Enero
2013
Según
concluyó -hace ya un siglo- el admirado intelectual y revolucionario socialista
Jan Waclav Makhaïski (1866-1926), “el
socialismo es, finalmente, un régimen social basado en la explotación de los
obreros por los intelectuales y profesionales”.
Los
intelectuales y políticos profesionales adherentes en diverso grado a planteos
socialistas, constituyen hoy y aquí una amplia mayoría. Cuya mayor parte, a su
vez, recibe de manera directa o indirecta, por derecha o por izquierda,
prebendas desde el Estado. Obteniendo así comodidades, honores y dineros
originados en la explotación que éste
ejerce sobre el sector trabajador a través de fuertes impuestos como el inflacionario
o el IVA, entre otros métodos de expropiación y reducción a la servidumbre.
Pocos
son los políticos e intelectuales que se declaran partidarios de acabar con la
trata de obreros. De una sociedad propiciadora de grandes fortunas honestas en lo individual y de consecuente proliferación
de clases medias en lo general. De una amplia libertad de comercio con
impuestos en franca disminución. Impulsores de una población más responsable, culta y en consecuencia, menos permeable
al imbecilismo económico.
Por
el contrario, el consenso populista en que se basa la explotación del hombre
por el hombre es que la cultura, más que un medio de conocimiento, es un medio
de gobierno: de conformismo, de rechazo a lo diferente, de propaganda y…doma de
obreros.
Un
consenso que une a la mayoría de los referentes políticos de la Argentina, haciendo
coincidir al peronismo kirchnerista (o sciolista*), con la Unión Cívica Radical,
el Socialismo o el Proyecto Sur entre otros. Es clara para todos ellos la
necesidad de que la sociedad sea “modelada” culturalmente por el Estado dentro
de un esquema igualitario -en el sentido económicamente rasador del término- y
que ese sentimiento envidioso, ladrón, sea inculcado en el corazón de todos sus
niños. Porque una multitud pobre, frenada y uniforme ofrece condiciones ideales
a su servidumbre.
Por
eso los intelectuales y profesionales de izquierda, en relación directa al
grado que revista su anti-capitalismo,
odian la diversidad. Por eso detestan el cuestionamiento innovador, la
libertad de pensamiento que acarrearía la riqueza creciente de muchos y sobre
todo, la pluralidad mediática que los desenmascara.
La
enriquecida oligarquía gobernante progre
sabe que la eventual elevación de las clases más bajas (un anhelo natural,
ancestral, que no necesita ser “modelado” para imponerse), dispararía una bala
de plata contra el corazón de su sistema esclavista. Quedarían sitiados en la Bastilla, con la
guillotina aguardándolos en la plaza.
Saben
que la naturaleza humana con su afán
innato de originalidad creativa y bienestar familiar, trabaja contra ellos. Que la tecnología participativa de redes
fluyendo imparable a través de la Internet, trabaja contra ellos. Que el mismo
reloj de la Historia trabaja contra ellos, odiadores de un liberalismo que les
impide reducir por completo al prójimo a un estado zombie de tributación
dirigida, eternos pagadores de platos rotos y corrupción ajena.
El
concepto de que “debemos” pagar sus impuestos y que hacerlo es “contribuir a
crecer” es completamente falso. Esta exacción no consentida, este verdadero tributo al amo es la llave maestra del
poder dictatorial ejercido sobre tantos, por unos pocos oligarcas.
¿Por
qué una integrante de esa casta parásita, la Sra. Alicia Kirchner, ministro de
desarrollo social, manejaría mejor el dinero de las retenciones al campo en la
parte que le toca al veterano productor agropecuario José Buenudo, que el
propio Sr. Buenudo?
La
Sra. ministro transferiría ese dinero a la (nueva rica) Sra. de Bonafini, por
ejemplo, contribuyendo con su semillero de terroristas económicos de la
Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, o en todo caso con alguno de sus
escandalosos “planes” clientelares de viviendas co-administrados en su momento
por el Sr. Shoklender.
El
Sr. Buenudo, en cambio, lo gastaría en su pueblo. Pagando a los albañiles que
arreglarían su galpón, al gomero que proveería de neumáticos nuevos a su
tractor, al vendedor de alambre y postes o al supermercado local que surte a su
personal.
Probablemente
también daría más trabajo a obreros de una fábrica argentina, abonando el
anticipo de una camioneta nueva. O pagando con ventaja y por adelantado parte del
fertilizante y del alimento balanceado de su próxima campaña.
¿Cuál
de ambos manejaría mejor, en definitiva, esa -discriminatoria- “retención” al
trabajo del productor, con más provecho social, con mayor honestidad y
eficiencia? La respuesta es obvia.
Multipliquemos
este pequeño ejemplo por 40 millones de casos (incluyendo ahora a los obreros
explotados, descriptos por J. W.
Makhaïski). Volvamos a multiplicar el resultado por la gran cantidad de
impuestos, descarados u ocultos, con que se nos grava. Y multipliquemos luego
la dosis de libertad de elección de
esos 40 millones, no sólo para el sabor de su yogurt sino para cada aspecto y
necesidad de sus vidas incluyendo seguridad, salud, educación, legislación,
justicia, solidaridad o infraestructura.
Empezaremos
entonces a comprender la tremenda fuerza potencial de los conceptos libertarios
de rebelión, riqueza y poder popular.
En
nuestro hoy “redistribucionista”, el campo y el pueblo del Sr. Buenudo
languidecen. Sus jóvenes emigran o se encaminan hacia la municipalidad para que
les asignen un empleo público.
Eso
sí: los clientelismos corruptos de explotadores como Luis D’Elía, Hebe de Bonafini,
Milagro Sala, Fernando Esteche, Jorge Capitanich, Alicia Kirchner y cientos
más… florecen.
(*) Versión igual de
mafiosa y fiscalista pero más letal, porque se expresa sin insultos personales
entre sonrisas engañosas y en voz muy baja.
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