Diciembre
2012
Un
gran pensador francés del siglo XX, ya fallecido, constató cierta vez que en el
seno de una multitud, una creencia se extiende no por persuasión sino por
contagio. Y que un grupo humano se transforma en multitud manipulable cuando se
vuelve sensible al carisma y no a la competencia, a la imagen y no a la idea, a
la afirmación y no a la prueba, a la repetición y no a la argumentación, a la
sugestión y no al razonamiento.
La
democracia modelo siglo XXI se apoya no en los individuos (que la anteceden y que le dan justificación en
la tarea de protegerlos) sino en este
tipo de multitudes, capaces de torcer el resultado de una elección.
¿Cuántos
votantes argentinos, acaso, son conscientes de que en el curso de los últimos
años, igual que durante toda la historia y en todas partes, las injusticias sociales preexistentes se
redujeron en las sociedades más capitalistas y se profundizaron -o tornaron
resignada costumbre- en sitios más socialistas?
Entendiendo
a la justicia social como la posibilidad real
de crecimiento personal, de ingreso y consumo para los grupos familiares más
necesitados. Vale decir de acceso
efectivo (y sustentable) a un bienestar de clase media, apalancado en las
mejores tecnologías empresarias disponibles (común denominador de economías con
fuerte creación de riqueza).
La
nómina de las naciones con mayor ingreso por habitante está encabezada,
precisamente, por las más libres y respetuosas del derecho ajeno a decidir. Por
las de economías más “permisivas”. Vale decir, allí donde funciona con mayor
plenitud y en mayor cantidad de sentidos, el capitalismo liberal.
La
experiencia universal en la materia, por otra parte, está graficada desde hace más
de 200 años en un par de coordenadas simples donde puede verse cómo, a medida
que aumenta el nivel impositivo y de intervención internándonos en el
socialismo, disminuye el grado de justicia social real ofrecida a la población y cómo a medida que se reduce la carga
tributaria y regulatoria acercándonos al capitalismo, crece el guarismo de justicia
social efectiva a disposición de los
más pobres.
Guiada
por su -elegida- oligarquía, nuestra sociedad transita las injusticias sociales
dentro de este esquema, procurando desesperadamente adulterarlo en su provecho
(desde que en los años ’40 Juan Perón y Eva Duarte así lo dispusieran) mas sin poder jamás sustraerse a él, ni
escapar al contragolpe correspondiente a cada medida socializante.
Hemos
estado siguiendo una “doctrina” que, al no ser más que un compendio de vacías
estupideces, sólo devolvió a la Argentina al atraso económico, a la miseria y a
la noche feudal de los caudillismos. Porque
el hambre resultante fue y es, en verdad, para los líderes redistribucionistas el
capital más precioso.
A
esta altura, la doctrina (hoy, el “modelo”) de reducir más y más los derechos
personales de la gente y en especial su derecho constitucional a la búsqueda de
la propia felicidad -o progreso- sin dañar al prójimo, suma en la línea del
tiempo a varias generaciones de argentinos sobreviviendo con lo mínimo.
Decenas
de millones de compatriotas a quienes se
privó de las herramientas que necesitaban para construirse una buena vida y
un buen legado, para acabar con la injusticia social de sus pobrezas y
desesperanzas. Algo verdaderamente criminal,
causante de incontables sufrimientos y muertes inútiles a lo largo de decenas
de años, que será un día considerado… nuestro propio holocausto.
Claro
que para sostener el consenso electoral necesario que permita a esta oligarquía política, sindical y
cortesano-empresaria seguir gozando de las comodidades -de tan bestial modo-
habidas, es menester mantener la mayor ignorancia posible sobre el historial de
sus resultados pasados, facilitando así los mayores engaños posibles en el
presente. Es, con precisión quirúrgica, a lo que se dedican. Cualquier
rudimentario oportunismo servirá entonces de “pensamiento” para millones, confirmando
uno de los dones más distintivos del homo
sapiens: la capacidad de ver lo que no existe para así no ver lo que
existe. En particular, en el área de la justicia social.
No
es realista, sin embargo, pretender que el actual voto “de izquierdas” abandone
por el razonamiento, convicciones a las cuales no fue llevado por la razón,
habida cuenta de que el socialismo tiene visos de ser uno de esos sentimientos-mito a los que el fracaso,
por más reiterado y cruel que sea, rara vez refuta.
Tal
vez porque desde hace mucho vivimos en una sociedad donde el miedo de los más vulnerables (derivado
hoy en un tipo de terror cotidiano y generalizado), no es fácil de auto-visualizar
y por ende, de neutralizar, desmitificar ni revertir.
Es
más: muchas veces los izquierdistas arrepentidos,
por insuficiente reflexión sólo llegan a serlo a medias. Y acaban solidificando
un ácido resentimiento contra quienes se abstuvieron de compartir sus errores,
en lugar de aplicarlo “terapéuticamente” contra los que se los hicieron
cometer.
Tal
vez sea tiempo, entonces, de usar las mismas armas de la oligarquía corrupta,
enemiga de la gente, contra la propia oligarquía. Armas de acción psicológica
efectiva como la descripta por aquel pensador francés en el primer párrafo de
esta nota.
¿Existirá
entre nuestras reservas morales de políticos, periodistas y empresarios, gente
con las agallas como para llevar esto a la práctica? Las injusticias sociales
que se perpetran en nuestra ex república, son ya grandes males. Males que sin duda están justificando el uso de
grandes remedios.
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