Febrero 2023
“Dadle poder a una ignorante y tendréis una energúmena”. Es precisamente lo que tenemos hoy y aquí desde hace más de 3 años, otra vez, al comando del Estado.
En verdad se nos va la vida (a las dos generaciones anteriores ya se les fue) esperando el “click” democrático. El número mágico de mayorías necesarias; el umbral de masa crítica electoral que permita empoderar a políticos con verdadero potencial de estadistas. Que los hay.
Entendiendo que ser estadista hoy implica haber asumido que nuestra prosperidad no va a depender de personas sino de instituciones. Y que electa la persona, deberá proponerse reformarlas en serio apuntando a convertirlas a mediano y largo plazo en Contratos Sociales reales; con norte final en redes de acuerdos cooperativos voluntario-inclusivos en lugar de coactivo-extractivos. Y en hacer que los nombres propios de los administradores designados lleguen a ser irrelevantes. Como lo es, por caso, el del presidente de Suiza. Una persona cuyo nombre casi nadie conoce en un país sin pobreza y que funciona como un reloj, donde cada uno se ocupa de lo suyo sin pensar en el gobierno más que como se piensa, casi, en un grupo de gerentes contratados.
No otra es la plataforma libertaria nacional de largo plazo.
Hoy y aquí, una -aun- enorme parte del electorado piensa en el gobierno como en un ente con el nombre propio de una mamá que (en su imaginario) les dá de comer, los arropa, les cuenta historias y les dice siempre qué hacer.
Que
esa mamá sea tan peligrosa (para la riqueza social) como los payasos del
Orinoco y esté en las antípodas de la calificación de estadista, los tiene sin cuidado.
Es su mamá. Son sus infantes. En verdad, sus esclavos porque el comando de una
energúmena ignorante no puede sino propiciar la pérdida de sus libertades (y
consecuentes oportunidades de ascenso) a manos de quienes bajo su orden
detentan hoy el poder en la Argentina: la costosísima casta de funcionarios parásitos,
la corporación mafiosa de sindicalistas millonarios y la legión de empresaurios
oportunistas acomodados al “capitalismo” de amigos. Todos hundiendo
(esclavizando) con cinismo a la inmensa mayoría, planeros y ni-ni incluidos.
No sorprende en este marco de ya octogenaria decadencia, que los sondeos de opinión arrojen porcentajes muy altos de descreimiento en cuanto a la utilidad real, tangible de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Números que revelan una fuerte decepción con la democracia republicana y su sistema de frenos y contrapesos en tanto sistema de “autogobierno”.
De
entre estos disconformes, los simpatizantes peronistas y de otros espacios
favorables a la confiscación impositiva botarían sin problemas la república
para estacionarse en la dictadura plebiscitaria clientelar o “democracia
popular”.
Del lado racional o “liberal” de la grieta en cambio y a pesar de la decepción, se desea mantener la normativa republicana de nuestra Constitución limitándose a un nuevo intento de ponerla en funcionamiento, buscando a un tiempo mayor eficiencia y austeridad fiscal relativa.
Pero la verdad debe ser dicha, desgraciadamente, para horror de muchos millones de bienintencionados.
Y
esa verdad, a la luz de 250 años de experiencias, es que la (hoy) ingenua
ilustración decimonónica del brillante J. B. Alberdi y sus contemporáneos así
como antes la de T. Jefferson y otros ilustres caballeros protolibertarios
creadores de la Constitución norteamericana, inspiradora de la nuestra y de
tantas otras, en cierto punto se demostró fallida. El bello sistema que idearon,
simplemente no funciona.
La división de poderes, los controles y contrapesos no lograron su cometido explícito de encadenar a los gobiernos ciñéndolos a su función de promover el desarrollo a través de la actividad privada. De encargarse de proteger la vida, la propiedad y la libertad en la búsqueda individual de la felicidad.
Tras dos siglos y medio de pruebas, cada vez más estudiosos coinciden en que el modelo de protección de minorías (y la minoría más pequeña es la de una sola persona) a través de constituciones escritas no logró asegurar aceptablemente ninguno de aquellos fines.
Y lo que es peor, el tamaño del Estado y el número de sus auto-atribuciones no han dejado de aumentar; tendencia constante comprobada aquí y en el resto del mundo, más allá de agónicos “serruchos” estadísticos entre ocasionales (vanos) intentos de reversión. Lo que significa que la carga económica del poder político avanza lenta pero segura sobre el poder social; vale decir sobre la labor real de producción, ahorro, comercio y reinversión (tasa de capitalización) de la sociedad civil. Lo que equivale a decir, sobre los derechos de propiedad.
La reacción libertaria aparecida en los últimos tiempos aquí y en otras partes, cual duro anticuerpo, es síntoma de que nos acercamos al límite físico del sistema. Insustentabilidad evidenciada en los alarmantes macro datos de déficit crónico y astronómica deuda en ascenso, en especial entre los países más desarrollados.
El bello encuadre republicano (ya no democrático) falló por la ya obvia razón de que tanto los poderes divididos como su compleja ingeniería de controles mutuos deben funcionar con hombres y mujeres de carne y hueso con sus humanas debilidades y lícitos deseos individuales de progreso, apoyados en un modelo de financiación forzada (impuestos). Es decir, todas las personas que integran los poderes y organismos del Estado y su (ahora) enorme masa de funcionarios rentados (incluida la judicatura del sector “auto-controlador”) cargan con la misión de “ajustarse” a sí mismas en favor de “otros” (el sector que genera la renta). Y eso, por comprensibles razones, no sólo no ha ocurrido sino que por tendencia natural corrió desde el vamos en sentido opuesto, pasando de los iniciales, frugales Estados mínimos a los monstruos burocráticos de la actualidad, que casi todo lo asfixian y pervierten. Nuestro país es ejemplo de ello, cayendo en un siglo de la riqueza a la pobreza.
La racionalidad de la teoría libertaria está, justamente, en apoyarse en las tendencias naturales innatas de los seres humanos para avanzar con incentivos institucionales inteligentes en línea con el máximo posible de acuerdos voluntarios, en lugar de insistir en forzar dichas inclinaciones, a contrapelo, mediante el primitivo (y costosísimo) sistema policíaco-estatal de imposiciones económico-reglamentarias y amenazas de terribles castigos por violarlas.
Imposiciones
supuestamente ideadas y aplicadas, cómo
no, por individuos de superior bondad, inteligencia y honestidad, plenos de
vocación desinteresada de servicio.
Se trata en todo caso de crudas verdades que el sistema educativo uniformador sin fisuras y de currícula oficial obligatoria trató durante generaciones de ocultar mediante un bien planeado adoctrinamiento, tanto a nivel escolar como superior, en la sacro-santidad del Estado como ente (cuasi angélico) integrado “por todos”. Y en la incuestionable “moralidad” del pago de los tributos por Él decididos y de obediencia a las leyes por Él dictadas así como a sus muchos y muy potentes símbolos nacionalistas (A. Einstein afirmaba, por su parte, que el nacionalismo era una enfermedad infantil de la humanidad).
Un condicionamiento mental que resulta ser de tan difícil superación para la mayoría como, por cierto, fuente de conmiseración intelectual y zozobra social para la minoría que ya lo consiguió.
Es tarea de la fracción pensante no alienada, pues, dar la correspondiente batalla cultural, cada cual a su modo y virtud en las casas, en las calles, en las aulas, en los medios, en las plazas, en los campos, en los montes, en los sitios de trabajo, en las playas, en los cafés o donde sea que dos argentinos se encuentren. Aportando el personal grano de arena en la noble tarea de liberar las enormes potencialidades de nuestra comunidad, hoy engrilladas.
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