A esta altura de la historia, la Argentina debería ser uno de los 3 o 4 mejores países de la Tierra: era un sitial al que estábamos destinados. La inteligentzia mundial así lo preveía hasta hace unos 80 o 90 años, con el liberalismo de la Constitución de Alberdi todavía en el poder.
Los países “de las inferiores”, sin embargo, nos pasaron por arriba y hoy vociferamos junto a otros payasos socialistas desde la retaguardia resentida de esa misma historia, debatiéndonos entre el canibalismo económico creador de miseria y la más abyecta decadencia ética. Con seguridad, algo digno de la triste mezcla de cretinos y delincuentes que signó al corporativismo dirigista aplicado desde entonces.
Pero nuestros gobernantes (y los aspirantes con posibilidades a serlo), no se dan por aludidos. Ellos siguen pidiendo crédito electoral bajo el mantra autista: júzguennos por nuestras buenas intenciones y no por las consecuencias de nuestras creencias y acciones.
Por razones que no viene al caso comentar aquí, nuestros votantes les han otorgado este crédito una y otra vez, sin fisuras, durante generaciones. Avalando a los representantes de nuestros dos partidos mayoritarios de centro izquierda en el gobierno de la nación, con las catastróficas consecuencias que, a todo orden, tenemos a la vista.
Uno de estos órdenes es el de la inseguridad.
El delito impune, los crímenes y la violencia gratuita campean por todas partes, a imagen y ejemplo de quienes ejercen las más altas magistraturas. Los ciudadanos de bien se arraciman, corren y se esconden donde pueden como conejos asustados, mientras mafias y pandillas tejen lazos de mutua seguridad corrupta con nuestros representantes policiales, judiciales y políticos. Es la Argentina caída y saqueada del bicentenario, donde las leyes los protegen a ellos de nosotros.
El populismo que nos bajó a garrotazos del primer mundo y la consecuente suba de incompetentes y gángsters siempre imperturbables al gobierno, son las causantes directas de este desastre. Pobreza por doquier, malnutrición, exclusión social, desesperanza laboral, des-educación, fogoneo de bajas pasiones como el odio, el resentimiento o la envidia, discriminación ideológica y por honestidad entre muchas otras duras lacras progresistas, guisaron a fuego lento el apogeo delictivo que hoy padecemos.
Se trata de un cáncer que viene creciendo desde hace décadas pero responsables prima facie de este caos, como es el caso del actual gobernador de Buenos Aires, insisten ante los medios y las legislaturas con la más curiosa de las soluciones: desarmar por completo a la población. Refiriéndose con esto a los millones de ciudadanos, trabajadores de bien y pagadores de impuestos que poseen armas legalmente adquiridas, declaradas y registradas.
Quedando de este modo su uso reservado al bando del Estado… y la delincuencia. Porque los malvivientes siempre encontrarán formas de estar bien armados, obviamente, sin declarar nada a nadie. ¿Solución curiosa? No tanto: observada con mirada adulta, nuestra pseudo democracia tiene en las fuerzas de seguridad estatales su mejor reaseguro de protección al gobierno. Contra cualquier intento del soberano (la ciudadanía) de ponerse de pie para plantarse frente sus desmadres o de rebelarse contra el peso esclavizante de sus tributos. Ellos quieren un jefe que se desarme ante su servidor, resignándose a ser un “soberano” tímido, manejable, pusilánime y genuflexo.
Más allá del clarísimo tema de la responsabilidad que pueda caberle a quien use armas, nuestra Constitución no nos prohíbe su portación. La de los Estados Unidos, que nos sirvió de modelo, lo permite expresamente siendo sus ciudadanos celosos custodios de este derecho fundamental, propio de hombres y mujeres libres.
Prohibirlo, al decir de Cesare Beccaria (1738–1794, considerado el padre del derecho penal) “sería lo mismo que prohibir el uso del fuego porque quema o del agua porque ahoga”. Con el mismo argumento habría que prohibir los cuchillos en las casas o los autos en las calles: son armas letales, como podrían serlo cientos de otros objetos y elementos de la vida cotidiana.
Más armas en poder de quienes no piensan delinquir (la enorme mayoría de la gente) disminuye la criminalidad, como lo demuestran las más serias investigaciones estadísticas, y viceversa. Porque el conocimiento por parte del atracador de que la víctima podría estar armada, tiene un fuerte efecto disuasivo, protector de propiedades y vidas humanas.
Un arma en poder de un padre o madre de familia hace más difícil, no más fácil, la acción del violador, el secuestrador, el asaltante o el criminal merodeador. ¿O acaso la legítima defensa propia dejó de ser un derecho humano protegido por nuestros jueces? Porque si así fuese, se impondría la necesidad de otra acción civil correctora, en aras de nuestra propia seguridad.
La táctica propiciada por las autoridades de la no resistencia, la entrega y el sometimiento al desquiciado, puede resultar atractiva para algunas personas pero la crónica diaria desmiente su supuesta efectividad, teniendo en cuenta el “efecto coctel” de: juventud sin horizontes, educación basura (sin principios) y droga fácil que nos inunda al compás del estatismo clientelar. Que a su vez es el arma propia de esas mismas autoridades, para abrirse paso hacia la cueva de la impunidad política, el enriquecimiento sucio y las repugnantes sociedades del poder.
Y esa sí es un arma de altísima peligrosidad, que deberíamos quitarles mediante otra arma igualmente letal para ellos: el voto inteligente; el voto patriótico; el voto no comprado; el voto en defensa propia y de todos los honestos y honestas, que son carne de matadero en esta tierra de maleantes en que se va convirtiendo nuestra Argentina.
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