Junio
2015
Si
todavía creemos que el gobierno es quien debe planear, impulsar y regular nuestro
acontecer económico, si creemos que el uso de este poder no provoca el
encumbramiento de una élite oportunista apoyada en los políticos más falsos, agresivos
y corruptos, si creemos que las legislaturas no trabajan en beneficio de los
deshonestos y que no asfixian, frenan y eventualmente hacen quebrar a los
honestos; si en general seguimos creyendo -como el pajarillo de Chávez- que el
Estado es la solución y no el problema, somos en verdad terriblemente ingenuos.
O estúpidos. O para el caso, mala gente.
Nadie
ignora que el único Poder real que tiene el gobierno (y aún el Estado) es el
poder de la fuerza física. Del forzamiento extorsivo armado. Y que carece del
Poder moral con el que podría intentar justificar de algún modo esa coacción.
Una supuesta autoridad ética con vocación desinteresada de servicio que
queda aplastada bajo la abrumadora evidencia en contrario que nos brindan los
políticos cada vez que les toca ejercer el mando.
Ni
aún las malas personas que votan avalando la corrupción de la cleptocracia, la Mentira
y el desguace y venta de nuestras instituciones republicanas ignoran que las
sociedades nacen, crecen, llegan a su apogeo y caen. Completando un círculo
histórico donde las necias… caen mucho antes.
Uno
que nuestra Argentina vivió, gozando su gran momento en el primer tercio del
siglo XX para luego sufrir el tropiezo con la piedra peronista, cayendo por las
escaleras hasta nuestros días.
Así,
con el entendimiento aturdido por los golpes de la rodada, una parte demasiado
grande de nuestro electorado porfía en elegir como remedio otra dosis del
veneno populista que la está matando.
Sin
perjuicio de lo anterior, hay edificantes ejemplos históricos de sociedades que
nacieron de nuevo, resurgiendo del cieno. Casos reales donde comprobar que el
círculo virtuoso aparece y se acelera con fuerza cuando sus dirigentes aumentan
con perspicacia el único ingrediente verdaderamente universal de la
prosperidad: la libertad.
Porque
nada es tan característico de una economía fuerte, soberana e inclusiva y de un
pueblo orgulloso de sí mismo como la libertad; como el rechazo social de la esclavitud; sea su víctima pobre o rica,
ignorante o erudita, blanca o negra.
La
aplicación del poder de la fuerza bruta a través del implacable sometimiento
impositivo y reglamentario de todos quienes pretenden crear riqueza honesta, no
puede terminar bien; de hecho no lo hace y es la madre de todas nuestras
miserias morales y económicas.
El
recurso de las bestias que a esta altura de la civilización seguimos usando
como contrato-base de nuestro orden social tiene que empezar a cambiar. Y es
nuestra responsabilidad de personas evolucionadas ayudar por todos los medios a
que así suceda.
¿Cuánto
más bienestar familiar tendríamos si dejásemos a la gente reinvertir tan sólo
30 % del más de 50 % del dinero que le quitan de sus ingresos (a través de
impuestos/inflación/deuda) para despilfarrarlo en un clientelismo que todo lo
posterga?
¿Cuántos
empleos nuevos podrían crearse si empezar un nuevo negocio no fuese tan difícil
por lo brutal de la presión tributaria y el
cúmulo –verdaderamente hartante- de estúpidos requerimientos?
¿De
cuánto crédito barato dispondríamos si el Estado no estorbara con cepos,
persecuciones contables y regulaciones sin fin; si no ahuyentara los capitales
o si dejara de usar como Caja de Gastos Corrientes al sistema financiero (¡y
previsional!) público y privado?
Hoy,
la tendencia de nuestro electorado nos empuja hacia una menor libertad de acción, no mayor. No es de sorprender que el
ingreso de los argentinos disminuya año a año, resbalando por un círculo
vicioso donde la decadencia nacional y sus sucesivas crisis de bancarrota dan
excusa a los gobiernos para confundir al electorado, pedir más cheques en
blanco y recortar más derechos personales.
Cuando
uno está encadenado no puede producir.
Conformamos
3 generaciones de ciudadanos que se han suicidado moral y económicamente a
través del voto: sin mayor violencia, sangre ni terror; más bien a través de un
asfixiante proceso de invasiones estatales a la privacidad, “democráticamente”
impuestas.
Por
fortuna a esta tendencia se opone otra: la de la joven libertad individual que
proyecta y supone la apasionante tecnología informática de redes, que crece a
un ritmo que las fronteras de los viejos estados-nación no pueden detener. Con
ella podremos disminuir gradualmente su Poder de forzamiento y reconstruir así
la prosperidad que nos robaron.
Por
cierto, la Historia es una gran maestra en esto de tratar de enseñarnos a no
tropezar demasiadas veces con la
misma piedra.
Durante
la extensísima era pre-industrial, el control de los gobiernos sobre la
economía no logró más que penurias, frenos al ascenso social y crisis
financieras, cuando no guerras, muerte y hambrunas.
Si
durante miles de años de prueba y error los funcionarios no pudieron conducir
eficazmente el viaje humano hacia el bienestar (donde sólo tuvieron que decidir
sobre herrerías artesanales, telares y agricultura básica) ¿cuánto más difícil
–inútil y dañina- será la tarea de un planificador actual sumergido en la
inmensa complejidad de nuestra economía del conocimiento?
¿Qué
clase de ceguera general hace creer a nuestros campeones socialistas que pueden
tener éxito en manipular a las personas (a los mercados) en busca de un mayor
bienestar para todos, improvisando entre la casi infinita variedad de
intereses, intercambios y creatividades de la civilización post-industrial?
No hay tal ceguera
entre su dirigencia.
Hay sí, angurria de Poder, de riqueza
rápida y de venganza resentida frente a la propia incapacidad. Vicios que
prosperan naturalmente entre violencias, cuando no hay competencia real y se
restringen las libertades.
El
resto es ingenuidad… y simple falta de estudio.
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