Marzo
2019
Bien
harían el Papa Francisco I y los religiosos que adhieren a sus extrañas ideas
económicas en tener presente, en verdadero ejercicio de cristiana humildad (por
qué no decirlo), la incompatibilidad intrínseca entre las doctrinas católica y
socialista.
Es
sabido desde tiempos del mítico Adán que el pecado original causante de la
caída de la humanidad y de su consecuente expulsión del paraíso terrenal fue el
de orgullo o arrogancia, tras creer el hombre y la mujer poder ser omniscientes
como Dios.
Y
también que, según hizo notar el gran pensador austríaco Friedrich A. von Hayek
(1899 -1992, filósofo, jurista, economista y premio Nobel) el socialismo resulta
ser, contrario sensu general, la más
cabal expresión política, social y económica de aquel pecado original de
arrogancia.
Una
ideología, la socialista, poseedora de un entendible atractivo para muchísimas
personas si consideramos, desde el punto de vista católico, a la “humanidad
caída” como propensa a rebelarse contra el mandato natural (divino) de tener
que lidiar con dolor en contextos sociales… de futuros ciertamente inciertos.
Rebelión contra la propia naturaleza humana que, en busca de la certidumbre
perdida, cae en la arrogancia de creer que es posible crear -a fuerza de
instituciones coactivas- un “hombre nuevo”. Domesticado. Aplacado en su afán de
lucro y socialmente ordenado por la perfecta maquinaria de un gran Estado
omnipresente y omnisciente.
Está
claro que hoy es posible, en buena medida, controlar el futuro y aventar la
incertidumbre.
Algo
factible a través del uso de nuestras tecnologías e inteligencias. Pero no para
insistir en el imposible de controlarlo todo a través de la consabida
planificación central restrictiva y extractiva, violentadora de libre
albedríos, sino a través de una cada vez
más perfecta comprensión de la
naturaleza inmutable del ser humano, de sus afanes de ganancia y
superación, para ordenarlos sutil y contractualmente en dirección al bienestar
del mayor número. En dirección a una cada vez mayor certidumbre y tranquilidad
socioeconómica, entendidas como plataforma ideal para la movilidad de clases y
la elevación cultural.
La
vanguardia intelectual humanista representada hoy por las corrientes
libertarias de pensamiento crítico, sabe desde hace mucho que el modelo
estatista redistribuidor (como el que siempre aplicaron el peronismo, los
radicales y los militares, como el pasteurizado que también aplica, más allá de
lo que digan, el gobierno de Cambiemos, como el brutal que aplicará el
peronismo kirchnerista si logra retomar el poder este año) nunca funcionó para
bien en grado ni parte alguna, simplemente porque está imposibilitado -por ley
natural (divina, si se quiere)- de hacerlo.
De
entre el sinfín de razones fácticas y teóricas para que esto sea así, veamos tres.
1)
No es posible para el planificador central obtener (menos aún manejar) toda la
data que necesitaría en simultáneo para coordinar con eficiencia sus múltiples
órdenes. Por razones de volumen y, sobre todo, de casi infinita complejidad ya que
nuestro proceso socioeconómico real
es impulsado y modificado por las decisiones constantes de 44 millones de
individuos interactuando dinámicamente en función empresarial (en el más amplio
sentido de esta acepción).
2)
Ningún planificador ni grupo de planificadores centrales puede decidir bien,
con justicia individual objetiva, en
gestiones de implicancia económica general (incluidas sus derivaciones
colaterales con efectos cascada y mariposa), por sobre la suma de los millones
de decisiones diarias subjetivas
(porque eso es lo que son), de toda la población sometida a sus criterios.
3)
El tirano “benévolo” de turno se esforzará, en el mejor de los casos, en
conducirnos a su paraíso de certidumbres “de la cuna a la tumba” a través de un
sólido corset coactivo de leyes e instituciones. Garrote en alto, intentará que
nadie se aparte de la fila de sus dictados, so pena de terminar desbaratando el
todo. Una rigidez inevitable que colisiona con nuestra naturaleza, que es creativa
de nueva información; que es descubridora de nuevos fines y medios para hacer cosas
mejores o distintas y que conlleva una función empresarial individual innata atada
al afán de bienestar y diferenciación.
Hablamos
de información diaria no creada o peor aún, abortada, que en tanto tal no puede
ser recolectada ni transmitida a la cúpula planificadora, siempre urgida a
coordinar lo que deberemos hacer hoy y lo que debería suceder mañana. Un mañana
que se les seguirá escapando a diario; que permanecerá ignoto (estéril) y que por
tanto resultará depresor para el conjunto a mediano y largo plazo.
No
sólo por la permanente falta de datos en el vértice sino en razón de la falta
de estímulos de ganancia del sistema.
Un
sistema, el socialista, inhibidor de la innovación, del riesgo empresario, de la
llegada de capitales de exiliados fiscales de otros malos sitios y de la
audacia emprendedora y creativa de la gente.
Hablando
de hechos, no de teorías, es este pecado de arrogancia de izquierdas de creer
saberlo todo, de creer poder manipular al todo y a todos, tan popular por
desgracia, el que nos sigue llevando al desbarranque; resbalando y golpeándonos
una y cien veces en el empedrado descendente de nuestra decadencia.
Se
trata del pecado político de soberbia que conduce fatalmente (cual divino castigo,
si se quiere) al bloqueo de las posibilidades de superación de los que menos
tienen.
Y
a las más injustas e inmensas diferencias de fortuna, facilitando el mayor y
más veloz enriquecimiento de ruines y mafiosos, como es hoy tan evidente entre
exfuncionarios, sindicalistas y pseudo-empresarios argentinos.
Un
poco de cristiana humildad, por favor.
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