Enero
2015
Existe
la creencia general de que no hay vida civilizada más allá del Estado. La pseudo
certeza intuitiva, largo adoctrinamiento socialista mediante, de que la opción
de hierro que enfrenta toda sociedad es Estado o Caos.
Antes
bien, es altamente probable que el socialismo genérico que impera hoy como mito
mayoritario sea en verdad una de esas plagas con las que en forma recurrente
Dios castiga la estupidez humana.
Y
es más que altamente probable que el ejército de vagos y vivillos habitualmente
alineado con estas mayorías esté más que interesado en mantener viva esta
creencia: de ella depende su vida de ventajas entre los pliegues de la
oligarquía política, la corrupción endémica, el capitalismo de amigos, los
subsidios vitalicios y en general el empleo vacuo de todos los que sin producir
nada se arrogan el derecho de dictar cátedra, regular, controlar y sobre todo de
cobrar por la fuerza… al menguante número de quienes se esfuerzan en producir
algo.
Sin
embargo, más allá del Estado, de su
tenaz lavadora de cerebros y de sus apelaciones al terror no imperan la
bestialidad y el caos sino, en verdad, la justicia y la abundancia. Es decir,
la libertad y felicidad del mayor número (o al menos, las precondiciones cuasi
ideales para su consecución).
Valga
un ejemplo; uno de los tantos mitos del polvoriento credo estatista y a su vez
una de las mayores fuentes del desasosiego argentino: la seguridad pública.
Porque
como en cualquier otro sector del mercado cuando es liberado de trabas, también
en este la acción fluiría de manera casi automática hacia un equilibrio de máxima
productividad y orden.
Dejando
una vez más en evidencia (como en toda necesidad social, casi sin excepción)
que la intervención del gobierno equivale a adulterar con agua el combustible
de un motor en marcha.
Hablamos
de un futuro posible, real y abierto desde luego a la libre elección de todos
los argentinos, conducente al gradual reemplazo de la seguridad estatal por seguridad
privada.
Con
una correlativa disminución de impuestos (empezando por los que tanto encarecen
los artículos de consumo popular) hasta el monto que el presupuesto nacional
haya asignado a este ítem y a sus colaterales.
La
actual estructura policial, por caso, sería gradualmente absorbida por agencias
de seguridad privadas que en el marco de un mercado desregulado procederían a
descentralizarla y potenciarla para proveer (con menor costo, muchísima mayor
eficiencia y tecnología) a todas las necesidades de la población en la materia.
En
la inteligencia de que poner a rodar una sociedad económicamente libre y
competitiva, haría que producción, empleo y salarios se disparasen hacia arriba
en tanto regulaciones e impuestos lo hiciesen hacia abajo. Dando así posibilidad real a casi toda la
población de optar en el pago de este
y otros servicios hoy monopólicos y estatizados.
¿Utopía
imposible? Ciertamente la corporación política y su legión de vividores nunca
cederían este resorte de manera voluntaria. Únicamente lo haría un gobierno
libertario electo o bien algún otro, en forma no voluntaria bajo la fuerte
presión popular de una suerte de “primavera argentina”, donde rodasen cabezas y
bolsos.
Veamos
entretanto, a manera ilustrativa, algunas diferencias entre el actual
ordenamiento y lo que implicaría un sistema privado de seguridad pública.
Si
pudiésemos optar (y podemos) empezaríamos por asumir que “contratar” al gobierno
para que nos defienda significa contratar a un monopolio coactivo armado;
inmenso, además (porque eso es el Estado). Y que por el sólo hecho de aceptar
esta relación, aceptamos en la práctica quedar indefensos frente al “defensor”.
En
nuestra realidad, la policía existe para proteger al gobierno. La poca
protección que brinda a la ciudadanía contra los delincuentes es con el fin de
mantener el mínimo de tranquilidad social que permita a los gobernantes
mantenerse en sus posiciones de privilegio. Una función que cumple muy bien.
Además
y como es pagada por el fisco, esta policía tampoco protege al pueblo contra
las numerosas tropelías agresivas de su gobierno, incluyendo la violación de
derechos y delitos comunes como abuso (deuda), fraude (inflación) o simple robo
bajo amenaza (impuestos).
Como
contrapartida, tenemos que la única y exclusiva función de una agencia de
seguridad privada (en competencia con otras agencias) es la de proteger a sus
clientes de toda agresión. Y que si no cumple a satisfacción este, su cometido,
en poco tiempo quedará excluida del negocio.
A
diferencia de la policía estatal, al no tener el monopolio coercitivo de la
fuerza, no podría coaccionarnos para que sigamos pagando. Los ciudadanos
seríamos libres de optar y por tanto, de mandarla a la quiebra, hacerla
desaparecer y reemplazarla por otra que sirva.
Para
estas agencias, la prevención del delito sería mucho más rentable que la
captura y encarcelamiento de los delincuentes una vez cometida la agresión. Castigo que es objeto y prioridad en el
actual sistema estatal: un sistema sin fines aparentes de lucro, para el que la
prevención no reporta demasiadas ventajas.
Este
énfasis en la prevención con tolerancia cero por parte de la agencia privada se
manifestaría en el desarrollo de nuevos y más eficaces dispositivos de
protección e investigación que la mantengan por delante no sólo del delito sino
de las agencias competidoras. Más vigilancia, inteligencia y equipos
innovadores para evitar en lo posible el costo de reparación del daño una vez
causado, incluyendo los de rastreo y juzgamiento del agresor. O asesorando sin
costo a los clientes que lo soliciten en el uso de armas y técnicas defensivas
de avanzada. Vale decir, el afán natural de lucro trabajando en favor de los
honestos.
En
una sociedad con tendencia aperturista y no discriminante, por otra parte,
crecería en forma sostenida la participación de las compañías de seguros, las
que previsiblemente ampliarían su rango de acción en varios campos, uno de los
cuales podría ser el de incorporar o asociar una agencia de seguridad.
De
este modo, la aseguradora podría encargarse no sólo de los clásicos seguros de
vida y accidentes sino de los problemas derivados de la restitución y/o
compensación de las pérdidas a través del manejo de la seguridad antes
descripta. Y de establecimientos autofinanciados de detención y/o negociación
de las deudas eventualmente contraídas por los agresores para con sus clientes.
Se
iría pasando así de una justicia punitiva, de “delitos contra la sociedad” a
una justicia restitutiva o reparativa, de “delitos contra el individuo”, con
una cada vez mayor participación de cortes privadas de arbitraje y mediación.
Posibilidades
todas bien estudiadas por brillantes teóricos libertarios de la no-violencia,
cuyo desarrollo exigiría mucho más espacio del destinado a este breve artículo
de divulgación. Como son los casos de defensa externa, servicios de
inteligencia o reinserción social y manejo laboral de la deuda de los detenidos,
entre otros.
Finalmente,
es obvio para quien quiera verlo que la policía de un Estado intervencionista como
el nuestro en realidad fomenta el delito ya que al forzar el cumplimiento de
“leyes” invasivas que expolian al pueblo y le prohíben comerciar libremente (e
incluso le impiden defenderse), colabora en la creación de un corset social que
lubrica enérgicamente la acción de la delincuencia y de numerosas tendencias antisociales
que sin llegar a la agresión, entorpecen a diario nuestra convivencia y
minimizan las posibilidades de búsqueda de la felicidad.
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