Septiembre
2019
Si
bien el castrismo, el sandinismo, el chavismo y el kirchnerismo son
experimentos infames y fallidos todavía conservan (especialmente en nuestro
suelo) considerable poder electoral.
Son
infames por su natural violento, ladrón y sectario, apoyado clientelarmente en
el parasitismo y en el odio de clase. Y son fallidos porque, aun habiendo
atropellado toda institución republicana que osara limitarlos, nunca lograron
crear riqueza ni alcanzar su consecuencia: bienestar general sustentable. Por
el contrario, sólo generaron retracción de inversiones y su corolario:
más pobreza.
¿Por
qué tantos millones de personas apoyan aquí este fracaso? ¿Por qué votan una y
otra vez por quienes los empobrecen, maltratan, subestiman e infantilizan?
Saben
bien que son mafiosos y falsos, que prohíjan impunidades asqueantes y que se
enriquecen cometiendo monumentales desfalcos a cara de piedra, indiferentes a
toda evidencia. Saben que violan la Constitución Nacional, que hunden a nuestra
Argentina en todos los rankings y que la asocian con dictaduras delincuentes.
Y
sin embargo los bancan, con vergüenza o sin ella, buscando su complicidad.
Tanto
el famoso síndrome de Estocolmo como el de la mujer golpeada, tomados en “modo
tribu”, aportan desde lo sociológico explicaciones plausibles. Más plausibles
aún si agregamos al cóctel 7 décadas de des-educación; es decir promoción
docente de revisionismos mendaces, mitos económicos y antivalores éticos: irresponsabilidad
social transfundida gota a gota a través de 3 generaciones desde la
“educación” pública (y no sólo a las clases media-baja y baja), potenciada por
periodistas, locutores y analistas adoctrinados en la misma escuela de graves
ignorancias conceptuales acerca de cómo funciona el círculo virtuoso de la
prosperidad.
Sumémosles
a estos votantes, en acuerdo con el
lúcido análisis del politólogo justicialista Eduardo Fidanza,
consistentes sentimientos de orfandad (falta de representación), fatalismo
(ante las mafias, los narcos y el delito callejero), recelo (desconfianza hacia
los políticos) y miedo (frente la marea de inmigrantes y la escasez de empleo).
Tendremos
así un peligroso caldo emocional de incultura, frustraciones y resentimientos.
De broncas defensivas poco racionales, en suma, con duros ánimos resilientes
detrás de los cuales se agazapa, apenas contenida, la violencia.
Violencia
que es, políticamente hablando, lo que ofrece el kirchnerismo. Por eso millones
de votantes lo avalan aun sabiendo de su natural de bandidaje prepotente.
Cediendo en el fondo como mujeres golpeadas, a la necesidad de ser contenidas
en sus miserias, de tener a alguien que se imponga a otras tribus “hablando en
su nombre” y que les demuestre cierto grado de compasión, ocupándose de sus
necesidades primarias entre las cuales no es menor la necesidad de
“pertenecer”; aun (bajados ya los lienzos de toda defensa moral) a una
asociación delincuencial. Aun a una que a mediano plazo los conduzca a un
matadero bolivariano del que ni sus nietos zafarán.
La
alternativa, creen y se justifican confusamente, sería aún peor. Porque lo
importante es el hoy, dicen; después se verá. Y si debemos marchar al matadero,
piensan y callan, que sea arrastrando a todos quienes todavía tienen algún
dinero, saciando al menos la sed de nuestro largo resentimiento. Y si es con
una dosis de revanchismo, humillación por sometimiento (o huida) y saqueo
legalizado, tanto mejor ya que son visiones que anestesian el angustiante
sentimiento de impotencia ante la propia incapacidad.
Señoras,
señores, los electorados sí pueden suicidarse; la Historia Universal avala esta
afirmación y Venezuela es un ejemplo; nunca subestimemos la estupidez humana.
Pero
sobre todo, no subestimemos la cínica maldad de los intelectuales del
populismo. Ni la abominable traición a los ideales sanmartinianos de decenas de
miles de presuntos beneficiarios de la nomenklatura estatista. Esos que, creen,
podrán lucrar dirigiendo el desguace de nuestra nación y su entrega al lumpen
en connivencia con las mafias, desde confortables oficinas con vista al río en
las narco-torres de Puerto Madero.
El
gobierno de M. Macri (que en el imaginario de propios y extraños fue de
“centro-derecha” pero en los duros hechos un perfecto ejemplo de
“centro-izquierda”), carga con la gran responsabilidad de no haber sabido o
podido desarmar la mega bomba socio-económica dejada sobre su escritorio por el
kirchnerismo a fines de 2015, ingenio que finalmente le estalló en la cara a
partir de Abril del ‘18.
El
fracaso en lograr desactivar la (a esta altura ya clásica) celada peronista de
cuentas impagas, irresponsabilidades, robos, mafia y platos rotos, tiene al
menos dos causas eminentes.
La
primera es la muy criticada actitud de no blanquear ante la sociedad con la más
extrema crudeza y desde el principio, la gravedad de la situación
socio-económica e institucional y el verdadero estado de las cuentas nacionales
que se recibían; data que hacía (hace aún) de nuestro país un ente inviable.
Pero
la segunda, no menos importante, es el haber fallado en explicar a la sociedad
con precisión y perspicacia también desde el inicio, cuál era el norte hacia
donde querían dirigirnos, cómo haríamos ese trayecto y cuánto tiempo nos
demandaría llegar. Cuál era el premio y cuál la posición concreta (para cada
sector) a la que se arribaría tras el sacrificio que habría de encararse.
Faltó
el relato que entusiasmara; el mito (todos son relatos y mitos inspiradores en
este sentido; algunos notablemente más eficaces en lo social-utilitario, como
el capitalismo y otros más perjudiciales para la gente, como el socialismo;
ninguno alcanzará jamás el ideal, por otra parte) que diera alas a la
confianza. Faltó la imagen vívida de un futuro posible que despertara, en
serio, la esperanza (¡qué palabra tan poderosa!) de una amplia mayoría
ciudadana.
Sin
motivación no hay epopeya; no hay mística; no hay la voluntad ni el temple
nacional necesario para encarar (con consenso) la áspera tarea de hacer viable
a la Argentina llevando a cabo las profundas reformas estructurales que, Macri
sabía, había que encarar. A falta de estas dos actitudes valientes por parte de
sus líderes, una sociedad confundida se colocó gradualmente a la retranca (en
lugar de dar a su gobierno la autoridad para hacer esas reformas)
impidiéndolas. Impulsando un endeudamiento creciente como única vía posible no
ya de corregir las causas de nuestra inviabilidad sino de, simplemente,
postergar la explosión. Cosa que tampoco se logró, como está visto.
Como
escuchamos hace poco, el voto argentino 2019 se va asemejando al drama de una
familia de jóvenes cuyos abuelos dilapidaron toda su fortuna en fiestas, en regalos
y en las patas de los caballos del hipódromo; a continuación sus padres los
endeudaron en bancos y financieras para seguir manteniendo el nivel de vida del
clan, incluido el de sus mayores (después de todo, abuelos y nietos gritaron
día y noche durante años pidiendo ¡flan!) y ahora esos hijos, frente a la
quiebra en ciernes, consideran imponer nuevamente a los ancianos viciosos al
mando …añorando aquel bienestar perdido.
Es
claro que los abuelos cachafaces solo están capacitados para “reventar” lo que
reste en viejas y nuevas adicciones para después, ya por completo aislados,
empobrecidos e irascibles, encarar a los gritos el reparto de bastonazos entre
su descendencia.
No
está tan claro que los padres, en cambio, sean incapaces de renegociar las
deudas que contrajeron con sus amigos banqueros y pongan a toda la familia a
estudiar y trabajar, por fin, restableciendo el orden y la esperanza.
Se
cierne la tormenta. Entre los casi seguros bastonazos y ruina final al estilo
chavista y la oportunidad de una redención, como libertarios hoy optamos por
esta última como mal menor.
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