Judicaturas

Diciembre 2017

Hace poco y con motivo de un problema judiciable en ciernes, tuvimos ocasión de comprobar el funcionamiento del sistema de mediaciones en la ciudad de Buenos Aires.
En efecto, una abogada mediadora privada designada de común acuerdo entre las partes fue capaz, tras 4 encuentros y un módico honorario, de conducirnos a un arreglo si no ideal, al menos aceptable para todos.
Nos ahorramos así un juicio largo, desgastante, costoso y de desenlace incierto. Y contribuimos con la comunidad, al evitar seguir agregando peso a los ya colapsados tribunales nacionales.

A diferencia de la visión libertaria de la Justicia, aún los liberales defensores del “Estado mínimo” sostienen que este es necesario, entre otras cosas, para sostener el monopolio de un Poder Judicial y una fuerza armada de aplicación que solucionen las controversias sociales de manera pacífica.  Para mantener una única corte final de apelaciones obligando a los litigantes a someterse a ella y, en definitiva, a sus leyes. Así como sostienen también que los funcionarios de este Poder son más imparciales que su alternativa privada dado que no tienen intereses ocultos que los condicionen como los que podrían presumirse de su contraparte, sometida a las leyes del mercado.

Lo cierto es que, al abordar este tema, tocamos aquí a un “intocable”; a una verdadera vaca sagrada del estatismo: la de su monopolio judicial.

Aun así, aprovechando la circunstancia de ser un Poder tan cuestionado, tan costoso y tan falto de credibilidad (según encuestas, entre 78 y 83 % de la ciudadanía argentina hoy, no confía en su Justicia), abordaremos el tema marcando acaso algunos básicos; propuestas de aplicación gradual y sentido común.
Hojas de ruta posibles para un gobierno como el macrista, supuestamente encaminado hacia la modernidad a través de una baja impositiva y regulatoria.

Para no extendernos demasiado, dejaremos por ahora de lado el capítulo referido a un tipo de Justicia más avanzada, totalmente privada y de jurisdicciones competitivas, así como el tratamiento libertario de delitos graves contra la vida o la integridad de las personas y contra la “sociedad en su conjunto” (como la corrupción estatal), para centrarnos en las diferencias económicas y conflictos varios que abarrotan el 90 % de la capacidad de nuestro actual sistema.

Y convengamos entonces en asumir que las partes en disputa son eventualmente capaces de elegir a sus propios árbitros. Como que parece asimismo claro que, con suficiente demanda, surgirían numerosas nuevas agencias privadas de mediación y arbitraje atendidas por profesionales. Que además podrían ser (¿por qué no?) muchos de quienes trabajan hoy a tiempo completo para el modelo de justicia estatal.
La gente obtendría así ventajas tangibles, derivadas tanto de la competencia como de la especialización. Incluso con la aparición de agencias dedicadas a arbitrajes de última instancia (las actuales cortes de apelaciones), convenidas de antemano entre los litigantes con la ayuda de sus respectivos abogados.

Una sociedad moderna es una sociedad contractual. Desde un plan de estudios o un empleo hasta operaciones comerciales de envergadura, casi todo tiene su anclaje en contratos. Estandarizados, implícitos, puntuales o correlacionados, la protección de cumplimiento de los mismos está dada hoy, en último término, por la fuerza pública.
Dicha protección de contratos es hoy en verdad un gran mercado o negocio, de inmenso costo total final para el conjunto (reflejado, al fin de la jornada, en inseguridad, pobreza y marginalidad, entre otros ítems), mayormente mal atendido. Que lo estaría mejor bajo agencias de arbitraje trabajando en conjunto con compañías de seguros.

Así, los contratos que se celebrasen entre partes podrían tener una cláusula vinculante donde quedara designada la agencia a la que se recurrirá en caso de divergencias. Designándose también a la o las agencias arbitrales de eventual apelación.
Todo lo cual es obviamente mejor que no poder optar por variantes de eficiencia y especialización siendo forzados a aceptar el veredicto de una única corte final para todos los casos y temas, por diferentes que estos sean.

Por otra parte, el argumento de la imparcialidad de los jueces del monopolio actual se desmorona ante el hecho comprobado, entre otros, de la “lealtad política” que estilan profesar a los gobiernos y a sus amigos, siendo impelidos (con toda lógica) a ser parciales en favor del Estado del que forman parte y del que obtienen su paga y su poder.
El árbitro que vende sus servicios en el mercado, en cambio, depende de su habilidad para actuar con verdadera justicia en la solución de los diferendos. Habilidad que, junto a la honestidad, imparcialidad, rapidez y moderación de honorarios, cimentará su reputación. Complementada por su capacidad empática para con los sentimientos e intereses de los litigantes, actuando con ánimo de dirimir disputas más que de dictar sentencias.
Deben actuar así, a diferencia de los jueces actuales, so pena de quedarse prontamente sin clientes a manos de la misma y entrenada competencia que se encargaría de fiscalizar, por interés propio, sobre cualquier irregularidad que cometa.
Puja que se daría, como en cualquier transacción comercial, por precios más bajos y mejores prestaciones, minimizando las demoras e incertidumbres hoy usuales, generadas por abogados poco escrupulosos o simples golpes de suerte.

La intervención de compañías de seguros se daría (aparte de coberturas habituales como las que se dan en los casos de contratos de venta en cuotas, muerte o incapacidad del deudor) en los casos de simple incumplimiento, como un anexo de norma en cada contrato.
Allí se especificaría que la cobertura quedaría supeditada al previo paso por la mediación arbitral antes apuntada, incluyendo las apelaciones. En la última instancia y ante una negativa a acordar, el árbitro final impondría a la parte incumplidora la reparación monetaria equivalente más el costo de los arbitrajes incurridos.
De negarse o serle imposible su cumplimiento, la aseguradora indemnizaría a las partes acreedoras con dicha suma y se haría con la titularidad de la acreencia para continuar con el intento de cobro por otros medios.
Podría entonces re-pactar plazos, prever formas originales de resarcimiento, vender la deuda a terceros o proceder como le convenga utilizando todas las herramientas legales de presión disponibles. Por ejemplo, embargando o reteniendo acreencias de su banco o de sus deudores. O bien sueldos y premios de su empleador, si se trata de un empleado.

La presión principal, sin embargo, sería la de la “condena social institucionalizada” porque en una sociedad más adulta, voluntaria, responsable y libre, el incumplimiento llevaría a una veloz exclusión financiera y comercial a todo orden, con daño profesional y social para las personas físicas que se nieguen a acordar, con más su probable extensión a familiares cercanos, sociedades conexas, fundaciones, clubes, consorcios y posibles testaferros.
Algo así como una muerte o exilio civil infame, corrosivo y económicamente paralizante; mucho peor que el actual Veraz. Hablamos de tender a un sistema absolutamente abierto, integrado en redes e informatizado que acabaría en poco tiempo por no dejar resquicios viables a la estafa.
La Justicia civil del futuro no-violento apuntaría así en forma preponderante (aunque no excluyente) al castigo por exclusión social (y aún física) de los indeseables.
En una sociedad de este tipo, fuertemente colaborativa por interés propio, hasta el más desaprensivo irresponsable caería en cuenta de que la honestidad con los demás es una necesidad… egoísta. Un argumento ya desarrollado in extenso, por otra parte, en el anticipatorio libro de Ayn Rand “La Virtud del Egoísmo”, de 1961.

Por fin, dado que el deudor irredento del ejemplo inició una agresión comprobada contra sus acreedores al persistir en negarles lo que les es propio, la compañía de seguros en asociación con una agencia de seguridad privada tendrá el derecho, agotado en el tiempo todo lo anterior, de hacer uso de fuerza proporcional en legítima defensa contra dicha agresión.
Dejaremos de lado de momento y por falta de espacio el desarrollo de los posibles métodos privados de castigo, detención y resarcimiento. Ya estudiados, por otra parte, por calificados pensadores libertarios.

Cabe apuntar que el ostracismo comercial funcionaría igualmente bien contra las compañías de seguros (y de seguridad) que se arriesgasen a ser deshonestas o excesivamente violentas, con los mismos argumentos aplicables vía mercado competitivo que los aplicados a las agencias de arbitraje y a los individuos de proceder incorrecto. Como así también asumir que, al no ser agentes de un Estado monopólico, carecerían de inmunidad legal por las consecuencias de sus acciones, debiendo enfrentar fulminantes demandas por mala praxis en igualdad de condiciones que el resto de la ciudadanía.
En disputas menores o no contractuales y sin seguros, los litigantes deberían, llegado el caso, acordar por sí someterse al accionar de agencias de mediación y de seguros. Negarse a hacerlo implicaría para la parte reticente similares riesgos a los apuntados, tanto en lo comercial como en lo social.

El día en que una masa crítica de ciudadanos se atreva a desafiar lo “políticamente correcto” para llamar a las cosas por su nombre usando el más común de los sentidos, la Justicia, como tantas otras instituciones, comenzará a trabajar en serio en nuestro favor haciendo de esta una sociedad más segura para los honestos.