Junio
2017
John
Locke (médico y filósofo inglés, 1632-1704) dejó asentado de una vez y para
siempre que el principio fundante de la libertad es el derecho individual a la búsqueda de la
felicidad.
Principio
luego incorporado a la Constitución de los Estados Unidos la cual, junto a la
reintroducción del sistema democrático tras casi 2.100 años de intervalo, trató
de asegurar para sus ciudadanos por vez primera los derechos a la vida, a la
libertad, a la propiedad y a la búsqueda de la felicidad.
Nuestra
Carta Magna, que reconoce como muchas otras su inspiración en la
norteamericana, asienta su letra y espíritu en la libertad y en su mencionado
principio fundante.
Argentina
progresó espectacularmente durante 8 décadas, hasta casi mediados de la pasada
centuria, tras la aplicación práctica de los principios económicos derivados de
la protección al derecho de propiedad que marca la Constitución.
El
implícito derecho a la búsqueda de la felicidad empero, si bien muy mejorado
durante ese período, no encontró idéntico nivel de concreción práctica ya que
en los hechos la economía y la política estuvieron regidas por una cerrada élite
de terratenientes y aristócratas ilustrados.
Eso
cambió a partir de los años ’40 del siglo XX, cuando el poder estatal decidió
apartarse de la Constitución por el peor de los caminos: abandonando la protección
al derecho de propiedad.
Acabó así con la seguridad jurídica que a su
amparo había propiciado nuestra elevación económica y educativa.
El
resultado de esta decisión popular tan poco perspicaz fue, desde luego, la
decadencia económica y educativa pero también un mal cambio de guardia en la
élite dominante, que pasó a manos de funcionarios de escasa calificación
mayormente corruptos y a empresarios prebendarios poco competitivos, pero con
gran poder de lobby. Poder que usaron para extorsionar a los sucesivos
gobiernos canjeando contratos públicos ventajosos y protección arancelaria
permanente, por empleo industrial clientelizable más o menos masivo.
Un
negocio que engordaba a ambas partes (bastante bien representadas hoy día por
el tándem opositor Massa - de Mendiguren) pero que no podía sino llevarnos a
multiplicar por 100 el tamaño del Estado y a dividir por igual guarismo la
competitividad global de nuestra economía.
Situación
que poco o nada ayudó en la genuina búsqueda individual de felicidad por parte
de la mayoría de los ciudadanos.
Sin
embargo, a casi -otros- ochenta años vista, puede que estemos montados sobre la
bisagra de un nuevo cambio de guardia en la élite rectora. Porque quienes
tienen las cartas ganadoras para este siglo tecnológico son quienes poseen el
conocimiento y las ideas. Que no son precisamente los políticos tradicionales
ni los pseudo-empresarios de “taller protegido”.
La
democracia, aún en su mejor versión, la republicana, deberá adaptarse a
tecnologías que todo lo transparentan, que todo lo aceleran y que -lo más
importante- empoderarán como nunca y en forma individual a la gente del llano.
Si
no lo hace de manera drástica, fenecerá como sistema útil.
Algo
que a los libertarios no nos quita el sueño ya que nunca caímos en el error de
elevar este sistema al nivel de culto incuestionable, cristalizado y…
sacralizado.
Esto
es así porque apoyamos el desarrollo de la sociedad civil, que es voluntaria,
en oposición a la sociedad política, que es coercitiva y promovemos las
soluciones de mercado, que son libres, en oposición al intervencionismo
dirigista, que es obligatorio.
Todo
ello en adhesión al Principio de No Agresión (que caracteriza al pensamiento
libertario) y a su correlato, la no violencia como base organizativa
innegociable para toda sociedad que quiera llamarse a sí misma civilizada.
En
línea con lo anterior, se va imponiendo en el mundo el llamado “índice de
felicidad”, más que el puro PBI, como modo de establecer un ranking de
sociedades satisfechas de sí mismas. O, dicho de otra manera, de individuos a
los que no sólo se les permite, sino que se les facilita la búsqueda y el logro
de su felicidad, obtenida por métodos honestos; no violentos.
El
índice se basa en un mix de PBI per cápita, expectativa de vida saludable, percepción
de ausencia de corrupción pública y privada, de generosidad social, de contención
familiar y de libertad para realizar las opciones de vida que se elijan.
Los
regímenes populistas, autoritarios, totalitarios y/o los resultados empíricos
de las políticas de izquierda en general a todo orden nos han hecho ver en
estos últimos cien años (de penosa, lenta evolución humana bajo su predominio)
su capacidad para poner palos en la rueda de la felicidad de la gente. De las
personas trabajadoras y de mérito. De su habilidad (restando recursos) para frenar
posibilidades de realizar sus opciones de vida.
Han
profundizado la desigualdad, generado desempleo (o empleo público, que es casi
lo mismo), empeorado estúpidamente el ecosistema y limitado las posibilidades
de educación de excelencia a gran escala. Han roto los lazos sociales con
grietas alimentadas a base de facilismo impositivo y resentimiento emocional y sobre
todo han coartado gravemente las libertades individuales atacando la
institución de propiedad privada, piedra basal de la creación de riqueza,
cultura, ciencia y bienestar general a escala adecuada.
Todas
acciones contrarias al antes mencionado decálogo de condiciones que determinan
el índice de felicidad de una sociedad.
El
relativamente escaso avance general, fue logrado a pesar de los Estados y
no por ellos. Empujado por personas que desafiaron heroicamente a las máquinas
de impedir buscando, justamente, su felicidad.
El
derecho a la búsqueda de la felicidad, concepto altamente liberal y par
inseparable de las libertades individuales sabiamente protegidas por nuestra
Constitución, es algo que nuestro gobierno y nuestra élite pensante deberán
grabar a fuego en sus respectivas hojas de ruta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario