Mayo
2015
Suele
decirse que los liberales –en particular los libertarios, su vanguardia
intelectual- tienen el mejor producto aunque no sepan cómo venderlo. Que no
tienen en Argentina un líder confiable para las mayorías, que aúne solvencia teórica y magnetismo personal; uno capaz de rebatir el viejo relato del establishment ideológico que hundió al
país, generando entusiasmo popular por ideas-fuerza más avanzadas. Más
progresistas, en la acepción inteligente y solidaria del término progreso.
Suele
argumentarse también que no se trata de un problema de oferta sino de demanda: las
mayorías no demandan libertad de empresa por la simple razón de que no creen
que ese camino pueda llevarlas (en el tiempo de una vida) a un mayor bienestar;
prefieren el conformismo modesto pero seguro del populismo asistencialista. De
la servidumbre tranquila sobre la que
nos prevenía despectivamente Mariano Moreno hace ya más de 200 años.
Son
sentimientos y resignaciones que tienen fundamento, en parte porque la marca-imagen
“persona exitosa” se encuentra gravemente desprestigiada en nuestro país.
Algo
comprobable tomando el caso emblemático de los automóviles. Un auto bello y exclusivo
pasando a nuestro lado evocará casi de manera automática a conductor sospechoso. Ese tipo de vehículo sólo será accesible (en
la percepción general) a: un político corrupto (p. ej. un joven camporista), un
narcotraficante vinculado al poder y/o con contactos policiales, un “empresario”
cortesano, un sindicalista mafioso, cualquier familiar, abogado, querida o
testaferro de los anteriores o bien, a mucha distancia, a un profesional,
inversor o empresario honesto y exitoso.
Resultado
del test: mayoría de orígenes espurios del dinero, todos cercanos al Estado, en
la percepción sobre la catadura ética (o autoridad moral) de quienes poseen hoy
el bienestar y la riqueza.
Las
palabras dinero y malhabido se encuentran demasiado cerca
en el inconsciente colectivo argentino. Un logro 99 % atribuible al socialismo;
en particular (aunque no excluyente) al justicialista y a su tenaz trabajo de
demolición del sistema de valores meritocráticos con premio al trabajo
productivo que había elevado a nuestros abuelos inmigrantes y junto con ellos,
a la República.
Una
situación fáctica que lleva al común de la gente a relacionar hoy a casi cualquier
emprendimiento de éxito material importante y a la capacidad de generar empleo privado
apreciable… con lo inmoral. Con lo avivado, sucio, tramposo y sin códigos.
Pero
aunque bajo la tranquilidad de esta visión las mayorías no demanden libertad
para el capital y para las empresas sino el mantenimiento o aumento de la
violencia fiscal sobre sus cuellos (para seguir en la “servidumbre tranquila”
de la actual podredumbre ética), lo cierto es que tal elección está
implosionando por anticipado y acabará de deshacerse al fragor de las bombas
económicas de mediano plazo que, una vez
más, el populismo armó para todos y todas asegurando la continuidad de
nuestra decadencia.
Por
más que se vuelva a votar asistencialismo en Octubre, quien asuma deberá presentarse
revestido de amianto para enrostrar las consecuencias sociales de su
colaboracionismo y para mal-conducir al país partiendo otra vez… del escalón inmediato inferior.
Y
por supuesto, una vez más, la
solución a sus angustias, culpas y estrés post-traumático se llamará capitalismo. Un sistema que (como
ningún otro) ha sido atacado de manera ciega e iracunda durante generaciones. Inundando
de datos falsos y torcidos a muchas millones de mentes sencillas, de quienes
hubieron de ser sus beneficiarios.
Hoy
día, nuestra juventud no tiene virtualmente idea de qué se trata ni manera de
informarse objetivamente sobre su verdadera naturaleza pese a que el
capitalismo es, por sobre sus bellezas prácticas, el único sistema
político-económico moral creado por
el hombre en toda su historia.
Un
sistema cuidadosamente distorsionado por la intelectualidad canalla que, salvo breves
excepciones, nos viene conduciendo en beneficio propio (nunca de la verdadera
emancipación de las personas) desde hace más de 7 décadas.
Porque
es típico de los enemigos del ahorro y del capital acusarlos de desastres que
son posibles y resultan tales sólo mediante la intervención estatal, a través
del bloqueo de los delicados mecanismos del intercambio (estorbando y torciendo
millones de decisiones diarias de empresas y sobre todo, de gente de a pie).
Catástrofes
económicas como la histórica crisis global del ’29 o la del reciente 2008,
pasando por nuestro colapso populista del 2001. Todas debidas al intervencionismo
impidiendo el funcionamiento del sentido común popular; del “mercado libre” que
a diferencia de los burócratas interesados, todo lo ve.
Evitémoslas
y hagamos que el sistema tienda gradualmente hacia un esquema de elecciones diarias de compra o
abstención dentro de una sociedad “rica”; una de “todos propietarios” que a
diferencia de la actual, respete la propiedad privada. Sin indigentes, casi sin
pobres y de altos ingresos per cápita a nivel general. Donde el pre-requisito
de sociedad rica se logra de la manera
más rápida e incruenta (no en una vida sino en 5 o 6 años), justamente, por la
misma doble vía de la libertad económica y la no-violencia fiscal.
Consideremos
nuestro actual ingreso de escasos 14.000 dólares y comparémoslo con el de
Noruega (100.000) o bien con el de Canadá (51.000) o Australia (67.000):
nuestra Argentina podría superar a cualquiera de esos países, como lo hizo en
el pasado.
Lo
haría apuntando a decisiones personales
de consumo o no consumo, no sólo de productos materiales sino de bienes como
gobernanza, educación, salud, previsión o seguridad entre otros. Decisiones
personales reales… por solvencia.
Poniendo
así en primer plano un tipo de elección post-democrática, más cotidiana y
evolucionada; una donde cada ciudadano vota y juzga sólo en aquellas cuestiones
para las que está calificado, que son las de sus preferencias,
necesidades e intereses. Sin obligar por la fuerza a otros ciudadanos a acatarlas
y financiarlas.
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