Marzo 2023
Con
respecto a lo que podemos esperar a largo plazo de la idea de organización
social más beneficiosa, es el gobierno lo que es y será por siempre. El Estado,
un constructo accidental en la larga historia de nuestra especie, no tendrá la
misma suerte.
Importa
señalar esta diferencia si es que nos interesa definir un norte ideal a la hora
de aportar nuestro grano de arena al progreso humano. Si es que nos interesa apostar
a largo plazo por el emprendedorismo, por la sacralidad inherente a cada
individuo y por su búsqueda personal de la felicidad en el marco de una
sociedad de mutuos respetos que adopte el principio de no-agresión como norma
fundante.
En efecto, el Estado en tanto ente territorial monopólico y coercitivo nunca fue (ni es hoy) per se necesario para el mantenimiento de comportamientos civilizados.
Aunque
no haya más ciego que quien no quiere ver, lo visible en la actualidad es que
el Estado es más bien un impedimento para el sano orden social. Un freno
burocrático (y muy costoso) para mejoras comunitarias más creativas y veloces;
sin tanta cortapisa autoritaria discriminante.
Visión que demanda el esfuerzo consciente de superar el cúmulo doctrinal inculcado en nuestras cabezas desde niños por la educación estatal y privada de currícula obligatoria favorable, entre otras graves falsedades conceptuales, a que se considere a su burocracia como “monopolio natural” e insustituible en toda mediación.
Así las cosas, cualquiera puede ver que los esforzados emprendedores que logran triunfar económicamente, generan trabajo y promueven así el bienestar de otros, lo hacen 9 de cada 10 veces… a pesar del Estado. Y que son solo una fracción de los que hubieran triunfado en actividades constitucionalmente lícitas de no mediar un engorroso listado de impedimentos estatales “legales”.
Lo estatal, el poder político como contraposición (por carga económica parasitaria) al poder social que genera la renta, no es en modo alguno el formato definitivo de organización social para la solución de problemas.
No
tuvo en el pasado la nociva preponderancia que tiene hoy y sin duda será
sucedido a largo plazo por ordenaciones de convivencia distintas a las
actuales. Más libres de mitos y temores interesados; más racionales y poderosas
en el logro de un más efectivo bien común.
Ni
siquiera la democracia, ni aún la republicana, es el Fin de la Historia en el
humano camino hacia la no-violencia y sus sistemas de facilitación para el modo
de autogobierno que mejor aporte a la búsqueda individual de la felicidad,
respetando igual derecho del prójimo.
La verdad se va abriendo paso entre la intelectualidad contemporánea (al menos la honesta) que empieza a tomar nota de que el Estado, a fin de cuentas, es el Gran Corruptor.
Lo es
con un modelo des-civilizador que ha ido
trocando las preferencias temporales de la gente desde las de largo plazo
(ahorro, inversión y sacrificio del ahora en aras de un futuro mejor) a las de corto,
de “pájaro en mano”, con la enormidad de consecuencias en cadena que ello
acarrea.
La
afectación de los derechos de propiedad y disposición que el Estado propicia en
aras de solventar su creciente estructura (tributos y reglamentaciones
coactivas que sustraen renta ciudadana) asegura una disminución de bienes
futuros, entendidos como potenciales no logrados de inversiones privadas socialmente
más eficientes no realizadas. Los ciudadanos (el mercado) tienden así a
reorientar sus menguantes aportes hacia el corto plazo, afianzando el proceso
des-civilizador.
Reorientaciones
que, además, son menos eficaces (incluso perjudiciales) en función de la grave distorsión
de precios relativos que provoca el intervencionismo estatal.
Por otra parte, intra-Estado, el mismo efecto tóxico se verifica en el propio sistema democrático que propende a la renovación cada cuatro años de los funcionarios políticos (que se saben administradores mas no dueños de los dineros sustraídos de la renta privada) impulsándolos a gastar (o robar) ya, por sobre el ideal del estadista de gobernar para el país que vendrá, dado que los resultados de los gastos de largo plazo no resultarán visibles en la siguiente elección.
Esto nunca podría ocurrir en un sistema de formato libertario cuyo norte estaría en implementar un sistema de fortísimo incentivo inversor, creador serial de riqueza, oportunidades y bienestar generalizados (capitalismo), en lugar de estarlo en la riqueza y el bienestar de los profesionales de la política clientelar (pobrismo). Porque en la descentralización que sobrevendría estos serían gradualmente reemplazados (desde la propia comuna, cada vez mejor autogobernada en libre red colaborativa global) por equipos de gerentes profesionales fáciles de calificar, tercerizar, despedir o reponer, al exclusivo servicio de las verdaderas necesidades de la gente de a pie: más y mejor trabajo e ingresos, mucho mejor seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura, paz social y esparcimiento con la mayor variedad de oferta en competencia, al menor costo posible, para el mayor número.
El odio al capitalista promovido desde hace siglos por la izquierda cambia, educando en valores al soberano, por el odio al Estado. El verdadero corruptor; creador y protector de mafias. El gran vampiro; obeso, oportunista y mentiroso. El leviatán que frena y revierte el progreso de las familias que componen la sociedad, devorando sus ingresos; esclavizándolas bajo el peso de sus grilletes reglamentarios e impositivos (siempre discriminantes, además).
El Estado, ente que los constituyentes pretendían encadenar con el bello artilugio de la división de poderes, los frenos y contrapesos, ciñéndolo a su tarea de promover el desarrollo a través del trabajo productivo de la gente común (actividad privada) se ha quitado esas cadenas para transferirlas, multiplicadas, al pueblo al que se supone debía proteger y hacer crecer en libertad. Y ha crecido Él, con nuestra sangre, hasta aplastarnos a todos. El desastre argentino es prueba visible de ello.
Es nuestra tarea hacer ver a la élite honesta y al electorado en general que es al Estado a quien se debe odiar y que es el amo castrador que este mismo año debemos empezar a quitarnos de encima, no votándolo.
Cuestionando
y boicoteando mental y fácticamente hasta donde sea posible, además, todo lo que de Él provenga.
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