Existe en la opinión pública argentina una seria confusión en relación al tema -fundamental- de la pobreza, la riqueza y su distribución. Un malentendido fogoneado por pocos pero muy politizados beneficiarios, que empieza perjudicando a los menos instruidos y de menores ingresos para afectar luego, fatalmente, a todo el resto de la sociedad.
Tal confusión podría empezar a despejarse en favor de las mayorías, poniendo coto a estos beneficios mal habidos, si centramos el razonamiento básico en uno de los principales factores que atentan contra la tan deseada distribución de la riqueza, cual es la presión tributaria.
Cuando un empresario (podría ser un comerciante de calzado, una productora rural, un prestador de servicios de limpieza a oficinas, un fabricante de colchones o la propietaria de una academia de inglés) pierde 10 billetes de 100 pesos por cada $ 1.000 perdidos pero el fisco sólo le permite quedarse con 660 pesos (con suerte) por cada $ 1.000 ganados o cuando no puede resarcirse correctamente en años de vacas gordas de la descapitalización sufrida durante años de vacas flacas, su actividad de negocios y su racionalidad (u optimismo de largo plazo) a la hora de reinvertir, quedan afectadas.
Ese empresario no aumentará su actividad ni demandará mano de obra en la proporción en que podría hacerlo, mientras que sus decisiones de inversión tenderán a hacerse menos cuantiosas y más conservadoras. Actualización tecnológica y renovación de infraestructura serán aplazadas tanto como sea posible, al tiempo que potenciales nuevos empresarios decidirán no iniciarse en esa actividad de riesgo.
Como ha estado sucediendo en nuestra nación, el dinero (externo o interno) disponible para la producción disminuye cuando se presume expuesto a exacción fiscal elevada aún antes de generar ganancia o siquiera acumularse bajo la forma de ahorro. La mayor parte de esa intención inversora muere nonata sin que los ciudadanos electores se enteren y la que ya está produciendo, se ve desalentada de emprender nuevas actividades.
Como consecuencia inevitable de mediano y largo plazo, con el mantenimiento de este modelo se negó a la población la posibilidad de hacerse de productos y servicios más baratos (por abundantes) y mejores (por competitivos) con lo que los salarios efectivos perdieron poder absoluto de compra por cada día de permanencia en el sistema.
También se negó a la población la posibilidad de exportar más excedentes productivos, impidiendo en forma artera el nacimiento de cadenas regionales enteras de fabricación e intercambio, que hubiesen aportado enormemente al desarrollo social.
Las caídas de nivel de empleo y de capacidad adquisitiva que el gobierno deseaba evitar o revertir a través de intervenciones impositivas, quedaron potenciadas y el país entero como sistema interdependiente terminó bajando un escalón tras otro en el ranking de las naciones y de su ingreso comparativo per cápita.
No debemos dejarnos confundir: la redistribución de la renta “de ricos a pobres” que por ese medio pretenden lograr todos quienes adscriben al amplio campo de la izquierda obtiene, siempre y sin excepción, un efecto inverso al buscado.
El resultado final es un inmenso lucro cesante oculto de efecto geométricamente acumulativo y que aplana la actividad creadora del complejo laboral. Una bola de nieve que avanza deslizando todo sueño de gran potencia y de verdadera inclusión social por el retrete de la historia, en línea con otras naciones regidas por letales payasos socialistas como Tanzania, Corea del Norte o Venezuela.
La receta estatista para sortear estos “inconvenientes” ha sido la institución del subsidio. Un deporte nacional (o ilusionismo financiero) que permite ganar tiempo hasta la siguiente elección, consistente en hacer funcionar a fuerza de inyección dineraria, situaciones de bonanza ficticia que de otro modo quedarían engranadas o estallarían por inviables.
Claro que el dinero necesario para subsidiar se obtiene de la combinación de más impuestos, más deuda y más emisión siendo esta última fuente, en realidad, redundante con la primera ya que la impresión de más billetes significa inflación, por definición el “impuesto al pobre”. Como se ve, neto deslizamiento de fichas dentro del mismo tablero y corset reglamentario que sólo acelera la espiral descendente del conjunto, descripta más arriba.
No hay magia en la herramienta económica; sólo fría lógica con crecimiento racional (que puede ser muy grande) o engaño y robo por interpósito idiota útil ignorante.
Puede que impuestos altos, progresivos, ideológicos (como el de la herencia) o discriminatorios de las manifestaciones de riqueza satisfagan ciertas pasiones de gran vileza como la envidia, el deseo de desgracia ajena y el igualitarismo sin mérito pero siempre resultan en cruel -e inútil- prolongación de miseria sobre los más necesitados.
El apoyo electoral a estas bajezas atrae al rayo de su propio castigo: está más que comprobado que la utopía fiscalista del “Estado Benefactor” sólo “distribuye” riqueza cierta a algunos funcionarios corruptos, empresarios o sindicalistas mafiosos y operadores políticos cercanos al poder a expensas de millones de oportunidades nonatas potencialmente generadoras de trabajo, autoestima, progreso y dinero real para la gente común.
Para distribuir en serio se necesitarían ingresos fiscales mucho mayores y con tendencia sostenida al crecimiento real. Cosa que se conseguiría incorporando cientos de miles (o millones) de nuevos contribuyentes al sistema: emprendimientos comerciales y mayor capacidad contributiva individual de más personas. Cosa que presupone condiciones atractivas de ganancia legal y facilidad de negocio (generalización del business friendly), mejores que en otras partes. Condiciones cuyo primer y más importante paso consiste en frenar el obtuso impositivismo vigente. Algo tan básico como que el ingreso de muchos más sujetos pagando, compensaría con creces la rebaja de las alícuotas (o la derogación de los actuales impuestos) anti inversión. Y porque a mayor audacia en la rebaja, más capitales se orientarían hacia aquí incorporándose a la producción.
Con la aplicación de tal sentido común, la bonanza de nuestra gente tendería a ser tal que haría casi innecesaria la asistencia estatal, posibilitando así una aún menor presión tributaria. Acción que vendría a potenciar el círculo virtuoso de condiciones capitalistas para todos, inversión multiplicada y empleos bien remunerados.
Ese círculo es lo que un verdadero estadista consideraría “redistribución”. Porque coloca al empresario en la más dura competencia con sus pares y al asalariado en la posición estrella de poder armar su destino en un mercado de alta demanda laboral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario