Julio 2015
Dejar
el bienestar social en manos del Estado es dar al autoritarismo un rostro
humano. Y el autoritarismo nunca lo
tiene, mal que les pese a los social-fascistas que vienen eligiendo (para todos,
estén o no de acuerdo) a los atropelladores que nos rigen.
Contra
toda apariencia, el asistencialismo estatista que impera en los corazones de
nuestras mayorías es profundamente anti-humano: además de ser forzador con
quienes no lo eligieron, su corrupción intrínseca mata; su cerrazón económica
fabrica pobreza estable a ritmo de metralla y su fascinación impositivo-reglamentaria
recorta y deroga las garantías individuales de nuestra Constitución. Las mismas
que hasta hace 7 décadas nos habían hecho grandes entre los grandes y en meca de
los millones que desde todo el orbe y huyendo de la opresión de sus gobiernos,
quisieron progresar trabajando.
Uno
de los peores colectivistas totalitarios de todos los tiempos, Vladimir Ilich
Uliánov mejor conocido como Lenin, animaba a los suyos a conquistar y “usar la
pistola del Estado” sabedor de que el monopolio llamado Estado… no es otra cosa
que un arma. Una a usarse, claro está, en beneficio de cierta nomenklatura.
Súbitos
megamillonarios contemporáneos como Castro, Chávez, Kirchner, Putin, Amín, Ortega,
Marcos, Kim Il Sung y otros han seguido esa directriz y han usado sin
escrúpulos el arma estatal.
Una
máquina bien aceitada y potencialmente letal, capaz de impedir la movilidad
social, pervertir a la gente sencilla por medio del clientelismo y la des-educación,
destruir ahorros, ideas o acciones productivas y desplumar a todos por igual en
una escala… bíblica.
Un
ingenio artillado –y esto es muy importante- iniciador de agresiones contra
los mansos que nunca, jamás podrá tener rostro humano. Mal que les pese a los
que se benefician con su violencia autoritaria: “capitalistas” amigos, religiosos
empantanados en la cultura de la dádiva, funcionarios traficantes de favores y
la legión de inútiles, acomodados, esbirros, viciosos, vagos y malentretenidos (o
simples idiotas útiles) que se creen con derecho a vivir sine die del sacrificio del prójimo; de la postergación de sus
planes.
Nunca
un ser humano con rostro real, un ciudadano privado, sea un desalmado millonario capitalista o un diabólico presidente de empresa multinacional,
podría hacer semejante daño, ni aunque se lo propusiera como objetivo de vida.
Entre otros motivos porque su afán de ganancias, si existiese competencia real no bloqueada por el Estado, quedaría
inmediatamente limitado por el interés público; por el bien común reflejado en
la decisión voluntaria de todos los consumidores de su producto, sea cual
fuere.
Los
malos capitalistas amigos existen porque el gobierno los protege a fin de que
sus negocios, siempre dañinos para la
mayoría, se ensamblen en sus proyectos de poder y riqueza malhabida. Son
lacras sociales que no podrían medrar sin el intervencionismo interesado del
Estado. Gente que no debe su fortuna a sus habilidades productivas sino a la
legislación “protectora” promovida desde algún oscuro lobby y asegurada luego por
funcionarios matones.
Aunque
parezca increíble, este sistema autoritario creador de una élite inmoral y
oligárquica, promotor de negociados y nutrido de la competencia política entre
los peores (los más aptos para sobresalir en ese mundo de tiburones parásitos),
es el destinatario de nuestras esperanzas de “bienestar social”.
Por
caso, hay una enorme cantidad de gente, supuesta ciudadanía pensante, que ve
como “logros a preservar” a cosas tales como la asignación estatal por hijo y
por embarazo o los planes de ayuda social a un sinnúmero de argentinos
empobrecidos.
Ciertamente
no son ningún logro ni hay que preservarlos. Sólo son el resultado de enormes
errores de política económica y deben ser desmantelados junto con sus causales
tan rápido como sea posible. Haber empobrecido sin necesidad a tantos
compatriotas (y con ellos al país) es parte del rostro inhumano del estatismo.
De lo autoritario como sistema.
Dar
un rostro humano al bienestar de los argentinos implica quitar gradual pero
implacablemente dicha responsabilidad a nuestros gobiernos, para que no sigan
empeorando las cosas. Para que dejen de frenar y hostigar a quienes podrían
revertirlas.
Implica
empezar a trasladar esa tarea a la solidaridad privada, a la de instituciones
religiosas y organizaciones no gubernamentales, carentes todas de intereses
clientelares. Centradas, en cambio, en la capacitación, en la pronta inserción
laboral y en la recuperación de las dignidades y autoestimas perdidas.
E
implica liberar la potencialidad productiva de nuestros empresarios, de
nuestros emprendedores y creativos, de nuestros técnicos, educadores y
capitalistas, sacándoles la bota de encima.
Los
subsidios que degradan a millones de necesitados podrían desaparecer al mismo
ritmo en que la actividad privada ponga dinero en los bolsillos de la gente con
más inversiones, negocios y empleos genuinos. Un ritmo que dependerá del grado
de libertad que el pueblo decida darse a sí mismo, “dándose permiso” para
hacer, crecer y enriquecerse en conjunto aunque… “tolerando” asimetrías
inevitables: combatiendo la envidia igualitaria que todo lo pudre.
A
mayor grado de libertad de acción y menor de saqueo impositivo, más velocidad
de avance en prosperidad y bienestar social.
Tal
es el círculo virtuoso de las sociedades ganadoras. Unidas en el orgullo de sí mismas y de su destino.
Esas
donde el rostro individual de cada ciudadano responsable, de cada madre de
familia, de cada hijo agradecido se impone por sobre el odio divisionista e
irracional de la masa vociferante.
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