Febrero
2019
¿Cómo
gestionar un país en el que la mitad de sus empleados en relación de
dependencia “trabajan” en el Estado? ¿Cómo hacerlo si, además, casi la mitad del
movimiento económico revista en la economía informal sin pagar impuestos ni
aportes? ¿Cómo volverlo atractivo a las inversiones productivas con leyes y
estatutos laborales cuasi fascistas? ¿Cómo tornarlo competitivo a nivel global
con una presión impositiva agobiante, de más de un tercio del PBI que para
colmo, si se computa sobre el universo de los que la pagan (la mitad que opera
en el circuito formal), sobrepasa por mucho la mitad de ese mismo producto?
Tomemos
el caso icónico de la actividad agrícola, desde hace más de 70 años exprimida
sin solución de continuidad: a Diciembre de 2015 el peronismo kirchnerista le
expropiaba la insana cifra del 94 % de la renta mientras que a Diciembre de
2018, el actual gobierno continuaba expropiándole el 66 % (dos tercios).
Renta
confiscada estúpidamente, además; al mejor estilo “perro del hortelano”,
teniendo en cuenta el desastroso resultado-argentino-global resultante de haber
destinado esos dineros (de retenciones, cambios diferenciales, superposiciones
tributarias discriminatorias, etc.) durante tantas décadas a subsidiar a otros
sectores de la economía en la esperanza de auxiliarlos (subsidiarlos) en su
“despegue”. Algo que, como era previsible, no ocurrió: el Estado “no pasó ni
dejó pasar”.
Porque,
veamos: ¿qué sucedió con el subsector agrícola cuando el Estado-perro-del-hortelano
lo dejó (en forma tan parcial como infrecuente) pasar? Tratándose de una
actividad netamente federal, “de tierra adentro”, el tal dinero alternativo de
los productores se volcó en muy alta proporción sobre los pueblos y ciudades
del interior, inyectando prosperidad visible a lo largo y ancho de sus cadenas
sociales. Arraigando a sus poblaciones.
Botones
de muestra que marcan con crueldad la diferencia con los dineros “dulces” de
industriales protegidos por aquellos subsidios, que con tanta frecuencia
terminaron en mansiones esteñas, autos importados, viajes rumbosos y cuentas en
el exterior. Cuando no en coimas y negociados de obra pública con la oligarquía
político-sindical.
¿Y
qué pasó, entretanto, con la inmensa mayoría; con la gente de a pie,
asalariados y sub-ocupados sin privilegios?
Concedamos
que, como efecto colateral, las retenciones hayan conseguido deprimir
artificialmente un tanto el precio interno de ciertos alimentos en góndola
(suposición resbalosa, si las hay), aún al costo de deprimir también a la
producción agrícola y sus cadenas de valor.
La
contracara de esta decisión política son las décadas habidas de proteccionismo
a la industria, asegurándole un mercado cautivo (la Argentina) donde vender
todo tipo de bienes a alto precio y baja calidad relativa.
Los
fabricantes nativos, cuyas empresas venían creciendo a ritmo aceptable sin
subsidios y en abierta competencia con el mundo hasta mediados de los años ’40,
ganaron en toda la línea con el cambio de reglas en tanto los integrantes del
pueblo llano, incluidos aquellos a los que la nueva industria protegida brindó
empleo, perdieron.
Sí:
fueron hundidos; se empobrecieron porque a lo largo de 3 generaciones pagaron
elevados sobreprecios por casi todo lo que necesitaron y que podrían haber
conseguido a menor valor y mayor calidad de una industria local abierta y competitiva
o, claro está, del resto del mundo.
La
sumatoria económica de tanto tiempo, tantas diferencias de valor y tantos
efectos multiplicadores perdidos nunca se calculó, que sepamos, pero confluye
sin duda en una cifra de dimensiones colosales; tan colosales como para
explicar la mayor parte de nuestros actuales estándares de miseria, ignorancia
inducida (bajeza moral) y decadencias de todo orden propias de una economía
endogámica.
Los
interrogantes iniciales de esta nota marcan nuestra actual situación y nuestros
dilemas… en ese exacto sentido.
Volvamos
entonces una vez más sobre la gran pregunta clásica: ¿cuándo se “jodió” la Argentina? y reflexionemos sin prejuicios con
la siguiente, breve comparación.
Australia
y Canadá eran países agroexportadores que luchaban por acercarse a nuestros
niveles salariales, culturales, educacionales y productivos; pero ellos no
cambiaron el paradigma después de la Segunda Guerra Mundial ni cayeron en el
error de exprimir y frenar al agro para subsidiar a su industria y a su burocracia.
Resultado:
hoy son potencias agroexportadoras e
industriales globalmente competitivas, casi sin pobreza, conflictos
intra-sociales ni desocupación, con pueblos educados y PBI enormemente
superiores al nuestro.
¿Acaso
eso nos dice algo, aparte de la vergüenza que representan estos sonoros cachetazos
(sonrisa sobradora incluida) de los angloparlantes a nuestra inteligencia y a
nuestro orgullo nacional?
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