Octubre 2006
Reiteradamente definida como “el peor sistema de gobierno exceptuando todos los demás”, la democracia representativa, republicana y federal es en verdad un pésimo sistema de gobierno.
Y lo es aún en aquellas sociedades cuyo sistema democrático es mirado con admiración, como Suiza o los Estados Unidos, donde la división de poderes es un hecho tangible y aceitados mecanismos de contralor ciudadano hacen que todo funcione como un mecanismo de relojería.
Es lo mejor que se ha probado si lo comparamos con caudillos sanguinarios, impíos dictadores comunistas, monarquías absolutistas y hereditarias, oscuros regímenes tribales, peligrosos líderes iluminados o incluso con el siempre presente fantasma de un anarquismo caótico y salvaje.
Comparada con las lacras, genocidios y abusos de toda índole sufridos por los individuos a lo largo de milenios, la moderna democracia parece ciertamente un sistema aceptable.
¿Por qué decimos que así y todo es pésimo? Porque aunque nos moleste recordarlo, el fin no justifica los medios. Y los medios necesarios para que el aparato democrático se mueva, se basan en conceptos altamente inmorales : violencia, coerción, robo, amenazas, impedimentos al libre albedrío, imposiciones contra nuestra voluntad y multitud de atropellos contra hombres y mujeres que a nadie han dañado.
¿Cómo es esto? la organización que se necesita para coordinar los enormes y complejos engranajes institucionales que la democracia precisa, se mueve con dinero. Nadie podría poner reparos a esto si el dinero en cuestión fuese aportado voluntariamente.
¿Se imagina alguien la implementación de impuestos voluntarios? El Estado que pusiese esto en práctica caería por tierra en pocos meses muriendo fatalmente de inanición.
Los impuestos, pues, son coercitivos. Estemos o no de acuerdo, hayamos o no votado por ese gobierno, deberemos pagar bajo pena de que el Estado (que ejerce el monopolio legal de la violencia) caiga sobre nosotros para obligarnos por la fuerza.
Los que enarbolan el garrote quitan el producto de su esfuerzo al más débil quien lo entrega bajo amenaza de castigo, siendo que de otro modo no lo entregaría a esas personas. Esto se llama robo, independientemente de quien o quienes lo perpetren.
Si cien millones de personas se ponen de acuerdo para quitarle a una sola persona algo que esta tiene y aquellas codician, sigue llamándose robo por más que los cien millones hayan votado ordenadamente prestando su consentimiento al despojo y que hayan acordado la sanción de una ley que lo permita.
El número no modifica el principio y el caso de los impuestos democráticos es solo un ejemplo.
El fin de sostener a un Estado que imponga redistribuciones a su arbitrio por encargo de una mayoría de personas no justifica los medios de coerción violenta aplicados sobre una minoría desarmada para obtener el dinero necesario.
Es en verdad un muy mal sistema aquel que parte de la base de aplicar procedimientos incorrectos, como violencia y robo, para lograr que la cosa funcione.
Desde luego, la democracia no es el fin del camino en el prosaico asunto de cómo debemos organizarnos, sino tan solo un estadío, y bastante primitivo, en el largo devenir de la historia de las ideas y las interacciones humanas.
A esta altura del siglo XXI deberíamos empezar a comprender las enseñanzas de Gandhi sobre el culto del respeto absoluto por el prójimo y la filosofía de la no violencia.
Los acuerdos voluntarios, los aportes de dinero o trabajo libremente decididos, los contratos entre personas, grupos, cooperativas o sociedades que estén de acuerdo en una determinada forma de solucionar un determinado problema (desde la seguridad personal contra las agresiones hasta el trazado y uso de autopistas pasando por decisiones sobre justicia o educación) son la manera de avanzar en los beneficios de la civilización sin caer en el viejo vicio totalitario de la violencia.
En el futuro, redes de 1º, 2º, 3º y 4º grado de acuerdos voluntarios conformarán una heterarquía (estructura horizontal en forma de red) que paulatinamente reemplazará al actual sistema coercitivo de jerarquía (estructura vertical en forma de árbol).
Cada quien podrá en este maravilloso juego de no violencias, elegir voluntariamente cuánto o qué aportar, a qué grupo de personas organizadas y para recibir qué cosas a cambio.
Las fronteras dibujadas en el suelo perderán relevancia (un planeta globalizado ya puede entreverse) a medida que las personas progresen en el armado de redes de convenios libremente pactados, y como tales respondan a sus convicciones y conveniencias tanto individuales como grupales, cediendo, otorgando y exigiendo dentro de un maduro y justo juego de responsabilidad individual donde, a diferencia de lo actual, cada uno deberá responder por sus actos.
Los que tengan convicciones socialistas o comunistas compartirán todo lo que crean necesario entre los que voluntariamente adhieran a sus redes de convenios y los que quieran vivir según sus propias reglas bohemias, podrán hacerlo sin impedimentos mientras no dañen a otras personas con sus actos.
El Estado tal como lo conocemos no será entonces necesario y los “impuestos” serán en verdad contribuciones voluntarias.
Al ir desapareciendo el peso muerto de la estructura estatal, gigantescas sumas de dinero pasarán a reinvertirse en emprendimientos productivos, inyectando dinamismo, empleos y prosperidad en una escala aún desconocida.
Por eso el valor más importante para quienes ya están trabajando en este sentido es el de la libertad, protegiendo la sociedad civil que es voluntaria en contraposición a la sociedad política, que es obligatoria. Y por eso se promueven las soluciones de mercado, que son libres, en oposición al intervencionismo que es coactivo.
El futuro parece lejano pero solo si sabemos hacia dónde queremos dirigirnos, podremos dar sentido a nuestro próximo voto democrático.
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