Enero
2013
La
presidente y su entorno desearían democratizar la Justicia (vale decir, jueces sometidos
a elección popular) así como la parte dogmática de nuestra Constitución
(propiedad privada sometida a elección popular), como parte de un raid
refundador que atenúe todo control republicano o freno institucional a la voluntad directa del pueblo.
Convengamos,
de cualquier modo, que la tendencia en un futuro no lejano apunta hacia algún
tipo híbrido de democracia directa. De consultas individuales con aplicaciones
cotidianas y personalizadas, a caballo de avances tecnológicos que acabarán
conectando en red interactiva y en tiempo real a todos los ciudadanos. Y a
estos con el resto de la ciudadanía global en un intercambio de informaciones,
opiniones, coordinación espontánea y soluciones innovadoras que chocarán de
frente con los viejos clichés del clientelismo soberano.
Algo
que bien podría constituir el paso previo al principio del fin de los rapaces
Estados nacionales territoriales, tal como los conocemos desde el -tampoco tan
lejano- siglo XVIII.
El
fundamento de la Sra. presidente, digno de ser considerado, sería evitar que
los habitantes de este suelo permanezcan esclavos de sistemas, modos, valores o
tradiciones que -en lo personal- no hayan elegido ni avalen. Para que no haya
más sometidos contra su voluntad, forzados a aceptar y financiar lo que otro
decidió por ellos.
Porque
si, como afirma el gobierno, la gente quiere cambiar las reglas, subvertir lo
establecido y decidir por sí misma sobre qué le conviene y qué no ¿quiénes son
la Constitución o la Justicia para impedírselo? ¿Quién es nadie, en realidad, para impedirlo violentando el libre albedrío de
sus semejantes? ¡Adelante! ¡Cirugía democrática hasta el hueso para todo, todos y todas! Un ciudadano, un
voto; con decisión soberana individual
y posterior respeto absoluto de su empleada pública número uno. Punto.
Situación
teórica que implicaría la existencia de millones de ciudadanos destituyentes del “Contrato
Social” argentino (es decir, aquello que ha impedido hasta ahora la secesión de
las partes), sintetizado en los férreos derechos de propiedad y libertad de
industria garantizados por la Constitución de 1853, hoy bajo ataque.
Rescisión
de contrato donde el primer punto de “democracia a fondo” a considerar habrá de
ser, obviamente, consultar a cada uno acerca de si desea o no desea pagar este
o aquel impuesto. O en su forma más sencilla, despenalizando la evasión
impositiva para que cada quien elija
democráticamente si prefiere tributar al Estado lo que en cada caso le
toca, o prefiere destinar esas sumas al pago voluntario de los servicios cooperativos,
privados o de ONG’s solidarias sustitutivos (algo que la tecnología informática
disponible hace hoy más que posible).
En
la inteligencia de que la demanda de tales prestaciones por vías no estatales
conllevaría una explosión de ofertas competitivas, estimularía la creatividad
nacional, multiplicaría la inversión, el empleo y los niveles salariales aportando riqueza social a una escala que,
desde de la caverna paleo-económica en que nos hallamos, no puede hoy siquiera
imaginarse.
Derivaciones
todas de un razonamiento presidencial ciertamente interesante, prima facie evolucionado, de alta
civilidad, y tolerancia por la libertad de opciones.
Incluida
la opción de desligarse parcial o totalmente del monopolio estatal.
Resulta
interesante notar que tal procedimiento libertario sería, ni más ni menos, la aceptación
a última instancia de una realidad que trasciende los deseos patrióticos y el
color de las ideologías con las que cada argentino elige ver aquello que lo
rodea.
Sería
asumir la evidencia histórica de que siempre fuimos (y seguimos siendo) una
sociedad rebelde y dividida en multitud de facciones irreconciliables,
irreductibles en sus visiones de lo que es mejor para todos y para cada uno. Un
grupo humano habituado a obligar por votos o botas, a palos o bajo amenaza a
otros a aceptar ideas que les repugnan, volteando vengativamente todo lo
anterior. Y a disentir agriamente luego con cada detalle, modo, persona y
prontuario de nuestro mismo redil ideológico.
Porque
el poderoso animus dividendi de los argentinos
es algo que existió desde el principio, estallando con violencia en forma
recurrente y por distintos motivos a lo largo de toda nuestra historia. No fue
creado por este gobierno, que sólo se limitó a volver a exacerbarlo.
Siguiendo
entonces al refrán “si no puedes contra él, únetele”, tal vez lo más eficiente
sería considerar aceptar este rasgo como premisa. Como punto de partida de un
razonamiento radicalmente diferente. Tal y como podría serlo si dispusiéramos
un uso inteligente de esta fuerza natural de creatividad en lo
diverso y de rebeldía a toda imposición autoritaria, orientándola en favor del
avance y desarrollo de las personas en lugar de seguir anulándonos en
discutir qué tanto debe frenarnos -en masa-
el Estado.
El
deseo tan profundamente democratizador de nuestra presidente así como la furia
divisionista que ha caracterizado a sus mandatos y al de su marido podrían
deberse, después de todo, a la intención final de lanzar a la Argentina hacia
un nivel superior de democracia.
Un
nivel revolucionario. Subversivo de un orden estatal brutalmente injusto y
vejatorio, donde nuestra sociedad vuelva a marcar el rumbo al orbe y coseche
antes que nadie los poderosos beneficios de la libertad.
Saltar
sin escalas desde la era del simio hasta el futuro que aún no alcanzan las
sociedades más avanzadas es, también, una opción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario