Agosto
2017
Se
sabe, en nuestro país al menos, que cerca del 80 % de las personas están poco o
mal informadas sobre los temas de la política nacional (gobernanza, sustentabilidad
financiera, seguridad jurídica, relaciones internacionales, fiscalidad,
realidad parlamentaria etc.) y que tampoco tienen interés en saber ni entender
más sobre estos asuntos.
Muchos,
demasiados, consideran una pérdida de tiempo dedicar esfuerzo mental y práctico
a asuntos que, piensan, no podrán modificar; tiempo ya de por sí escaso en
orden a sus intereses principales: la supervivencia diaria, el eventual
progreso económico familiar y los tiempos de ocio.
Delegan
esta tarea en la corporación política, eligiendo cada tanto de entre los postulantes
a quienes mejor parezcan encarnar sus anhelos. Incluso si algunos de estos anhelos
se contraponen al bien común honestamente entendido.
Los
decepcionantes resultados prácticos de tal procedimiento, ya sea porque los
elegidos no ganan o porque aún ganando no cumplen sus expectativas, llevó a ese
mismo 80 % a un escepticismo político cuasi crónico. A desconfiar de las
instituciones, autoridades y leyes regulatorias que sus supuestos representantes
pergeñaron e impusieron, en una acumulación de matriz sedimentaria.
Incluyendo
en el descrédito a ítems tan básicos como la Justicia, la limpieza del acto
eleccionario o el manejo de los dineros obtenidos de impuestos, deuda y
emisión.
Los
expertos concluyen que nuestro ciudadano promedio es apático para lo público. Que
está desinformado y que sus elecciones políticas no están gobernadas por su
racionalidad sino mayormente por sus sentimientos: en general deseos difusos, odios,
miedos, ansiedades y emociones primarias.
Además,
hoy, tenemos más de un tercio consolidado de electores a quienes no les importa
la moralidad de sus candidatos, la sustentabilidad fiscal del país ni la suerte
de sus nietos sino sus perspectivas de consumo inmediato.
Una
situación bien definida por el periodista J. Morales Solá cuando dijo que, para
millones de argentinos hundidos en la sordidez de los conurbanos, la ética
funciona sólo entre quienes tienen aseguradas dos comidas calientes al día.
Caldo
de cultivo clientelista en estado puro, claro está, para una estrategia populista
“de manual”.
Resulta
también concluyente que la gente percibe a las ideologías tradicionales como
anquilosadas. Que perdió el respeto y desmitificó a las autoridades. Y que ve
con claridad la epidemia de corrupción gubernamental que la rodea.
Gente,
sin embargo, que a fuerza de desilusiones y carencias empieza a darse cuenta de
algunas cosas simples, como que la corrupción empobrece y mata. Como que un
empresario no podría corromperse comprando favores a un burócrata que no tuviese
favores que vender.
Y
de que una libertad (de comercio y en todo sentido) en justa competencia, fomentaría
la baja de precios y la eficiencia productiva con más y mejores salarios
sustentables… en tanto el proteccionismo que nos rige sólo ha fomentado el
privilegio, el statu quo y la creatividad para la coima.
Hablamos
de una opinión pública cuyo poder se va horizontalizando y anarquizando (en el
mejor sentido) al ritmo de la revolución informática, a pesar de la pauperización e infra-educación inducidas por el
estatismo.
Una
cuya militancia declina y donde los oradores son cada vez menos escuchados, sin
que importe la dimensión de sus aparatos partidarios ni la historia de sus
instituciones, supuestamente representativas.
En
verdad, la gente común no cree que el presidente, el parlamento o la corte la
represente. Ni que le responda.
Cree
más en lo que podría obtener de un buen empleo y del mercado libre que de la
política y sus flacas limosnas, cada día más envenenadas.
Como
el ecosistema terráqueo mismo, nuestra sociedad conforma una diversidad
tumultuosa y compleja. Contradictoria, si. Pero llena de vida; en constante
evolución y reacomodamiento.
Hecho
este análisis básico, fáctico, cabe preguntarnos si nuestra dirigencia estará
esta vez a la altura del desafío adelantándose a los hechos para guiar al
pueblo por la cornisa correcta o si, una vez más, optará por correr detrás de
un carro que se desbarranca.
Porque
coincidiendo con este tránsito generacional hacia lo personal-familiar, los
pronósticos electorales prevén para Octubre otro leve retroceso de la
irracionalidad. Un acotamiento numérico de la barbarie emocional de masas que
desde hace más de siete décadas empuja a nuestra Argentina hacia el averno.
Cabe
preguntarnos, decíamos, si percatándose del sentido en el que fluye la
corriente subterránea de la Historia, un gobierno y una oposición renovados
decidirán cambiar el objeto de nuestro creciente endeudamiento.
Haciendo
virar el mismo desde la posición de eterno bombero de un déficit público
insujetable a la posición de sustituto de una muy fuerte rebaja de impuestos y
regulaciones (laborales incluidas) que permita la transición ordenada (y
rápida) hacia una economía sana, sustentable, basada en inversiones
inteligentes.
Con
feroces aportes privados de capital de riesgo, management, capacitación,
reconversión laboral y tecnologías modelo siglo XXI.
Sería
un primer paso por la cornisa correcta. Anticipándonos, como a fines del siglo
XIX, a las sociedades “centrales”.
En
aquel entonces recibíamos a sus emigrantes emprendedores, hartos de costosos
Estados omnipresentes que abortaban su movilidad social a través de impuestos
vampirizantes y regulaciones dirigistas.
Hoy
recibiríamos a sus capitalistas, hartos de costosos Estados omnipresentes que
abortan su creatividad empresarial a través de impuestos vampirizantes y
regulaciones dirigistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario