Enero
2017
Hubo
una Argentina exitosa.
La
única que supimos conseguir en los 480 años de historia que median entre 1536
(primera fundación de Buenos Aires) y 2016.
Una
donde todos los indicadores, desde la tasa de industrialización, pasando por el
kilometraje comparado de vías férreas y el nivel de acreencias sobre otras
sociedades, hasta los niveles salariales de nuestros trabajadores se ubicaban
entre los mejores del ranking mundial.
Era
esa Argentina que llegaba al apogeo de su prestigio en la época del glorioso
Centenario, cuando líderes globales y testas coronadas se inclinaban con respeto
y admiración ante nuestros representantes… y frente a nuestra moneda.
Una
república donde, entre otras cosas, el renunciar al conformismo para tomar
riesgos era parte de nuestro ADN.
O
al menos lo era del ADN de los millones de inmigrantes europeos que desde 1860
bajaron de los barcos, dispuestos a trabajar duro para progresar en un país
donde el gobierno no fuera un obstáculo ni una carga, como el de los lugares de
donde provenían.
La
Argentina fue ese país del let it be del
genial John Lennon: el que dejaba ser y dejaba hacer como pocos en su tiempo. Aquel cuyos gobiernos casi no estorbaban ni
detraían ingresos reinvertibles. El que unía los mayores retos a la mejor
promesa de resultados en patrimonio y bienestar familiar.
Fueron
décadas en que sólo nos limitaron nuestros sueños y nuestra capacidad para
hacerlos realidad. El Estado y su ideología social-estatista no eran las
lápidas que hoy nos aplastan (que nos “protegen”, diría un proteccionista).
El
sentirse bien frente a desafíos o riesgos laborales y empresariales es, a esta
altura, más importante que nunca y tiene una gran incidencia en el logro del
sentimiento de realización personal de cada ciudadano. Logros que, sumados, son
los éxitos del país.
Sin
embargo, no es lo estamos enseñando a nuestros chicos: a ser disruptivos,
emprendedores… e intelectualmente honestos.
A
cuestionarse todo, en especial los dogmas políticos frenantes.
A
arriesgarse a crear algo mejor o a mejorar lo existente con mente abierta. Y a
levantarse más rápido cuando sobrevengan las caídas.
No
les estamos enseñando, sobre todo, a respetar la propiedad ajena con todo lo
que ello implica en cuanto a las convicciones y sentimientos personales para
con el estatismo fiscalista.
Vale
decir, no están aprendiendo a abortar al enano fascista que todo argentino
lleva adentro. Y a su hermana gemela, la envidia socialista que completa la
dupla que envenenó la mente de sus mayores a lo largo de tres generaciones.
Para
trocar así el paradigma de la igualdad económica por el de la igualdad ante la
ley, tal como lo prescribieran los Padres Fundadores de la Argentina exitosa. Única
forma racional y sustentable de llegar a la soñada igualdad de oportunidades,
claro.
Todavía
vamos con la manada por el camino errado. Error visible en el fracaso de todos
los países que hoy intentan acercarse (contra natura, cual modernos Sísifos;
sin haber evolucionado un ápice y en la desordenada marea de las dictaduras
plebiscitarias) al rasamiento de ingresos y beneficios por medio de altas cargas
tributarias impuestas por la fuerza. Lo que es igual a decir: atacando frontalmente
al derecho de propiedad; el que posibilita todos los demás.
“Detalle”
que debe recordarse una y otra vez para evitar la trampa de terminar creyendo
que los impuestos (aún los decididos por legisladores electos) son voluntarios
e inevitables. Supuestos falsos, como bien sabe todo libertario.
Las
sociedades que erosionan el derecho de propiedad y disposición son como el soldado
de infantería que por ineptitud se pega un tiro en el pie derecho, demorando su
avance. Y las que bloquean en sus hijos el sentimiento de responsabilidad
individual, el gusto por el riesgo inconformista en lo cultural y laboral o la
ambición de crecimiento personal y bienestar familiar, se lo descerrajan
también en el izquierdo, deteniendo por completo su marcha.
Por
otra parte, es cierto a medias como dicen algunos bienintencionados, que la
polarización de la riqueza muestra que un puñado de ricos es cada vez más rico
mientras una creciente ola de desafortunados va convirtiéndose en más pobre.
Lo
es a medias porque, aunque existe una gran desigualdad con los más ricos, la
pobreza disminuyó cuantitativamente en términos reales a nivel global en las
últimas décadas.
Mas
la causa de que esa desigualdad sea tan grande y de que la pobreza no esté
siendo reducida más rápido y con efectos mucho más contundentes, es el duro imperio
de favoritismos injustos (y sus correspondientes negociados) surgidos de la
maquinaria estatal coactiva alimentada por los votos de muchos como ellos, tras
la idea de rasar la desigualdad mediante regulaciones e impuestos (aplicados “¡a
otros!”) a ser distribuidos luego entre “los pobres”.
Aunque
en una situación de verdadera competencia se vería muy atenuada, la desigualdad
en sí no es el problema ni debería preocupar a nadie que no esté carcomido por
la envidia. Sí la pobreza y lo lento de su erradicación.
Se
ve en todas partes aunque con especial didactismo en el caso argentino, cómo
este sistema de solidaridad forzada -siempre creciente por propia dinámica-
condujo a lo largo de los últimos setenta años al brete en el que nos hallamos.
Con
un tercio de la población entre la carencia y la miseria, con alta corrupción,
emisión (impuesto inflacionario) y deuda (impuesto a nuestros hijos), con un 50
% del empleo en negro (impuesto de precarización clientelar) y con más de la
mitad de la ciudadanía dependiendo para su supervivencia de un “trabajo” o limosna
del Estado.
O
sea, dependiendo de la decreciente fracción privada que trabaja, produce y
aporta bajo protesto para sostener este dislate.
Lo
que hasta ayer parecía fuera de toda duda e ideológicamente irrefutable para
los defensores del Gran Estado Mamá, hoy tambalea.
Hubo
una Argentina exitosa, donde sus ciudadanos sólo pedían a los 3 poderes del Estado que los dejara ser y los dejara hacer. Que
se abstuviesen de bloquear o hundir sus iniciativas con estatutos
discriminantes, con tributos sin fin o con dirigismos económicos y legales
plenos de soberbia intervencionista.
Y
hubo gobiernos exitosos que así lo hicieron. Siendo austeros y absteniéndose de
obstruir; quitándose de en medio. Dejando de desconfiar de la gente que los
bancaba. Y de vender su honra y su alma, como Judas, por 30 monedas de plata.
La
moraleja conducente es la de que el camino al éxito nacional no es el de la
afirmación de nuevos liderazgos políticos fuertes sino el que lleva con premura
hacia la consolidación de una ciudadanía
cada vez más libre y responsable, que decida por sí qué destino dar al producto
de su esfuerzo. Incluido el destino caritativo, tan necesario en este
enésimo naufragio peronista.
Porque
esa fue, es y será la fórmula mágica del desarrollo social. Un desarrollo que
hace a la solidaridad casi innecesaria.
Para
dar inicio al círculo virtuoso del crecimiento, para generar la imprescindible
confianza interna y externa que atraiga inversiones productivas y sociales a
gran escala, el gobierno de Cambiemos debería explicar claramente hacia dónde
vamos, cómo, en qué plazos y porqué.
Iluminando
el camino y brindando certezas con convicción. Elevando la mirada ciudadana más
allá del derrotero de salida del fangal social-fascista y de nuestro lamentable
Estado Mamá, tan contrario a la cultura del trabajo.
Porque
las expectativas generan esperanza y una esperanza realista genera tendencias
contagiosas. Y eso es lo que importa: ponerse en marcha haciendo circular al
capital ya que dando incentivos que acicateen la sana ambición de la gente,
volvería a manifestarse aquel ADN laborioso, optimista, audaz; aquella certeza
de que el futuro está en nuestra Argentina y no afuera.
De
este modo la rueda, hoy detenida, tornaría a girar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario