemos aspirar.
Pero dejemos por ahora todo esto de lado y examinemos un poco la segunda palabra : “representativa”.
¿A quién representan quienes están al mando? Se supone que representan fielmente a quienes los votaron. El presidente y sus ministros, por ejemplo, actúan en representación de todas aquellas personas que votaron su lista. Un diputado de la oposición actúa en representación (por cuenta y orden) de quienes pusieron su nombre en la urna.
En el primer caso los votantes, por interpósita persona, son (o deberían ser) personalmente responsables de las consecuencias de los actos de gobierno.
En el segundo caso, sus representantes solo influyen con su anuencia o su oposición a través de las leyes que emite el Poder Legislativo siendo su responsabilidad un tanto menor en las malas decisiones que puedan estarse adoptando.
Y decimos “malas decisiones” con la mirada puesta en la retrospectiva de una Argentina que no cesa de caer en el ranking de las naciones desde hace muchas décadas, donde precisamente uno de los responsables de esta decadencia económica y moral sentenció “la única verdad es la realidad”.
Aún así, quienes emitieron de buena fe su voto lo hicieron bajo la condición implícita de votar dentro de una democracia representativa, republicana y federal. Lo cual aquí dista de ser cierto.
Probablemente la Argentina se esté manejando dentro de un sistema de autoritarismo electivo con escasas garantías constitucionales (puede hacerse casi cualquier cosa que al gobierno se le ocurra) y casi nula influencia opositora.
¡Qué decir, finalmente, de quienes votan en blanco!
Votos que expresan desacuerdo con tal estado de cosas y que se niegan a convalidar a representantes que ingresen en su nombre dentro de un sistema que no aprueban de ninguna manera.
Tal vez no se sepa lo que estos ciudadanos concretamente quieren mas sí se sabe lo que no quieren. Hubo ocasiones en las que el voto en blanco logró altos porcentajes pero como esto no conviene a los intereses de la corporación política que hizo las reglas del juego, simplemente no cuentan. Se los deshecha sin considerarlos quitándoles todo peso, cuando su opinión verdadera puede traducirse en bancas vacías en el parlamento y nulo respaldo a la carta blanca del Poder Ejecutivo para cometer sus tropelías.
Y no debemos olvidar que la minoría más pequeña es la de una sola persona, y que sus derechos valen tanto como los de millones porque la voluntad de todo un pueblo pisoteando los derechos de uno solo no puede hacer justo lo que es injusto.
Es claro que el principio de sacrificar minorías invalida el derecho e introduce la arbitrariedad.
La democracia es en si misma un deficiente sistema de organización social. Desactualizado, obsoleto y propio de épocas todavía más oscuras y atrasadas de la civilización.
Aún en los mejores ejemplos, mal adaptada a la economía del conocimiento, a la no violencia y a las libertades individuales que deben signar nuestro futuro.
Y en nuestra Argentina, donde se constituyó desde hace tiempo en simple dictadura de la mayoría por los gravísimos defectos que la desnaturalizan, carece ya de cualquier sustento lógico o ético en el marco de un mundo que ofrece increíbles oportunidades de progreso a las sociedades que privilegien el respeto cabal al individuo, a su libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la verdadera justicia.
Pretender que todos nos sintamos representados por quienes están hoy al mando es en verdad una pretensión temeraria.
Al menos para quienes creemos tener un modesto grado de evolución, alguna amplitud de visión y la necesidad de expresarla libremente.
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