Junio
2015
Inquietudes
ecológicas y de supervivencia tales como la biodiversidad en riesgo, el
calentamiento global, la provisión de agua dulce, la superpoblación, la
producción de más alimentos, la contaminación o la energía limpia y abundante no van a ser limitantes dentro de unos
años para nosotros ni para quienes nos siguen. Al menos si no queremos positivamente
que lo sean.
Estos
y otros problemas pueden ser superados sin estancamiento ni resignaciones por parte
de las sociedades desarrolladas y también por parte de los países pobres o en
desarrollo.
No
es necesario frenar el ascenso de millones de personas hacia un mayor bienestar
ni retrotraer a la humanidad a un utópico estadio pastoril, que en modo alguno
podría sostenerla.
Prospectivas
tan avanzadas como las del novísimo ecomodernismo
postulado por un calificado núcleo de científicos ambientalistas no hacen sino
confirmar, a su vez, los postulados libertarios sobre el particular, siempre racionales
y proclives a la empatía filantrópica.
De
acuerdo con ellos, hoy podemos confiar más que nunca en la innovación privada
surgida de una empresarialidad con libertad inversora y creativa. Podemos
apoyarnos en las nuevas tecnologías en proceso y en el sentido común subyacente
a toda sociedad para instrumentar las soluciones más inteligentes, dentro de
este mismo siglo, frente a las principales amenazas que aquejan al planeta.
Es
un hecho, para la verdadera intelligentsia,
que toda la población terrestre puede
tener acceso al nivel de vida logrado hoy por las sociedades más desarrolladas
(y más, por supuesto, sin límites cósmicos visibles) si confiamos en las
actuales, esperanzadoras tendencias ecomodernistas
en una variedad de campos científicos.
Más
aún si los potenciamos para que hagan su “tarea conservacionista” liberándolos -en lo posible- del peso muerto
que los maniata. Vale decir, del dogal impositivo y reglamentario con el que
gobiernos retrógrados, pedantes y costosos (el argentino es un excelente
ejemplo) frenan a los pueblos en su potencial libre-empresista de ahorro,
inversiones y desarrollo tecnológico acelerado.
En
verdad, las sociedades triunfan o fracasan en el logro del bienestar general (bien
común, si se quiere) en directa proporción al grado de su racionalidad; no al
de sus sentimientos. Algo crucial desde el momento en que se considera “un
sentimiento” la adhesión de muchos millones de argentinos al ideario peronista
(en general, al populismo social-fascista). Tal y como si se tratase de la
adhesión a un club de fútbol.
Por
otra parte, la aplicación de la razón al problema del bienestar económico del
mayor número en un país se traduce de inmediato en mayor innovación y productividad;
que es lo mismo que decir mayor cuidado ambiental, movilidad social y riqueza
promedio. También, claro, en más millonarios… y mayores desigualdades puntuales.
Pero
ocurre que vivimos en una sociedad con
miedo a la riqueza (y a las diferencias). Peor aún: una donde el mayor
temor se da entre los ciudadanos electores libres (cuidado: muchos no lo son en
nuestro sistema de democracia delegativa de masas clientelizadas) que sienten
simpatía por las ideas de izquierda.
Porque
intuyen -bien- que permitir a los empobrecidos acceder de pronto a
posibilidades reales de progreso a través del propio esfuerzo, dislocaría esos
ideales de reparto forzado de lo ajeno que de algún modo vergonzante
tranquiliza hoy sus conciencias.
Que
la riqueza creciente de una sociedad provoca disparidades de ingreso, es un
hecho inocultable. Y que en caso de riqueza creciente a alta velocidad, como
podría ser el de nuestra Argentina, las desigualdades podrían ser aún mayores,
es asimismo cierto.
La
república capitalista de Singapur ostenta, por caso, el récord mundial de “millonarios
per cápita”: uno de cada seis ciudadanos es dueño de más de 1 millón de
dólares; y en ascenso. ¿Y qué pasa con los otros cinco “desigualados”? Nada;
tomando el ranking corregido a paridad de poder adquisitivo, su ingreso per
cápita es de 64.600 dólares al año (el nuestro en esa medición es de ¡15.900… y
en descenso!). No son ellos los estúpidos, ciertamente.
Por
eso es muy importante poner en claro frente al (increíble; genocida) 40 % de argentinos
pobres, que la enorme desigualdad de fortunas, ingresos y oportunidades que hoy
ostenta nuestra sociedad se deben al enriquecimiento malhabido de miles de
“empresarios” cortesanos protegidos de toda competencia, de miles de políticos,
sindicalistas, funcionarios y otros acomodados que se elevaron al calor de la
corrupción, y al aumento patrimonial de miles de sus familiares, asesores, esbirros,
amigos y amigas de conveniencia.
Un
tipo de enriquecimiento maligno ya que
para hacerlo posible, el Estado tuvo que impedir el progreso de la inmensa mayoría
de los argentinos a través de un dirigismo y una tributación feroces. Que
ahuyentaron inversiones, crecimiento empresario y oportunidades de buenos
negocios; que bloquearon capacitaciones, ahorros, consumos, exportaciones y nuevos
empleos.
Se
trata del tipo de riqueza y la clase de rico al que debemos temer.
Las
desigualdades provocadas por una riqueza honesta
y creciente, en cambio, forman parte de un círculo virtuoso en el que la
mayoría honrada gana. Y donde los vivillos y vivillas pierden.
El
villano de la película es el legislador, no el empresario. Son los palos en la
rueda que pone el gobierno, no la libre empresa.
El
enemigo íntimo es la maldita aplanadora del colectivismo, no el capitalismo: un
modelo de asombrosa moralidad que eleva a la integridad y a la confiabilidad al
rango de virtudes cardinales, las que aunadas a la autoestima y al interés
familiar producen un auge de beneficios sociales a un nivel que los socialistas
jamás alcanzarían. Hablamos de un modelo
que obliga a la gente a sobrevivir no ya por sus vicios sino por sus virtudes, creciendo como
personas; asumiendo en plenitud sus libertades (y responsabilidades) individuales.
Lo
que hemos venido votando desde el ‘45, claro está, es su absoluto contrario: un
sistema que prefiere la coacción, la vileza y el temor… al respeto por lo
ajeno, los incentivos éticos y los premios en metálico como elementos
motivadores. Sigamos participando.
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