Agosto 2010
Según recientes encuestas, 62 % de los argentinos son partidarios de un Estado fuerte y controlador de todo y de todos, fundándose en la idea de que las personas, cuando son libres para hacer dinero y así materializar sus deseos, se tornan (en su mayoría) rapaces, insensibles, egoístas… y peligrosas para el resto de la sociedad. El 63 % cree que los grupos emprendedores privados, cualquiera sea su iniciativa innovadora, deben someterse a la primacía de los monopolios estatales y el 57 % es partidario, además, de “profundizar la distribución del ingreso” entendiendo por tal la vieja muletilla quitémosle al rico para darle al pobre.
Continúa el consenso, entonces, con las políticas de quito bajo amenaza, controlo, me quedo y reparto, en aplicación continua desde hace varias generaciones.
Apañando el forzamiento bajo aquel códice primitivo. Negando la ciencia económica evolucionada, que ya mensura el horroroso costo (en pobreza) de la violencia como norma. Apoyando conceptos superados como el dirigismo repartidor de lo ajeno, promotor de más desigualdad. Conceptos minados de “trampas gatillo” pero sostenidos por casi todo el arco político y gran parte de la opinión pública de este país.
Lo que no puede explicar ningún partidario de este consenso básico ciudadano es porqué, si las personas con poder real de decisión devienen “malas”, los gobiernos (formados por personas con poder real de decisión) habrán de ser “buenos”.
Porque si no son “buenas”, entonces hemos estado colocando a gente interesada y rapaz al comando de esa peligrosísima máquina de fuerza monopólica a la que llamamos Estado. Como con el soldado futurista a bordo del transformer, en el que su capacidad de daño se magnifica de manera extraordinaria.
Sería ingenuo por otra parte, tratar de desvincular estas ideas-fuerza surgidas a partir de los años 30, de la grave pérdida de prestigio y poder económico de nuestro país en el mundo a lo largo de, precisamente, los últimos 80 años.
En realidad, sólo un reducido núcleo duro de personas poco informadas o de intelecto deshonesto sostiene en este nuevo siglo que el estatismo es superior a la libre empresa, al efecto de elevar la riqueza social. La inmensa mayoría sabe bien que las inversiones productivas son el único camino al dinero y el bienestar generales. Que a más libertad de innovación privada se corresponde más progreso material. Y que a más frenos burocráticos, faltas de respeto a la propiedad, controles discriminantes y prohibiciones discrecionales, esa modernidad para todos se ve obstaculizada e incluso se detiene.
Pero aún sabiéndolo muchos (demasiados) eligen un Estado grande y “metido”, por temor a cosas como el desamparo económico, el fantasma del abuso de poder por parte de la patronal, la delincuencia rampante… o por simple envidia.
Deberíamos procurar entonces algunas respuestas alternativas para estas cuestiones porque la misma gente que opina así, manifiesta en encuestas de más elevado porcentual aún, su descreimiento y desconfianza para con los monopolios de justicia y seguridad federal, por ejemplo, mal-provistos (justamente) por el Estado. Siendo también los mismos que torpedean su sistema, eludiendo todos los impuestos y mandatos intervencionistas que su “viveza criolla” les permita.
El desamparo económico, por su parte, es el resultado lineal de décadas de combate al capital, a la libertad de negocios, a las ganancias reinvertibles y a los emprendedores. Frenando la multiplicación de empresas eficientes en producir y exportar a precios competitivos -mediante discriminaciones de tipo tributario- para subsidiar a empresas ineficientes digitadas por burócratas “iluminados”. Décadas de un jugar a ser Dios (“controlando” billones de variables) que, como puede verse, resultaron en un espectacular tiro por la culata. Caer de potencia continental acreedora a país mendigo, significó un balazo en el hombro a generaciones de jefes y jefas de familia, que vieron su esfuerzo de elevación económica mutilado por un sistema caníbal.
No necesitamos más de lo mismo. Si, menos Estado promotor de descomposición ética, para sacar del desamparo a la creciente legión de ciudadanos empujados a la indignidad de ser carga parásita de terceros.
Por otro lado, los empresarios inescrupulosos sólo encuentran campo fértil para el abuso laboral y salarial sobre sus empleados en sistemas como el nuestro, cerrados a la competencia. La libertad de empresa con baja exacción fiscal implica explosión de aterrizaje de dineros, explosión de nuevos emprendimientos y explosión de demanda de empleo. Colocando al trabajo en posición de ventaja sobre el capital, toda vez que un muy vigoroso flujo inversor supere la oferta laboral, aún con el agregado de inmigración calificada. Iniciando una apuesta ciertamente audaz, cuyo techo consiste en acercar a nuestra Argentina a un símil “paraíso fiscal” que multiplique por cien la tasa de capitalización, la creación de negocios (¡con tecnologías y dinero succionados al Primer Mundo!), y la explosión real del ingreso de nuestros trabajadores.
La “solución” estatista (radical, socialista, peronista o militar) a este problema, consistió en aliarse a la manera fascista con sindicalistas corruptos, para extorsionar a una patronal maniatada entre mezquinas prohibiciones y gabelas e impedida de hacer crecer a sus empresas. Diseñando una republiqueta “de cabotaje”, con mil limitaciones pero bajo su control de caja.
Por último, haber votado quitarle “al rico” su ingreso para redistribuirlo “al pobre”, también está visto, fue darse con el bate en la propia nuca porque los ingresos no se redistribuyen; se ganan. Usemos el camino inverso, abriendo la oportunidad a todos de ganarlos en serio. Porque la revolución actual, la de la riqueza en una sociedad donde todos puedan ser propietarios, comienza por barrer electoralmente a quienes lo vienen impidiendo: la bien cebada oligarquía político-sindical y sus carísimos “empresarios” cortesanos.
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