Educación Pública

Agosto 2008

Millones de alumnos sufren en estos días las consecuencias de reiteradas huelgas docentes en la provincia de Buenos Aires. Maestras y profesores protestan contra el gobierno por sus magros salarios, negándose a trabajar.

Nótese que casi nunca los reclamos son por los contenidos o por la cantidad de días de clase.
Cualquiera puede observar el grave déficit en la enseñanza de valores (honestidad intelectual, cultura del trabajo, respeto del derecho ajeno, responsabilidad individual frente a la decadencia argentina etc.). O en la duración de nuestro ciclo lectivo en comparación con las sociedades de civilización avanzada a las que deseamos emular, alcanzar y superar.
Las quejas se centran en la incapacidad del Estado para resolver la ecuación económica que logre sueldos atractivos y jubilaciones dignas para los trabajadores de la educación.
Un mantra con visos de autismo, que se repite desde hace décadas porque quien pretende resolver el problema (el Estado) es precisamente el problema.

Los impuestos que nos quitan contra nuestra voluntad han tenido una tendencia creciente y se encuentran en la actualidad en niveles muy elevados para toda la población, cualquiera sea el modo en que se los mida (un obrero entrega más del 33 % de sus escasos ingresos entre impuestos explícitos y ocultos; un comerciante, más del 51 %).
Aún así, el dinero no alcanza para pagar a los docentes lo que con justicia merecen. ¡Ellos son sólo uno de los incontables gastos del Estado, que de por sí arrastra enormes deudas y déficit operativo crónico!

La respuesta peronista provincial será, una vez más, aumentar la presión tributaria (ya están pensando subir aún más los Inmobiliarios urbano y rural) además de aprovechar a fondo el impuesto inflacionario creado por el gobierno nacional.
Es una mala respuesta porque la Argentina que todavía produce se encuentra próxima al estallido de una rebelión fiscal y no parece dispuesta a seguir con una escalada de aprietes y exacciones que nos acerque cada día más al “paraíso” castrista.

La respuesta inteligente es que los docentes deben cobrar más que la pequeña mejora que les ofrece el Estado, y los ciudadanos contribuyentes deben tributar una menor proporción de sus ingresos. Y que al cabo del tiempo, los maestros y profesoras con mayor vocación, preparación y eficacia en la enseñanza cobren mucho más mientras que las personas que no utilizan el servicio educativo, no paguen nada. ¿Es posible? Desde luego. Pero antes debe entenderse algo: como en casi todos los problemas sociales, el Estado es el impedimento; el gran estorbo, el gran ladrón que impide por la fuerza de su codicia y estupidez las mejoras en nivel de vida y oportunidades, sobre todo, de los que menos tienen.

El sistema actual, maniatado entre un anticuado “estatuto docente” y la “máquina de impedir” estatal con su fárrago reglamentarista, se hunde haciendo agua por todos lados.
La otrora ejemplar educación argentina se ahoga en un mar de atraso tecnológico, precariedad edilicia, escasa oferta diferencial para padres que quieren “otra cosa”, salarios indignos, planteles burocratizados, colegios privados anémicos y subsidiados, programas desactualizados con respecto a un planeta que se globaliza velozmente al compás de la moderna economía del conocimiento y otras mil rémoras.

Es hora de salir de este pantano de sesenta años, saltando hacia un futuro creativo, poderoso, original, donde nuestra patria vuelva a marcar el paso adelantándonos al resto del mundo.
Para relevar al Estado de obligaciones que no sabe, no debe ni puede cumplir habría que acordar un plan gradual de algunos (pocos) años con objetivos como:

a) Transformar cada escuela pública posible en una institución privada de tipo cooperativo, donde el plantel directivo y docente asuma todas las responsabilidades, decisiones empresariales y de oferta educativa que considere más apropiadas. Incluyendo las de fijar su directorio, sus propias remuneraciones o decidir sobre sus sistemas de seguridad social, salud y agremiación.

b) Bajar del presupuesto educativo (tanto a nivel nacional como provincial o municipal) las importantes partidas relativas a todo el gasto burocrático y operativo que ahorre la reconversión citada. El Estado sólo fiscalizaría que se cumplieran contenidos básicos de mínima.

c) Con el presupuesto disponible así fortalecido, repartir todo el dinero, mensualmente, entre los padres cuyos hijos dependan total o parcialmente para su educación del sistema público, mediante algún sistema de pago electrónico que no pueda usarse con otro fin.
Los padres podrían elegir en qué institución inscribir a sus hijos, aplicando el crédito mensual al establecimiento que mejor interprete sus ideales, sean estos de tipo cultural, idiomático, religioso, ideológico, étnico etc.
El crédito podría ser considerable, dándose las condiciones descriptas. De tal manera, la misma escuela que antes dependía del gobierno, con los mismos alumnos de antes, dispondría de un mayor ingreso mensual ahora libremente administrado por sus nuevos dueños.

d) Las cooperativas tendrían libertad para fusionarse o asociarse entre sí o con instituciones de otros países, estableciendo convenios y proyectos de todo tipo con fundaciones filantrópicas, universidades, empresas comerciales o bancos y organismos argentinos o extranjeros a criterio de su dirección.
Con creatividad aplicada a pedagogías de punta, investigación, inserción laboral o universitaria. Decidiendo también sobre los programas de estudio, más allá del mínimo establecido.
Sacudidas las obsoletas trabas operacionales y programáticas tanto como las paralizantes regulaciones sindicales, una enorme cantidad de escuelas básicas, medias y superiores pasarían a ser rentables, compitiendo por los alumnos, posibilitando fuertes mejoras salariales y buenas ofertas laborales con prestigio jerárquico para los docentes que tengan vocación de progreso.

e) La mayor parte de estas nuevas instituciones estarían en condiciones de abonar al Estado un moderado alquiler por las instalaciones originales, fondo que el gobierno aplicaría para subsidiar aquellas escuelas que por motivos de distancia, pobreza o escasa cantidad de alumnos no pudieran financiarse solas.

Resulta lógico presumir que un gobierno con el coraje de poner al sistema educativo en una senda de avanzada como esta, también lo tendría para liberar las enormes energías creativas de nuestra nación en otros órdenes, como el económico, o de los sistemas judiciales y de seguridad por ejemplo.

Una Argentina que rompa las cadenas de sus temores adolescentes y se lance a un crecimiento explosivo, como sin dudas podría darse en el actual contexto internacional, generaría y distribuiría riqueza y bienestar a una escala asombrosa.
En ese marco, el aporte Estatal al presupuesto educativo disminuiría muy rápidamente a medida que los padres dejaran gradualmente de necesitar el crédito escolar y empezaran a pagar por sí mismos una buena educación para sus hijos al costo real de mercado, como ocurre hoy con los mejores colegios privados.
Eso sería, a años luz de lo actual, verdadera “igualdad de oportunidades” para todos.

Divididos

Agosto 2008

Al igual que muchos otros pueblos -aunque impiadosamente visible tras la rebelión fiscal de Marzo- los argentinos estamos divididos.
De la boca para afuera la división es tenue; casi cuestión de detalles superficiales. Pero dentro de nuestras conciencias, la verdad sin anestesia es muy diferente.

En apariencia, salvo antisociales y dementes, todos están de acuerdo en aspirar a un modelo de país donde impere en serio la no violencia, el respeto al prójimo, a su propiedad, a sus opiniones y a su libre elección de forma de vida. Con libertad de comercio, de prensa y de circulación. Que haga fácil y generosa la solidaridad constructiva con los menos favorecidos tanto como el cooperativismo social y de negocios. Que logre afianzar la sensación general de que todo delincuente recibirá sin excepciones el castigo que se merece. Donde el trabajo honesto vuelva a ser paradigma ético y sinónimo de progreso económico.
Y que con todo eso en vigor, asegure para quien lo desee una educación de excelencia, un sistema de salud moderno e inclusivo y una seguridad social de largo plazo con fondos a salvo del saqueo estatal, tan solvente como justa y atractiva para quienes con sacrificio realizaron sus aportes.

Las diferencias de opinión acerca de estas aspiraciones básicas son, como dijimos, de detalle o de forma. Todos dicen querer esto.

Los argentinos, sin embargo, se dividen en dos clases de personas. Por un lado están quienes desean realmente vivir con honestidad de su trabajo, respetando los derechos del semejante sin engañar, trampear ni robar y renunciando a iniciar forma de violencia ni amenaza alguna contra quienes no los agredan. Sin importar por qué partidos o candidatos hayan votado en el pasado, este grupo reúne a la mayor parte de la población. Mujeres y hombres de conducta honrada, respetuosa, pacífica, sensible al dolor ajeno y con un recto sentido de lo que es ético, de lo que es moral y de lo que es justo. Son la “gente buena”, que todos conocemos.

Y por otro lado está la minoría de quienes no lo desean.
Estos últimos aspiran de palabra al modelo social aceptado por todos y descripto más arriba pero no aceptan en su fuero íntimo renunciar a vivir del esfuerzo de otro, a engañar, trampear, robar o amenazar con la violencia a quienes no los han agredido, para conseguir sus objetivos por la fuerza. No aceptan respetar los derechos del prójimo (en especial el de propiedad) ni su libertad de elegir con cuánto desean contribuir para sostenerlos, sin trabajar en algo que sea productivo para la sociedad.
Se trata de mujeres y hombres que no se atreven a confesar en público sus malas intenciones, ni a apoyar el revólver contra la nuca de un comerciante. Utilizan en cambio el cuarto oscuro a modo de arma para elegir a los sicarios que ejercerán coacción y robo en su representación. Amparados en el anonimato procuran dar rienda a sus deseos, vicios, conveniencias, odios y en ocasiones al acceso a fortunas, a costillas del duro trabajo productivo de otras personas.

Pisoteando preceptos constitucionales clarísimos, esta minoría lo ha logrado una y otra vez en Argentina con breves excepciones durante los últimos 78 años.
Los resultados están a la vista. Nuestra nación está hoy vencida, de rodillas frente a un mundo que nos pasa por arriba riéndose entre dientes de nuestra ciega estupidez.
Ha sido posible mediante el accionar inescrupuloso de algunos militares, intelectuales, mafiosos con grupos de choque, pseudo-empresarios, pseudo-educadores, vividores políticos profesionales, artistas o deportistas que oficiaron de “idiotas útiles” e incluso de religiosos. Grupos relativamente poco numerosos pero con gran ascendencia sobre la “gente buena”. Con dinero, prestigio, autoridad en algún tema, posiciones de poder o bien con cruel inteligencia y facilidad de palabra para convencer a millones de mentes sencillas sobre la “conveniencia” de votar su sistema. El sistema populista que les aseguró siempre (a ellos y a sus clientes) posiciones de ventaja. Porque las personas que en su fuero íntimo no quieren dejar de agredir a los honestos son las que viven de la mayoría trabajadora mediante subsidios e impuestos a discreción, ventajas monopólicas, prohibiciones selectivas, inmunidades legales de facto, jubilaciones o salarios de privilegio, nepotismo y las más amplias posibilidades de corrupción. Quedándose con el agradecimiento popular sobre caridades realizadas con dinero ajeno, para tapar desaguisados que les son propios. Y lo que es peor: hundiendo cínicamente a la República Argentina entre mendacidades, obcecaciones e irreparable pérdida de oportunidades, entre otros graves errores que bien podrían calificarse como verdaderos crímenes de lesa patria.

Superar esta división obligando a ganarse el pan a los deshonestos que frenan nuestro despegue es un objetivo cívico de primer orden. Desenmascarar ante la gente buena y sencilla a los aprovechadores que se turnan para succionar sus energías vitales empujándolos a la pobreza como frutas exprimidas, un deber patriótico ineludible.