Junio
2019
Si
bien la antinomia ideológica izquierda/derecha es imperfecta y poco
precisa, la tomaremos en aras de una lectura más intuitiva de lo que sigue.
La
democracia republicana, representativa y federal que en teoría nos rige (y que
encarna de facto, en la Constitución
Nacional, nuestro nunca individualmente firmado Contrato Social) es un sistema
de ordenamiento comunitario concebido para discurrir por el “centro” político.
Posee,
sin embargo, la resistencia estructural suficiente como para funcionar aún bajo
la presión centrífuga que desde el propio gobierno ejerzan partidos de
centroizquierda o de centroderecha, en general asimilados a “partidos de
izquierda” (como el Socialista) y “partidos de derecha” (por caso, el Pro).
No
así bajo la presión disgregante de los partidos de extrema izquierda o extrema
derecha que eventualmente logren alcanzar el comando del Estado.
Se
trata, aun así, de denominaciones que cambian al compás de los tiempos: extrema
izquierda podía entenderse hace unas décadas como comunismo estalinista y
extrema derecha como conservadurismo liberal, con todo el mix de híbridos
imaginables (pasando por socialdemocracia y corporativismo fascista).
Hoy
y aquí, la extrema izquierda electoralmente posible está asimilada a chavismo, con Cristina F. de Kirchner (o
su candidato títere) como cabeza visible y su partido Unidad Ciudadana.
Mientras
que la extrema derecha posible, al menos como opción de voto a Octubre de este
año, está asimilada a libertarismo,
con José Luis Espert como referente del novel Partido Libertario en alianza con
el recién formado frente Despertar.
El
tipo de democracia republicana que nos rige, con el contrato social antes
mencionado tal como se lo entiende, se desmoronaría de acceder al poder
cualquiera de estos extremos ideológicos.
No
obstante, la variante chavista (la única de las dos con posibilidades ciertas
de ganar, por ahora) sería mucho más contundente en su tarea de desguace que su
contraparte libertaria destruyendo o anulando rápidamente tanto nuestra
precaria independencia de poderes como los organismos de contralor del Estado y
garantías de libre prensa.
Su
acción disolvente y saboteadora, haciendo uso de ingentes fondos malhabidos en
abierta promoción del caos, el malhumor social, la impunidad judicial, la
violencia callejera y sindical desde fines de 2015 está a la vista de todos los
argentinos y preanuncia con claridad el cariz de un eventual gobierno de este
signo.
Su
desprecio por la Constitución (con su espíritu liberal y protector de la
propiedad) es bien conocido y en sus planes está cambiar radicalmente esta
suerte de pacto social que todavía nos une para conducirnos, precisamente,
hacia la extrema izquierda. Como todo hace prever, hacia la ruina y el éxodo
masivo de los más capaces que nos anticipa el espejo venezolano. Pero también hacia
la eternización de su corrupta nomenklatura en el gobierno, hacia el consabido
latrocinio y al omnipresente Estado-mamá intentando, a como dé lugar, sostener su
modelo clientelar de pobrismo asistencialista.
Desde
el extremo opuesto del arco ideológico, la variante libertaria apunta al achique
y eventual licuación final del Estado (de sus impuestos coercitivos y de su
inmenso poder de opresión) por caro, innecesario y peligroso, tanto como al
cambio del actual e inestable pacto social. Sólo que como un norte inspirador
de largo plazo ya que en lo inmediato, sólo proponen subir un escalón hacia la
“normalidad” económica y jurídica de países como Chile o Perú.
Verdad
es que los libertarios adscriben al mandato moral de la no-violencia en todo el
campo de la acción humana, que incluye el principio de no agresión sobre
derechos y bienes individuales. Y verdad es también que el Estado representa la
sistematización del proceso de robo “legal”, usando para ello el monopolio de
la fuerza. Entendiendo por robo a toda sustracción no consentida de bienes
honestamente adquiridos, sin que la escala del atropello modifique en lo
más mínimo el concepto moral en cuestión (sea un solitario ladrón armado, una
banda de delincuentes amenazantes o toda una organización recaudadora apoyada
en fuerza policial, aún elegida y comisionada para dicho saqueo por millones de
personas).
Por
tanto, el objetivo final de esta novedosa extrema derecha es oponerse por principio a toda agresión que afecte
la integridad física de cualquier persona o la integridad de sus derechos,
incluyendo el derecho de propiedad sobre sus bienes.
Explícitamente
orientado el gobierno hacia dicho objetivo ideal de no-violencia social y
conforme al conocido postulado de la tendencia, los actuales desaguisados
creados por el estatismo populista tenderán gradualmente a revertirse al
incorporar seguridad jurídica y física y por tanto inversión, creatividad y
empleo privado en áreas donde hoy la coacción -financiada desde lo impositivo-
impera. Dinamizando de a poco actividades en las que el Estado ha sido (por diversas
limitaciones mentales ancladas en siglos idos) tradicional e indiscutido monopolista
y que son gravísimamente deficitarias en su calidad y costo final a más de
actuar como poderosos frenos a la riqueza comunitaria, tales como justicia,
educación, salud e infraestructura públicas, asistencialismo, previsión,
seguridad, defensa o relaciones con otras sociedades.
Como
se ve, ambos extremos políticos resultan ser antisistema. Incompatibles (uno a
corto y el otro a largo plazo) con nuestro vapuleado pacto social.
Si
bien recientes encuestas dan cuenta de que el 63 % de la población descree de
la democracia en tanto herramienta útil para la promoción de verdadero
bienestar popular, resultaría un
verdadero drama (a escala continental, incluso), romper con el sistema por
izquierda en este mismo año 2019. Desbarrancando a la parte aún sana,
profesional y productiva de nuestra sociedad por la pendiente de un
autoritarismo dictatorial de cuño madurista. O castrista.
Como
bien señaló ese gigante de la argentinidad ilustrada que fue Jorge Luis Borges,
citado en el encabezamiento del reciente libro Libertad, Libertad, Libertad, de
los economistas Javier Milei y Diego Giacomini, “el más urgente problema de nuestra época es la gradual intromisión del
Estado en los actos del individuo. Para mí el Estado es el enemigo ahora; yo
querría un mínimo de Estado y un máximo de individuo. Para eso quizá sea
necesario esperar algunos decenios o siglos, lo cual, históricamente, no es
nada. Creo que con el tiempo, llegaremos a merecer que no haya gobiernos”.
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