Octubre 2018
¿Es posible cambiar… en serio?
Según encuestas y a casi tres años de abandonar
el poder, la expresidente Cristina F. de Kirchner y su partido, conservan una
sorprendente cantidad de seguidores.
Sorprendente porque son ciudadanos que
volverían a votar por ella y por su equipo… después de las lapidarias
revelaciones y confesiones habidas en este tiempo.
O sea, aun sabiendo a ciencia cierta que se
trata de ladrones. Y a escala monumental.
Es evidente que apoyar a delincuentes para
encumbrarlos en las más altas magistraturas ofreciéndoles nuevo poder y protección
dentro del sistema, requiere aceptarse plenamente como partícipe necesario de
un acto delictual. Como mínimo, en calidad de cómplice.
Según sondeos fiables, un tercio de los
electores argentinos, más de 11 millones de personas, estarían eventualmente
dispuestos a emitir este tipo de voto… delincuente.
¿Sorprendente? No tanto si consideramos que otro
presidiario fehacientemente condenado por robar desde el poder del Estado, L.
I. “Lula” da Silva, reunía hasta hace poco la intención de voto de más del 39 %
de los electores del Brasil (unos 44 millones de ciudadanos, equivalentes a
toda la población argentina).
Está claro que el voto truhan, el voto cómplice
a sabiendas, siempre existió. Aquí y en todas partes, configurando el primero
de los muchos defectos que tiene la democracia en tanto sistema de organización
social.
Y está claro asimismo que cuando estos votos
exceden cierto límite (y 11 millones lo exceden) el resultado se vuelve
incompatible con nuestro -teórico- ordenamiento republicano, representativo y
federal.
Compatible, si, en cambio, con los diversos
autoritarismos electivos que los argentinos hemos tenido por democracias
republicanas y que no han dudado en violar la independencia de los poderes, el
respeto por la propiedad y en general el pleno de las garantías de la
Constitución; para no hablar de la ablación de su espíritu (que era, durante el
apogeo nacional, absolutamente protector y liberal).
Este voto delincuente es el problema más letal que
tenemos dado que apoyar a un ladrón es… ser
un ladrón, no en potencia sino en acto. Con el acto mismo del sufragio.
Así, sin importar cuáles sean sus condiciones
económicas individuales ni su responsabilidad en ello a través de votos
anteriores, 11 millones de ladronas y ladrones sufragando para llevar a sus
cómplices a los poderes públicos, manifestándose para que otros les solventen
la vida, opinando y confundiendo a jóvenes e incautos con sus valores torcidos
o simplemente circulando por las calles con mirada turbia y pretensiones de
inocencia cívica… son un escollo insuperable a la creación de inclusión social
real.
Conscientes de ello o no, son mano de obra
esclava de una verdadera fábrica de pobres trabajando a doble turno. Militando a
cara de perro contra la honestidad intelectual.
Cuando una masa crítica de ciudadanos rompe con
la buena fe -como está sucediendo en nuestra Argentina- se quiebra el Contrato
Social; ese que hace que todos estemos voluntariamente de acuerdo en una suerte
de pacto no escrito en virtud del cual admitamos la existencia de una
autoridad, de unas normas éticas y de unas leyes a las que habremos de someternos.
Hablamos de reglas básicas de convivencia que
la Constitución de 1853 procuró en su momento codificar, evitando la secesión
de las partes y la desintegración de la república.
Roto ese contrato, ya no es posible debatir (mala
fe o acción directa de por medio) desacuerdos de fondo, como los planteados por
el periodista J. Fernández Díaz en un artículo reciente.
Tales como quién es aquí realmente “el pueblo”
y quién “la oligarquía” o bien quién es el explotador y quién el explotado. Discutir
si ser cosmopolita y abierto es anti argentino o si propiciar inversiones
extranjeras es ser entreguista. Debatir racionalmente si competir es igual a
darwinismo salvaje o si ajustar la economía para hacerla sustentable es un
planteo inabordable por “neoliberal”. Tanto como descalificar el crecimiento
por mérito propio por ser “de derecha” o como afirmar que las empresas privadas
son estructuras de esclavización y que la agroindustria argentina es un mero
resabio colonial.
Demasiada gente, por otra parte, cree que la
Ley es un truco de los poderosos, que toda persona merece un subsidio (¡porque la
gratuidad es un derecho humano!), que lo estatal es mejor que lo privado y que lo
nacional es mejor a lo extranjero.
Se trata de personas para quienes todo orden es
fascista y que opinan que aplicar la autoridad para restablecer la ley es…
represión. Que creen que el espíritu emprendedor es sospechoso, el esfuerzo reaccionario
y la propiedad, finalmente, un robo.
Nada de esto puede ser civilizadamente debatido
y saldado en democracia sin violencia si el contrato social está quebrado. Si
no hay confianza intracomunitaria: si el adversario se transformó, tras 7
décadas de adoctrinamiento pobrista, en enemigo falsario hecho y derecho.
La grieta moral, señoras y señores, llegó para
quedarse.
Alineando sin más eufemismos de un lado a los
ladrones y del otro a los honestos, haciendo de nuestra Argentina 2018 un país democráticamente
inviable por su incapacidad para acordar
un proyecto de vida en común, ya que no hay forma de ponerse de acuerdo con 11
millones de personas que adhieren a la falta de ética como valor fundante. Para
no hablar de otro tanto de filo-peronistas “normales” e izquierdistas
desactualizados, de todo pelaje.
¿Hay salida? Siempre la hay, si abrimos nuestra
mente cuestionándonos preconceptos, mitos y tabúes; muchos arrastrados desde la
juventud y nunca revisados.
Aquí va uno: si la democracia en nuestro caso es
“el dios que falló” (como bien tituló su libro del 2001 el brillante intelectual
austríaco Hans Hermann Hoppe), la
libertad de elección personal como sistema funcionando bajo el paraguas de
una contractualidad total, es el camino evolutivo que marca nuestra creciente
adscripción a tecnologías que terminarán haciendo de la interconexión en tiempo
real, la respuesta a los requerimientos de comunidades más complejas y ricas,
de intereses multiplicados y oportunidades cada vez más diversas.
Un sistema, el libertario, que irá reuniendo a
las personas en subsistemas virtuales de su elección paso a paso y contrato
individual por contrato individual, para todas las necesidades de la vida.
Incluyendo seguridad implacable a través de agencias armadas y de inteligencia
privadas, justicia rápida a través de agencias de mediación privadas (basadas
en un concepto retributivo: del reo hacia la víctima, no hacia “la sociedad”)
en lugar del actual modelo punitivo, cárceles privadas financiadas por el
propio trabajo y retribución de los condenados, previsión social, médica y
patrimonial a través de redes de compañías de seguros de acción ampliada,
educación privada de excelencia para todos empezando con vouchers parentales
individuales y autogestión profesional docente de unidades ex estatales, poderosa
solidaridad privada para los rezagados con conexión directa a capacitación y
empleo, basada en la fuerza multiplicadora de la sustitución de la exacción
impositiva por ingresos reinvertibles extendidos para la comunidad y sus empresarios,
infraestructura privada de todo tipo financiada por capitales de riesgo y
pagada a lo largo de décadas por los usuarios reales de cada obra o red de
obras y tantas otras iniciativas competitivas que podrían hacer estallar la
prosperidad, terminar con la pobreza y abrir nuestro anquilosado sistema, tan
extractivo; tan depresor; tan estatista, violento y… zombie.
Abriéndolo con audacia hacia un emprendedorismo
sin las limitantes de nuestro ventajero reglamentarismo; sin hijos y entenados.
Hacia la creatividad innovadora y la riqueza general acelerada, en el contexto
de una sociedad que crezca en base al mérito mientras se aliviana del peso
muerto del Estado. ¿Queremos ir hacia allí? Parafraseando al refrán: si sabemos
hacia dónde queremos ir, seremos capaces de aprovechar los vientos favorables,
que siempre los hay.
En este sentido, la idea de las “free cities”,
aplicada con gran éxito en China y de manera incipiente en la legislación de
Honduras (allí las llaman Regiones Especiales de Desarrollo) y otros sitios,
puede muy bien ser una alternativa inteligente para permitir en nuestro país la
instalación de polos de trabajo y vida disruptivos, traccionadores,
experimentales a escala limitada si se quiere, liberados de las limitantes
institucionales, legales, laborales, impositivas y de otras clases que frenan al
resto de la Argentina. Algo así como una zona franca potenciada en la que (a
ejemplo real de China), mientras menos control haya del gobierno, más éxito
tendrá.
La propuesta trata de enclaves productivos que
operan bajo nomas políticas y jurídicas diferentes a las del resto del país. Normas
contractuales aplicadas en una o más
“ciudades libres” enteramente nuevas y de localización a convenir, administradas
por un consorcio de empresas (y/u ONG´s) que compran un terreno propicio,
redactan su estatuto de funcionamiento y crean sus propias autoridades.
Sitios que operan con sus propias reglas,
libremente aceptadas por los ciudadanos que quieran participar.
Ciertamente hay que dejar atrás tabúes
arraigados como el de la “soberanía” y temores egoístas a un efecto contagio
(por éxito visible) que ponga en el tembladeral a un extenso lote de creencias
tan envidiosas como ladinas.
Pero es también un camino conducente a ese
futuro posible de decisiones personales no
coactivas, libertades inéditas y riqueza honesta que, por el sólo peso de
los hechos, acabaría poniendo fin a nuestra inacabable grieta.
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