Octubre 2011
La lógica democrática prescribe que para cambiar las cosas, primero hay que llegar al poder; para lo cual es necesario unir a una gran cantidad de gente. Y como es muy difícil nuclear una tal masa de personas que piensen exactamente igual en relación a todos los temas importantes, en la práctica la unión se articula sobre la base de pensamientos diferentes.
En un mundo cuya complejidad económico-social va en aumento y donde la conectividad informática de individuos y negocios se ramifica sin pausa en redes multidireccionales, los “temas importantes” con potencial para influir en nuestras vidas a través de resultados directos, consecuencias de rebote o efectos mariposa y dominó, son cada vez más.
El todo tiene que ver con todo es más actual hoy que nunca y decisiones “normales” de gobierno en lo educativo, judicial, policial, comercial, cultural, mediático, asistencial y de muchas otras índoles se sinergizan o bloquean a niveles (y tiempos) por lo común no previstos, en una cadena de interacciones dinámicas de muy difícil -por no decir imposible- control.
Precisamente, la política es el “arte” de consensuar entre unos pocos, los distintos puntos de vista y acciones de millones sobre una enorme variedad de cosas. Arte ciertamente arcaico a más de presuntuoso, en plena era de la información.
Si esto ya es reprobable por el forzamiento a la aceptación que implica sobre una gran cantidad de intereses y convicciones minoritarias o personales, más lo es sabiendo que en la política real, los consensos que validan estos embretamientos resultan en verdad en “soluciones híbridas” de efecto no sólo incierto sino diluido, siendo que los pensamientos diferentes tienden a anularse mutuamente.
Y es aún reprobable a escala aumentada porque esas pocas personas que llegan a las cimas políticas y al poder de decisión, surgen de una despiadada “selección natural”, donde los valores que definen el ascenso son la hipocresía, la deshonestidad, la ambición de riqueza y honores, la inescrupulosidad y la lealtad mafiosa.
Todos sabemos estas cosas; que nos importen o no, es ya una cuestión moral: estamos gobernados por individuos sumamente peligrosos, muy proclives a golpear para obtener el oro y porque, como se sabe, la “regla de oro” dice que quien tiene el oro pone las reglas.
La solución evolucionada a este dilema de ineficacias y disconformidades no es, desde luego, el camino totalitario que conduce al pensamiento único sino su exacto opuesto: la tendencia al absoluto respeto sobre el derecho humano de libre albedrío individual. Hacia las formas de pensar y las decisiones diversificadas, incomparablemente más enriquecedoras.
Es la ética de la sacralidad cívica del ser humano como sujeto único, valioso e inviolentable en íntima correspondencia con la responsabilidad personal sobre las decisiones que adopte. Tenga la fortuna o educación que tenga y sea de la clase laboral o etnia que sea, entendiendo que la minoría más pequeña es la de una sola persona. Y que una sociedad de irresponsables, como la que nuestro “modelo” promueve con fuerza, tiene su evolución bloqueada a la altura de la era del simio golpeador.
Sólo cuando la parte no corrupta de nuestra sociedad asuma como correctos estos altos ideales, podrá visualizar con claridad hacia dónde quiere ir. Y a partir de allí, educar a sus hijos en consecuencia, opinar públicamente en consecuencia, apoyar u oponerse a causas sociales en consecuencia o votar (o no votar) en consecuencia. Aún sabiendo que lo correcto y lo políticamente factible sean cosas diferentes.
No es la democracia populista no-republicana la que pondrá en vigencia esta clase de ética avanzada. Ni siquiera la democracia más prolija y respetuosa de los países relativamente desarrollados. Será la democracia directa de las elecciones diarias. Será el voto cotidiano de la gente decidiendo individualmente y varias veces cada 24 horas sobre los asuntos importantes.
Tanto como lo sería que cada mayor de edad tuviese una pequeña botonera celular con visor, para votar electrónicamente aceptando o rechazando cada mínima acción y ley de gobierno que pudiera llegar a afectarlo. Utopía imposible para la atrasada democracia “delegativa” que todavía sufrimos. Pero cosa de todos los días para ese ordenamiento social voluntario denominado el mercado. Porque la decisión de comprar algo de determinada marca o abstenerse de hacerlo es votar a favor o en contra de toda la cadena de valor productiva y comercial de esa marca. Porque la decisión de ver un programa de televisión, escuchar una radio o comprar un diario es votar a favor o en contra de que sus respectivas cadenas de valor se enriquezcan, vegeten o se fundan.
Porque un grupo humano con menos -o ningún- desangre estatal, que se permita fuertes aumentos de ingresos para quienes deseen trabajar, abre también la posibilidad de votar a favor o en contra de un cierto colegio privado para sus hijos, de una cierta agencia de seguridad privada que los proteja en coordinación con una aseguradora que los cubra en situaciones hoy no cubiertas , de una cierta prepaga médica o de un cierto sistema jubilatorio privado o cooperativo que les brinde tranquilidad y satisfacción.
Si esa gente de ingreso aumentado pudiese optar para pagar un servicio o una obra (pública versus privada, desde justicia competitiva por mediación a autopistas y trenes bala pasando por ONGs solidarias), se decidiría por la de mejor relación precio-beneficio. El Estado como usurpador de decisiones tendría entonces sus días contados.
Es la forma inteligente de hacer que pensamientos diferentes no se anulen mutuamente sino que se potencien, armonizando millones de decisiones individuales a través de la propia interacción comercial, laboral y social en grandes redes de contratos y acuerdos libres de mutua conveniencia.
Porque tender a una sociedad libre podrá ser muy cruel con los empresarios, sometidos a durísima competencia, pero es el mejor creador de riqueza para las clases menos favorecidas por la enormidad de oportunidades que crea.
No debería ser necesario llegar al comando de un poder central para cambiar las cosas. Ni reunir una gran masa de personas, coaccionando sus preferencias en efecto-embudo para sostener la ficción de que piensan igual.
Sólo los delincuentes y el Estado usan la fuerza para conseguir su dinero. El resto de la sociedad se conduce -desde siempre- con acuerdos voluntarios y cooperativos o de mercado.
Por eso la inteligentzia que mejor representa a los pobres y oprimidos es la que ilumina estas mentiras de doble moral, haciendo ver que lo que es reprobable y perjudicial a nivel personal (amenazar a gente pacífica, obligar a obedecer reglas arbitrarias o quitar algo por la fuerza a su legítimo dueño) es también reprobable y perjudicial a nivel gubernamental. Y que la democracia total (elecciones diarias y libres en todos los campos de la acción humana) es mucho más ética y constructiva que la actual democracia limitada, cavernaria y vil dictadura de la mayoría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario