Julio
2015
Tal
y como lo describió el mismísimo Karl Marx, el interés del Estado aún cuando el
gobierno que lo use empiece con las mejores intenciones de “bien común”, más
pronto que tarde acaba convirtiéndose en un propósito particular privado,
opuesto a otros propósitos privados.
Es
el forzamiento reemplazando la persuasión por conveniencias lo que no sirvió ni
sirve al efecto del tan meneado “bien común”.
Aclarando
que nos referimos al efecto de beneficio real, no al del relato de cartón
pintado, colchones y monoblocks pergeñado por nuestros populistas, cínicos jineteadores de masas embrutecidas.
Así
sucede en el mundo real ya que la gran mayoría de los “representantes”
políticos se representan primero a sí mismos. Algo natural y esperable en tanto
seres humanos laborando en condiciones de impunidad.
Se venden de una u otra forma,
con excusas ideológicas o sin ellas a representantes de otro poder o a
capitalistas “amigos” dispuestos a aprovechar (¡cómo no!) las antinaturales,
abstrusas reglas del sistema. Haciéndolo en clave de lobbies y de beneficios monetarios
compartidos con aquellos.
La
sacrosanta democracia, la “voluntad
popular” y hasta el concepto mismo de bien común giran entonces… para
mostrarnos su media faz leprosa, la que corresponde a la lucha de tribus que a
continuación se desata.
En
posición de vender favores, ellos colocan
a la sociedad en la disyuntiva de dividirse
en grupos de presión en lucha por aumentar su parte en la sustracción a una torta
que no crece, a expensas de otros grupos con menos poder circunstancial de
extorsión.
Es
el canibalismo social de quienes no atinan a estudiar ni a comprender la
relación entre la sacralidad del ser humano que no debe convertirse en
“medio” de ningún otro (porque es “fin” en sí mismo con todo lo que eso
implica) y la ingente riqueza social que se genera cuando, efectivamente, no
permitimos que el fin justifique los medios. Cuando la libertad vence a la esclavitud
y la evolución en el pensamiento económico racional se impone al dogma tribal
del atropello redistribucionista.
Demás está decirlo, la ética libertaria
bloquea la expropiación de rentas de propiedad privada y el atropello de otros
derechos individuales, neutralizando con abundantes oportunidades de progreso
la mayor parte del resentimiento social.
Por eso es la ideología más aborrecida
por las izquierdas que, tras las huellas de nazis y fascistas promueven una
densa red de reglamentaciones totalitarias para el control de precios y
salarios, de inversiones y finanzas, de exportaciones e importaciones, de
educación y seguridad. Para finalizar siempre con el intento de control del
disenso en pensamientos y palabras.
Para ese gran partidario de la libertad y de la no violencia que fue Cristo, finalmente, el fin nunca justificó los
medios, no importa cómo quiera acomodarse el relato; algo importante de
recordar a efectos de interpretar correctamente el impactante discurso del Papa
argentino en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, de hace pocos días.
Dijo Francisco I, textualmente, que el
sistema económico actual degrada y mata; que ya no lo aguantan los campesinos,
los trabajadores ni los pueblos; que debemos rechazar el nuevo colonialismo y
que también debemos luchar para superar las graves situaciones de injusticia
que sufren los excluidos, bregando por un redentor cambio de estructuras.
Resulta obvio para cada vez más mujeres
y hombres pensantes que totalitarismos
corruptos hasta la médula, como la dictadura de mayoría que padecemos en la
Argentina, degradan a los ciudadanos (previamente empobrecidos) sometiéndolos a
la cultura de la dádiva. Para no hablar de las muertes prematuras de cientos de
miles por pobreza, malnutrición, desesperanza vital, enfermedades y accidentes
evitables, debidos todos a su incompetencia criminal.
Un sistema vil que, está a la vista, ya
no aguantan campesinos ahogados bajo el yugo de impuestos confiscatorios,
trabajadores desempleados o estatales con sueldos miserables ni pueblos enteros
del interior que languidecen al ritmo de la destrucción de sus economías
regionales a manos de políticas cambiarias y financieras forzadoras… que hace
ya 70 años, se revelaron obsoletas por contraproducentes. Por ser generadoras
de las enormes villas miseria que hoy rodean a todas las ciudades del país.
Sin duda debemos rechazar el nuevo colonialismo
económico de un Estado cada vez más pesado, omnipresente y mentiroso; más
paternalista y anulador de emprendedores, creativos, honestas y honestos que
pretendan elevar a sus familias trabajando. Paternalista de un padre borracho y
golpeador, claro, no de uno que promueva libertades en pos de la madurez
responsable de sus hijos.
Por eso coincidimos con Francisco en
que todos debemos luchar para superar “las graves situaciones de injusticia que
sufren los excluidos”. Teniendo muy en claro que la exclusión es hija de la
pobreza, esa que los clientelismos y los amigos de la cultura de la dádiva (sean
laicos o religiosos) desean perpetuar para mantener su influencia y poder. Y
que de la pobreza, de la falta de techo (propiedad), de bienestar, de la
ausencia de futuro para los hijos y de autoestima no se sale con fiscalismo
coactivo y conmiseración sino con buenos empleos.
Debemos luchar hombro con hombro con la
Iglesia pero no por más empleo público sino por más seguridad jurídica y por su
consecuencia: el trabajo productivo; ese que surge del único sector que crea riqueza real, el sector privado. El de la iniciativa individual; nuestra y de
afuera, con capitales de riesgo, empresarios estimulados y mentes innovadoras.
Debemos luchar, sí, por una revolución de verdad: la revolución mental que representa reconocer
en el Estado saqueador de bienes ajenos (que justifica medios violentos con
fines engañosos), al verdadero enemigo de la moral y por carácter transitivo, de
los necesitados.
El Estado socialista supuestamente
“benefactor” es hoy la personificación práctica del mal. Es el promotor del
dolor por impotencia popular y de la impudicia gubernamental a todo nivel. De
la deuda que crece y crece, de los frenos a la producción, del quiebre de
empresas y familias, de la consecuente depredación ambiental, de todas las
guerras internacionales y desde luego del tráfico de drogas entre muchas otras
calamidades que, como bien señala nuestro Vicario, campean en derredor.
Marx mismo, un resentido redactor de
octavillas devenido “economista”, no lo
haría mejor. Es claro que casi en ningún lugar del mundo actual funciona el
capitalismo; el libre mercado, la competencia abierta, la libertad de crear,
producir y comerciar sin tapujos.
Lo que hay son lamentables “economías
mixtas” con predominio dirigista, ventajismo cortesano, trabas por doquier y
alta imposición.
Por eso y sólo por eso el dinero es hoy más que nunca el
“estiércol del Diablo” descripto por el Papa: merced a la inmunda corrupción
del estatismo dominante y a la pegajosa, putrefacta red de reglas totalitarias
que sus legisladores nos imponen bajo amenaza.
Un sistema violento y perverso a más de
estúpido, que deja poco espacio a las mujeres y hombres justos que desean usar
esa herramienta con limpieza.
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