Dejar de Ser Pobres

Julio 2025

 

Nuestro presidente se parece a uno de esos científicos desprolijos, excéntricos y geniales en lo suyo (por caso, la economía) pero distraídos o directamente fastidiados para con el resto (por caso, la política).

A esta altura de su mandato, toda persona intelectualmente honesta de seguro percibe en él, aparte de esta imagen de comic, a un hombre de verba violenta al tiempo que honrado y cálido. A un ser intenso; obsesionado en reponer a nuestra Argentina en el rango de potencia económica restaurando su orgullo lo más pronto posible, caiga quien caiga (incluso y sin dudarlo, él mismo).

Análisis políticos serios nos aseguran que a la fecha conserva el apoyo de sus incondicionales (30 % del electorado, con predominio de varones y jóvenes sub 40) así como el de sus simpatizantes con reservas (25 %, con predominio de mujeres y mayores de 50 años). Sumados, conforman el 55 % del padrón nacional que se inclina por un marco institucional de tipo “paternal”; de orden en calles y Estado, responsabilidad individual, mérito, productividad y bajos impuestos con amplias libertades personales, económicas y cívicas.

Al proyecto Milei se opone un 35 % de argentinos que apoyan al kirchnerismo o a distintas variantes peronistas, más un 10 % que responde a otros partidos de izquierda. Sumados, conforman el 45 % que se inclina por un marco social de tipo “maternal”; de contención tribal, regulaciones socialistas y asistencia estatal generalizada aún a costa de emisión inflacionaria, mayor carga de impuestos anti productivos, más deuda y alineamiento con dictaduras violadoras de derechos humanos.

Es muy poco probable que esta grieta cultural, de dos modelos antagónicos de sociedad, cambie. Sólo podría hacerlo a través de un recambio generacional y educativo que se percibe como muy lento o bien… inviable.

Complejizando este panorama, tenemos el hecho empírico de que los argentinos somos mayoritariamente incoherentes desde el momento en que los mismos “liberales” exigen equilibrio fiscal bajando impuestos, con fuerte contención social, sin despidos ni aumento de tarifas, con veloz inclusión económica formal en conurbanos y villas, sin subir la edad jubilatoria ni tocar sus regímenes especiales ni los millones de retiros vitalicios de quienes no aportaron.

Parte del 25 % de simpatizantes con reservas de La Libertad Avanza (mayormente ex Pro) podría re-virar hacia el estatismo si estos postulados no se cumplen, haciendo caer el ciclo “de derecha” en las presidenciales del ´27.

Más difícil aún. Los libertarios tienen como norte declarado de largo plazo reformas más profundas que las hoy esbozadas previsional, laboral e impositiva. Cambios de otra generación; mucho más audaces y superadores del sistema estadocéntrico (violento por extorsivo, primitivo por monopólico) no dando por cierto siquiera que nuestra actual democracia delegativa de masas sea el Fin de la Historia; el puerto final de la evolución humana en cuanto a modos de organización comunitaria.

Reformas pensadas para virar gradualmente, a lo largo de décadas, hacia un modelo privatista contractual voluntario que desate nuestras energías creativas y nuestro ánimo solidario impulsando el bienestar general con nuevas soluciones y multiplicidad de opciones personalizadas para nuevas problemáticas (eso nunca desaparecerá), a un nivel y en una escala de libertades individuales sin precedentes.

Una ideología de base, la libertaria, que se ve facilitada (casi empujada) por los avances tecnológicos en sinergia con las tendencias en curso a la incorrección política y al inconformismo institucional.

Por poner un ejemplo: durante siglos la élite ilustrada de la humanidad luchó por separar a la Iglesia del Estado. En la actual instancia del proceso evolutivo, luchamos por separar a la Economía del Estado. Puede que estemos en los albores de otra revolución conexa cual es la de separar a la Justicia del Estado; algo perfectamente posible, avances informáticos de por medio. Nuestra situación en tal sentido (justicia monopólica estatal fallida) más que lo amerita.

Lo pedestre, en todo caso, es que la gente necesita que los gobiernos que surgen de una elección les solucionen sus problemas. Y en la medida que eso no ocurre, la legitimidad de democracias, repúblicas y constituciones se va perdiendo; un implacable goteo que se constata a diario, aunque muchos no quieran verlo.

En lo básico, hay que buscar, aceptar y asumir un modelo marco de ciudadanía que además de cierto orden, permita y facilite la movilidad social. Que ayude a proyectar planes de vida y que agilice al máximo para cada ciudadano, sin timideces ni estúpidas envidias, la posibilidad real de construírselo; en estudio, trabajo, salud, vivienda, entorno, seguridad, finanzas, previsión y ocio.

Hoy, en nuestra sociedad tan fuertemente estratificada bajo un Estado omnipresente, es difícil dejar de ser pobre.

Y también, claro, dejar de ser rico.





Estatismo, Divino Estatismo

Junio 2025

 

Encuestas confiables siguen mostrando que los argentinos somos mayoritariamente estatistas.

Y están en lo cierto: tiene gran arraigue en nuestra nación la idea de que sólo bajo la severa conducción de un Estado-mamá que reglamente nuestras concupiscencias, dirima nuestros pleitos y aplique sus correctivos conseguiremos evitar el caos del “todos contra todos”.

La mayor parte de la gente piensa que el Estado, sobre todo en sus monopolios de legislación, justicia y fuerzas de seguridad, es algo muy necesario; vital; irreemplazable si pretendemos ser una sociedad civilizada, donde haya cooperación y donde no impere la ley del más fuerte.

La batalla cultural en contrario, de avive, que libra el gobierno libertario apelando a tediosas cuantificaciones de nuestra historia de sobrerregulaciones y asistencialismos corruptos con déficits fiscales, inflación y pobreza crecientes, sólo hace mella en la superficie de esa “conciencia nacional” que persiste, tenaz, en su dependencia dirigista.

Aun conociendo esta percepción ciudadana, el presidente J. Milei insiste en que debemos… odiar al Estado, una organización criminal. Y en que él es en verdad un topo infiltrado que vino a desguazarlo.

¿Por qué se obstina en afirmaciones tan chocantes, a contramano de la creencia mayoritaria? En principio, claro, porque es un anarcocapitalista conceptual que tiene como norte último la abolición de los impuestos (savia vital del sistema estadocéntrico) y de toda otra acción agresiva sin contraparte contractual-voluntaria.

La teoría libertaria que respalda estas ideas tiene sus razones, largamente desarrolladas por los teóricos ancap.

Por lo pronto, no considera civilizado un entorno como el nuestro, que basa su existencia en el forzamiento extorsivo de sus integrantes. E invita a todos quienes creen que no formamos parte de una comunidad estatal forzada, a considerar qué pasaría si se despenalizara el no pago de impuestos; es decir, si se retirase el revólver de la nuca de los “contribuyentes”. No es difícil imaginar lo que una abrumadora mayoría haría de inmediato, aun sabiendo las consecuencias.

En definitiva ¿por qué, en un entorno social cada vez más tecnológico y personalizado, se sigue creyendo en la necesidad de un gran monopolio territorial de legislación, justicia y punición como único modo de evitar el caos, incluso a muy largo plazo?

Es sabido que sin sustento ideológico, sin un modelo societario que motive, ningún sistema institucional de gobernanza dura mucho. El que sustenta al “sistema Estado” se basa en el llamado mito hobbesiano (por el filósofo inglés Thomas Hobbes, 1588-1679), que postula que el estado natural del ser humano es la guerra de todos contra todos. Caótica guerra intra social para cuya detención se necesita un firme monopolista que uniformice y gobierne a fin de crear paz… bajo amenaza armada.

Pieza conceptual que deriva a su vez en constituciones que unifiquen territorialmente y en democracias que lleven a la práctica el bello ideal del autogobierno.

Si bien en la mayoría de los casos eso nunca funcionó (ni funciona ahora; de ahí el creciente desinterés, la bronca y el enorme descrédito del sistema y de sus políticos profesionales), este mito y no otra cosa es la creencia de base que sostiene a la estructura estatal hasta el presente.

Dicho esto teniendo hoy -más que nunca antes- en claro las ruinosas políticas clientelares de subsidios, prohibiciones y costosísimas violaciones a la propiedad de nuestra mamá-Estado filosocialista, que no lograron ser prevenidas ni frenadas por letra constitucional, ley positiva, justicia monopólica ni elección delegativa de masas (republicana) alguna.

Los libertarios como Milei adhieren a la regla de sentido común que dice que una teoría funcional y éticamente correcta debe serlo siempre, cualquiera sea su escala.

La idea hobbesiana en la que se funda la necesidad de “crear paz” desde un Estado monopólico se revela como un mito (muy conveniente, por cierto, para la legión de quienes integran su poderosa estructura, reciben subsidios o gozan de ventajas regulatorias discriminantes) al considerar cómo funciona a pequeña escala esa innata “guerra natural”; esa idea tan asumida de ser todos el lobo de todos.

Según la teoría, un grupo reducido, de 4 individuos, por ejemplo, no podría ponerse de acuerdo para concretar un negocio o acción sin terminar en al menos uno de ellos como jefe que decide (incluso en los conflictos de él mismo con los otros) y tres que sigan sus instrucciones.

La sentencia de Hobbes descarta la cooperación natural y voluntaria de mutuo interés entre iguales que, como es obvio, existe; y que vivimos a diario en infinidad de casos de interacción social.

Por el otro extremo y si esta teoría fuese verdad deberíamos tener un Estado Mundial creador de paz (¡Dios nos guarde de este super-monopolio!), aplicando el argumento sobre la realidad de nuestro 2025, cual es la de 197 Estados nacionales que se relacionan en un marco de… anarquismo (no existe entre ellos una legislación común, una autoridad política común ni una fuerza armada común; simplemente deliberan, negocian, acuerdan y, a veces, se enfrentan).

Anarquía, esa palabra tan demonizada por los cultores del estatismo, es un valioso vocablo que proviene del griego: an (sin) y arkhé (poder o mandato). Para el caso, sin Estado monopólico; de ningún modo sin ley ni orden.

En una comunidad reducida, puede verse cómo las personas colaboran pacíficamente entre sí sin necesidad de ningún monopolista que se imponga. Los inconvenientes de cooperación empiezan cuando esa “escala humana” o local se ve superada, como es el caso de los grandes Estados-nación que tienen jurisdicción monopólica sobre un gran territorio y sobre un grupo humano muy diverso.

¿Puede haber Estados tan pequeños como una comunidad localista? De hecho países como Mónaco, San Marino, Liechtenstein o Singapur entre otros se acercan a este ideal y por cierto funcionan bien: sus ingresos por habitante son muy altos y no hay casi pobreza pese a densidades demográficas elevadísimas y recursos naturales escasos.

Se trata de sociedades con individuos que prosperaron, zafando de la ceguera del mito hobbesiano patrocinado por algunos reyes y elites oligárquicas europeas que, hace unos 250 años, lucharon por imponer a cientos de ciudades, enclaves, señoríos y pueblos (entonces diversos e independientes; “anárquicos”) la idea de que estarían mejor unidos bajo su bandera; acogidos al monopolio territorial, de justicia y fuerza de unos pocos grandes Estados.

El estatismo y sus mitos, no el libertarismo y sus bien ordenadas anarquías de mercado en competencia, son lo que nos trajo hasta la insatisfactoria realidad actual, tan violenta e injusta. Tan primitiva en tanto coactiva por extorsión.

La verdadera cooperación civilizada que ponga coto a “la ley del más fuerte” se corresponde con las ideas de la libertad, tras la develación de que el Estado monopólico que nos sujeta no “somos todos” sino que es, efectivamente, el temido y muy mafioso “más fuerte”.

Tal vez sea hora de empezar un viraje mental comunitario que enfile nuestra nave hacia otro destino, aunque fuere para nuestros bisnietos o más allá: el de poder disfrutar de mayores libertades personales de elección en contratación, desarrollo, enriquecimiento y bienestar integral asociadas, claro está, a la asunción de también mayores responsabilidades individuales.

Un destino de menor o nula dependencia infantilizante de las tetas de mamá-Estado, siempre abastecidas por “otros” sin adulta medición de consecuencias.

Algunos lo llaman madurar; otros, evolucionar; en nuestro caso lo llamaríamos… destetar.

 

 

 

 

 

El Problema del Incentivo

Mayo 2025

 

Suele decirse que los políticos profesionales y la actividad política en general son necesarios para evitar que los conflictos que se suscitan en la vida comunitaria se diriman mediante violencia o extorsión, en aplicación de la ley del más fuerte.

Suele considerarse también que la democracia republicana constituye el sistema de gobernanza ideal, habida cuenta de lo dañoso de las alternativas hasta ahora probadas. Un sistema cuyas instituciones, gestionadas por políticos y funcionarios judiciales austeros, honestos y con vocación cívica de servicio, asegura la participación de todos los integrantes de la sociedad en el logro de un consenso general sobre reglas que tiendan tanto a la buena convivencia como a un creciente bienestar, sobre todo económico.

¿Es esto así? ¿Son reales esta participación y este consenso?  ¿Es el Estado, como suele recitarse, “la sociedad organizada” en forma voluntaria, con su esquema burocrático de fronteras, leyes, tributos y prestaciones? ¿Es la democracia republicana el “fin de la historia” en cuanto a modos de organización comunitaria? ¿Son los políticos profesionales, sus compromisos y transas, en definitiva, necesarios?

El actual círculo rojo, intelectualmente formado en dichos supuestos (dominantes, por otra parte, durante los últimos 250 años), cree mayormente que sí.

Los jóvenes globalizados de la generación tecnológica, de millenials en adelante, creen mayormente que no y que dicho establishment simplemente… “no la ve”.

Ellos más bien creen en “eficiencias conducentes”. En modos personalizados de gestión que estén más cerca de la creatividad que surge de soluciones privadas novedosas, diversas y flexibles en competencia… que del monopolio de un gran ente administrativo, obligatorio y uniformizante.

El “malo conocido” que tantas quejas acumula va camino, con apoyo de esta fracción creciente, de perder el favor de la mayoría a manos del “bueno por conocer”.

El razonamiento que está germinando en línea con el inconformismo cultural de los jóvenes de este siglo responde al más puro sentido común.

Vemos como, a diario, ellos eligen la heterarquía (organización horizontal en red) por sobre la jerarquía (organización piramidal) como modus operandi así como repudian la ley del más fuerte en un contexto en que el Estado, aplicando su peso coactivo y su gran estructura jerárquica de intereses, es el más fuerte; el que dirime con su ley los conflictos sociales. Y el peor extorsionador, además, por ser el más difícil de eludir al no estar sujeto a competencia.

En realidad, cuando el consumidor de gobernanza elije a un político no compra otra cosa que promesas, sin garantías de que el gobierno subsiguiente (suponiendo, además, que su elegido triunfe) vaya a responderle de la manera deseada en cada caso y circunstancia.

Equiparemos por un momento, haciendo una comparación Estado/mercado, la compra de gobernanza con la compra de otra cosa valiosa, como por ejemplo un automóvil. Tal supuesto podría darse con toda persona en condiciones de adquirir uno, votando en un día determinado por su auto preferido. Contabilizados los votos, cualquiera fuese la marca y el modelo ganador, cada votante estaría entonces obligado a aceptarlo.

Dado tal supuesto, los incentivos individuales para pensar y decidir cuál es el mejor móvil se derrumbarían ya que sea cual haya sido su meditada decisión, en gran medida su auto resultaría elegido por otros. Y con el bajo incentivo como regla, la calidad y variedad de autos en oferta por parte de los fabricantes caería rápidamente hasta el punto de terminar todos más temprano que tarde a bordo de modelos parecidos a los Trabant de la era Soviética.

En todas las cosas deseadas (y la buena gobernanza es una de ellas), la competencia es vital ya que con ella vienen la variedad, las mejoras y la economía (es decir, la eficiencia en el uso de recursos limitados, trasladable a precios más accesibles para más productos y mejores opciones).

Competencia que surge de los fuertes incentivos que, para el caso de las automotrices, representan las decisiones de compra en libertad de sus clientes individuales, forzándolas entre otras cosas a la diversidad. Concepto contrario por cierto a monopolio.

El Estado (duro monopolio territorial de ley, justicia y fuerza) carece de estos incentivos para mejorar dado que sus clientes (los votantes-contribuyentes) poco y nada pueden hacer frente a decisiones gubernamentales con las que no están de acuerdo, más allá de un desesperado (y resignado) sufragio al aire perdido entre millones, cada dos o cuatro años.

Los millenials (y otros grupos etarios que vienen despertando) procuran inyectar sentido común a un sistema “republicano” -en verdad corporativo y filomafioso- ya afianzado que mantiene corrompidas a gran parte de la justicia federal y de las legislaturas, entes estatales todos que avalan a su vez duros abusos en poderes ejecutivos provinciales y comunales siempre creativos a la hora de amiguismos, discrecionalidades y enriquecimientos ilícitos.

Y lo hacen apoyando al presidente J. Milei, percibido como un hombre honesto que se inmola interponiéndose entre ellos y los privilegiados de la Argentina (genéricamente “casta” u oligarquías parásitas simbióticas de sindicalistas, políticos profesionales y empresaurios).

Ellos no quieren cambiar mediante violencia el statu quo de estatismo pobrista legado en parte por sus antecesores de la “juventud maravillosa” de los ’70, sino mediante las reglas que hoy les proveen los propios políticos gestionando el mismo sistema (democracia delegativa de masas) que abonó el desastre que aún nos condiciona.

Un camino contradictorio, por cierto. Estrecho y lleno de barro por el que habrán de ir muchas veces cediendo y otras tantas ensuciándose; mas el único camino posible si quiere dejarse de lado la secesión, la migración o, en el extremo, la guerra civil (la valentía, la cobardía o el brutalismo respectivamente).

Nos espera, por años, el ver generaciones de recambio que serán topos dentro del sistema. Y nos espera, también una mayoría final que arribe a la conclusión de que los incentivos siempre son mejores que los garrotes si de evolucionar como comunidad se trata. Así como que la diversidad de opciones a todo orden será siempre más eficiente que el monopolio. Incluso en vacas sagradas hoy (en esta instancia del proceso de evolución cultural) tan intocables como justicia, seguridad y defensa.

O justamente por eso.

 

 

 

La Guerra como Lección

Abril 2025

 

La guerra de invasión que lleva adelante el Estado-nación ruso contra el Estado-nación ucraniano salpica de sangre a los millenials de ambas sociedades. Y llama a la reflexión a jóvenes de todo el mundo que ven con asombro cómo anacronismos de este tipo se convierten en realidades difíciles de creer.

Con batallas cruentas que ya dejaron más de un millón de bajas entre muertos y heridos. Además de disloque económico, desplazamientos forzosos y destrucción a mansalva de valiosa infraestructura, cuya erección demandó el esfuerzo de generaciones.

Atavismos que se creían superados, como las “guerras de conquista”, muestran otra vez su espectro a pesar de todo lo hablado y codificado en normas de convivencia, respeto, cooperación y derechos humanos, negociadas en el marco de muy costosos organismos multilaterales supraestatales, supuestos garantes de una “nueva civilidad”, más empática y evolucionada.

La lección por aprender en este disruptivo 2025 es que la gente de a pie, las familias, los individuos... evolucionaron; asumiendo la vigencia de la sacralidad de la vida, el respeto a los derechos del semejante y la empatía de sentirse una sola especie unida frente a los desafíos (y peligros) de la inmensidad cósmica. Una evolución del común que excluye de por sí toda guerra de agresión.

Y la lección continúa, “descubriendo” que quienes no asumieron eso son las nomenclaturas de los “modernos” Estados nacionales; esas instituciones jurídica y policialmente artilladas en defensa propia, tan coactivas para con sus pagadores cautivos de impuestos como veladamente agresivas para con sus pares. En realidad, entes secuestradores de sociedades; con su staff de profesionales especializados en la tercerización de costes, dolos y responsabilidades. Pesadas burocracias políticamente “reaseguradas” a su vez en los mencionados organismos supraestatales.

La Historia viene una vez más en auxilio de nuestro discernimiento, al ilustrarnos con la verdad sobre el devenir de las guerras.

En efecto; no debemos olvidar que los grandes Estados nación nacieron, crecieron y se aposentaron sobre una gran cantidad de sociedades y poblaciones libres preexistentes, entre los siglos XIV y XV.

Lo hicieron imponiendo sobre ellas, en forma coactiva, la obligación de integrarse en una determinada jurisdicción territorial bajo el monopolio político, militar y sobre todo judicial de monarquías (luego repúblicas) de neto cuño mercantilista.

Se trató de un proceso histórico gradual, solapado al del auge del librecambio capitalista entre asociaciones voluntarias de comerciantes, terratenientes, banqueros, burgueses, artesanos y gentes del vulgo, verificable desde comienzos del siglo XV. Grupos humanos nucleados naturalmente en centenares de prósperas pequeñas ciudades estado, feudos, enclaves y señoríos independientes esparcidos por toda Europa. Y que salvo excepciones fueron finalmente sojuzgados y gravados por unas pocas grandes burocracias estatales bajo pretexto de paz general, bajo ley y orden unificados.

Si bien las disputas y enfrentamientos (al igual que la bonanza económica) eran algo relativamente común entre estas pequeñas sociedades, la escala y duración de sus batallas revestían poca entidad. En un tiempo en el que occidente había evolucionado hacia soberanías y poderes dispersos, sólo se enfrentaban soldados profesionales. Y por lo general en lugares abiertos, con poco o nulo involucramiento de la población civil, que continuaba con sus menesteres sin mengua de sus propiedades como no fuese algún que otro daño colateral.

Los ejércitos estaban constituidos por unos pocos cientos o miles de hombres, con mercenarios no atados a nacionalismo alguno, lo que hacía de estos combates un ejercicio con menos bajas fatales que aprontes, amenazas, fintas, concesiones negociadas y otras artes de la estrategia.

La guerra era un juego oneroso cuyo costo no podía tercerizarse y que debía ser asumido por el bolsillo del señor o unión comunal de turno, constituyendo esto el principal incentivo para su brevedad y para que el desmadre en cuestión no pasara a mayores.

Hoy en día, los países “libres” están regidos por sistemas constitucionales que se supone garantizan el respeto a la sacralidad de libre albedríos personales. Teniendo como medio de ello a la unión republicana de poderes fácticos independientes en mutuo contrapeso.

Proposición teórica de mutuo respeto que a las nuevas generaciones les resulta por lo menos ingenua, a la luz pura y dura de sus resultados prácticos. Por cierto tan decepcionantes como largamente probados.

Sistemas tal vez bellos y bienintencionados pero que no tuvieron en cuenta la externalidad -entre muchas otras- de que al crearse estos grandes Estados (por la fuerza, juntando enclaves libres) anclados en adoctrinamientos de impronta nacionalista, se estaban generando Frankensteins.

Verdaderos monstruos que hicieron de las guerras algo masivo, brutalmente inclusivo, salvaje y peligroso hasta el punto de mutuo suicidio, involucrando a la totalidad de la población hasta extremos impíos bajo la bandera de una supuesta gran madre patria por la cual, bajo directiva de nomenclaturas iluminadas, se debe morir quiéralo uno o no.

Por eso, hoy más que nunca se agranda la brecha entre el Estado y los individuos. Con la guerra como telón de fondo, aumenta el rechazo visceral de la gente de a pie a la política, a sus manejos corruptos y, claro está, a toda institución estatal coercitiva.

Frente a la anacrónica agresión rusa, cierta como nunca resuena hoy la máxima de Albert Einstein según la cual el nacionalismo… es una enfermedad infantil de la humanidad; tal como el sarampión. Tan solo una rémora más, destinada a ser superada en algún momento; cuando lo merezcamos. Como así también las ciegas “guerras totales” que esta vetustez conceptual causa.

Y como los propios Estados nacionales, finalmente, junto con todas aquellas instituciones que tengan como modo normal de financiación a la coacción extorsiva (tributos obligatorios) por sobre los modos de libre asociación contractual.





 

Entendiendo el Cambio

Marzo 2025

 

Algo nuevo está surgiendo de las entrañas de la sociedad argentina. Un concepto o proto-formato de organización comunitaria que atemoriza a muchos políticos, intelectuales y comunicadores honestos. A personas bienintencionadas pero instruidas casi exclusivamente en esquemas institucionales que, tras dos o tres siglos de reinado, empiezan a entenderse como ingenuos.

Hablamos de gente ilustrada en éticas (y estéticas) políticas que a la dura luz de sus resultados revelan, finalmente, ser hijas de marcos normativos de impronta voluntarista. A más de demasiado costosos, entrometidos, corruptibles, ineficientes y violentadores del libre albedrío para los cánones de las nuevas generaciones.

Esta percepción que para una creciente mayoría social es todavía una idea difusa, para la minoría intelectual que orienta la batalla cultural en marcha no es más que el desarrollo histórico de ideas muy específicas para el largo plazo (las libertarias), entendidas como la evolución del liberalismo clásico hacia una eficiencia dinámica (ya no estática o paretiana) de gran libertad, innovación y competencia. En consecuencia, de muy fuerte exigencia empresaria a todo orden -incluido el de la responsabilidad social- y de resultados tangibles en cuanto a bienestar general extendido, más allá de las desigualdades.

Pensamientos que de a poco empiezan a hacerse populares, empujados en su simpleza por el más común de los sentidos.

Las revoluciones que para bien o para mal cambian el curso de la historia siempre empiezan por un pequeño núcleo de intelectuales. Pasó con Marx, Engels y otros, por cierto. Y pasa hoy por la fuente doctrinal del equipo de un presidente argentino, Javier Milei, que se define en lo filosófico como anarcocapitalista, corriente que postula en último término la abolición de los impuestos y del Estado.

Fuente que arranca en los tempranos ’70 del pasado siglo con Murray N. Rothbard y su Manifiesto Libertario pero que sigue su desarrollo conceptual y práctico a través de autores como Hans H. Hoppe, Walter Block, David Friedman, Morris y Linda Tannehill, Anthony de Jasay, Jesús Huerta de Soto, Michael Polanyi, Bruce Benson, Marta Colmenares, Raúl Costales Dominguez, Thomas Sowell, Miguel Anxo Bastos o nuestros brillantes Alberto Benegas Lynch (h.) y sobre todo Diego Giacomini entre muchos otros.

Bien harían nuestros comunicadores en sumergirse en este fascinante ideario que, desde Ayn Rand y su filosofía objetivista en más, pone el acento tanto en la no-violencia cuanto en la sacralidad del individuo frente a la opresión de la masa. En interesarse, para comprender a cabalidad hacia dónde se dirige no sólo nuestra Argentina sino la humanidad en general a largo y muy largo plazo.

Siendo lo del plazo un tema no menor, atento a que algunos de estos mismos autores han fustigado a J. Milei, al opinar que debería estar avanzando mucho más rápida y profundamente en la aplicación del anarquismo de mercado con esteroides que dice profesar, al tiempo que él mismo advierte que el camino libertario en Argentina podría llevar muchas décadas (con posta intermedia en el minarquismo), dadas las restricciones de realpolitik tanto socio-económicas como de derechos adquiridos, privilegios empresarios y entramados mafiosos cuasi seculares, a las que su partido debe hacer frente.

Tomando distancia y desde la atalaya de la Historia se ve con claridad, por cierto, que la institución “Estado” (con sus diversos formatos de gobierno, desde el republicano al tiránico pasando por el monárquico o por la mafiocracia de estilo ruso) en modo alguno es el origen ni la garantía de la civilización y de la paz social, como en general se piensa.

Lejos de ello y de todo otro modelo conceptual coercitivo, el bienestar comunitario se debe a esa institución innata al ser humano que es la propiedad privada. Institución a la cual nuestra especie siempre se ha aferrado y que es la que permitió su progreso, a pesar del Estado.

Hoy, los jóvenes están despertando a la especulación contrafáctica de cuál hubiese sido el nivel de progreso del que estaríamos disfrutando de no haber tolerado o peor aún, votado a la hidra de los frenos estatales. Y abriéndose a la especulación fáctica de cuál podría ser su propia cota de evolución socioeconómica si a partir de ahora se diese una fuerte atenuación de esa misma rémora.

Resulta cada día más obvio que el principio fundante de la civilización y de la paz social no es el Estado con su ancla de sobrecostos, ineficiencias y zarpazos al capital sino el reconocimiento de la responsabilidad individual tras la vigencia de los más plenos derechos de propiedad.

Algo que es inherente a un formato libre-contractual de la sociedad, en oposición al actual modelo coactivo-fiscal.

El viraje conceptual de la opinión pública en cuanto a modo de organización comunitaria que desconcierta a nuestros “viejos” intelectuales, más que poner el foco en personas y gobiernos, lo pone en los incentivos que demarcan las instituciones. Viejas instituciones de impronta extractiva (obligatorias y ventajeras para los que a partir de allí viven de lo ajeno, con lo redistributivo como subproducto) o nuevas instituciones de impronta inclusiva (cooperativas y voluntarias para los que a partir de allí viven de la producción y el intercambio, con lo solidario como consecuencia).

Porque si bien la nueva opinión pública reniega de instituciones y políticos, aún no se pronuncia con claridad sobre el rótulo de su eventual reemplazo. Sólo pretende, creemos, una “eficiencia conducente” sólida, expeditiva y honesta.

Por su parte, las “ideas de la libertad” que nuestro primer mandatario pregona entienden a la libertad como ausencia de coacción por parte de otros (incluyendo al Estado), lo cual es condición necesaria pero no suficiente para que cada miembro de la sociedad cuente con la oportunidad de desarrollar su proyecto de vida, permitiendo al prójimo hacer lo propio.

La intención libertaria para la Argentina de hoy se completa asumiendo que esa libertad que a todos provee de nuevas opciones, de poco sirve si sus receptores no cuentan con los medios económicos como para elegir entre, al menos, algunas de ellas. Caso contrario, son esclavos a los que se les muestran múltiples manjares… que no pueden tocar.

Una situación de indigencia bloqueante que abarca hoy a casi la mitad de nuestra población (libertad, para qué? se mofaba Lenin hace 110 años).

Comprendido lo anterior, entonces, se trata de asumir que los medios económicos que proveerán a todos la posibilidad de optar, sólo llegarán con la rapidez y energía requeridas a la parte esclavizada de nuestra ciudadanía si se persiste en la adopción de las referidas “ideas de la libertad y consecuente responsabilidad individual” capitalistas.

Acciones que aseguren el ascenso socioeconómico y cultural sustentable de los empobrecidos a través de un respeto cerval (casi sobreactuado, dada nuestra historia) del derecho de propiedad, piedra angular del progreso.

Lejos, muy lejos de la redistribución coactiva y de los venenosos impuestos progresivos que signaron nuestras últimas 8 décadas de pruebas y contrapruebas dirigistas.

Superando así la infantil utopía de que “gente buena del gobierno” venga a arreglar nuestros problemas personales, dictándonos de paso qué hacer, cómo hacerlo y, claro, qué pensar.






El Punto de No Retorno

Febrero 2025

 

La sociedad argentina empieza a darse cuenta de que el país atravesó, en verdad, un punto de no retorno. De que el statu quo mental predominante durante 8 décadas, de 1943 a 2023, caducó el 10 de Diciembre de ese último año dando paso a algo radicalmente nuevo.

Tras una larga sucesión de presidencias que terminaron mal sus respectivas experiencias, los 4 últimos períodos peronistas consumaron en su progresión un desastre ético, económico y social de magnitud, logrando quebrar el consenso mayoritario de confianza en el Estado que prevalecía desde mediados de los ´40.

En sí, el punto de no retorno consiste en la constitución de una nueva mayoría que ya no confía en los políticos. Pero no sólo en ellos: tampoco confía en sus instituciones (poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, federalismo incluido, con sus supuestos límites, controles, contrapesos y auditorías intra-estatales). Instituciones a las que percibe como mayormente inútiles a más de costosas y corruptas; ingenios aparatosos que no fungen como garantes de bienestar a futuro, como no sea en la consolidación de sus propias burocracias.

Lo que no tiene retorno es la “intervención” curativa al sistema, que va mucho más al hueso de lo que se preveía: ya no se confía en el Estado en tanto ordenador, juez y parte ni en su tropa rentada en tanto autoridad ética.

La experiencia mileísta enfrenta, obviamente, el cúmulo de obstáculos que le seguirá plantando el colectivo de subsidiados del consenso estatista anterior (la nueva minoría, varios millones de personas movilizadas por las oligarquías política, sindical y empresauria).

Pero aún en caso de que esta coalición de intereses logre bloquear por un tiempo -con oportuno colaboracionismo judicial- el avance hacia nuevas cotas de libertad responsable, la visión de opinión pública de lo que es políticamente correcto no mutará.

No lo hará porque esta vez no se trata de un cambio coyuntural, gatopardista, sino de un cambio de era. Lo que vimos en el ´24 llegó para quedarse y profundizarse apalancado por generaciones de voto joven que, comicio tras comicio, irán afianzando fatalmente la tendencia.

¿Cuál tendencia? La tendencia ética, estimamos, habida cuenta de los fortísimos cachetazos a la moralidad que el partido “de Perón y Evita” asestara a nuestra patria, al punto de dejarla de rodillas. Exangüe. Cargada de mafias y de villas miseria, saqueada por sus jerarcas y en estado de cuasi indefensión.

Una reacción -o mutación- que ocurre por cansancio: tras generaciones de parásitos y avivados al mando, nuestros ciudadanos van abriéndose a la revelación de que la ética (del trabajo, el estudio y la honradez) de una mayoría decidida a vivirla en serio, impacta con fuerza en el bienestar general. De que ser una sociedad con “justicia moral” es, como alguna vez lo fue, el negocio inteligente.

Cunde la idea (aún confusa, aunque reveladora) de que quienes tomen decisiones de impacto general deben sufrir en carne y patrimonio propio las consecuencias. Algo que por lo general sucede en la actividad privada y que está ausente en el ámbito estatal, lo cual es muy grave.

Se percibe una corriente subterránea, creciente, tendiente a alinear de una vez por todas los objetivos con los incentivos en pos del bienestar común. Algo que también fluye en el mundo privado tanto como fracasa en el público.

Y crece un hartazgo con los errores derivados de haber perdido demasiado tiempo y energías defendiéndonos de los otros y del Estado a causa de reglas de juego socialistas, siempre promotoras de conflictos. Además, claro, de habernos apartado del sentido común “familiar” consistente en no gastar más de lo que ingresa.

Una situación que empieza a abrir mentes a la idea de que el camino libertario (con su declarada opción por la no-violencia fiscal-reglamentaria, para empezar), podría ser la más directa y transparente respuesta a todos los planteos anteriores.

Es la tendencia de nuevos y veteranos votantes que sienten que las ideas que J. Milei propone y dispone (exabruptos escénicos aparte) se alinean mejor que cualquier otras con una sensación de esperanza.

Esperanza de salir del averno y llegar a un mejor lugar común. Menos violento. Más libre y próspero por más estimulado y voluntario. Vale decir más cooperativo, innovador y solidario tras ir sacándonos de cabeza, cuello y pies los bozales, lazos y maneas estatistas.

Aunque tal tránsito implique aumento de responsabilidades adultas, riesgos, sangre, sudor… y algunas lágrimas.

Resulta cada vez más difícil pretender no ver que los Estados y sus instituciones republicanas fracasan (entran en crisis de credibilidad con sus clientes-ciudadanos) en casi todas partes.

Baste ver por caso el bi-fallido constitucionalismo de Chile o la interminable sucesión de protestas en Francia; o la lenta deriva de otras sociedades hacia mayores autoritarismos (demócratas, eso sí) con más recorte de libertades. Y luego hacia superestados abiertamente mafiosos y censuradores como Rusia o Venezuela, por no hablar de Irán u otros menos conocidos; todos ciertamente “futuribles” al mejor estilo del artillado Gran Hermano chino.

Mientras tanto, en los países relativamente libres que quedan, vemos por doquier bellos -aunque ingenuos- modelos constitucionales diseñados en los siglos XVIII o XIX, fallando en proveer a la enorme multiplicidad de demandas propia de nuestro tiempo. Con sus gobiernos acelerando el carrusel de regulaciones, subsidios, deudas e impuestos… sobre una ciudadanía cada vez más alienada.

Cuando la insatisfacción cala hondo, sin embargo, la salida ética del laberinto se torna más probable, despertando la tendencia al bien que está en nuestro “software de fábrica”.

Una salida superadora que enlaza con el principio rector de la no-agresión del libertarismo, que en verdad es la base de la moral y de la ética de la mayoría de las personas comunes que viven de su trabajo con sacrificio, honestidad y respetando los derechos del semejante.

Personas que enseñan a sus hijos a no comenzar peleas o agredir a otros; a no engañar, trampear o robar; a asumir que todo lo pacífico es bueno y que la violencia es mala.

Los filósofos de la Grecia clásica definieron como kalakogathía a la coherencia natural que existe entre la verdad, el bien y la belleza. Un ideograma que calza como guante a la ideología no-violenta (no inicio de agresión), racional, justa y pacifista por antonomasia: la libertaria.





Tomando Conciencia

Enero 2025

 

¿Son la verdad, la honestidad y la transparencia, exigencias reales de la ciudadanía? ¿Es la no-violencia en todos los campos de la acción humana una propuesta deseable?

Se trata de demandas que aparentan ser obvias para todos aunque tal vez no lo sean tanto. Al menos no por ahora.

En verdad, tal vez las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo sean todavía el espejo íntimo de una importante fracción de argentinos. Con su imagen de ancianas bondadosas y pacíficas enmascarando una prédica violentísima (para empezar, sobre sus hijos) con aval al robo, adoctrinamiento y látigo totalitarios, ventajismo económico, ánimo vengativo contra la vida y el más oscuro rencor social disfrazado de justicia.

Una parte mayoritaria de nuestra agenda “woke”, tal como las mujeres del Colectivo de Actrices, Pañuelos Verdes y otras que en virtud de su género debieran adherir al amoroso pacifismo de una no-violencia (concepto naturalmente protector y femenino) de corte gandhiano, no adhieren en absoluto a este ideal identificándose por el contrario con féminas amigas de lo ajeno, oportunistas, mendaces y sobre todo violentas, del tipo consignado más arriba.

Se trata de un modelo de pensamiento arraigado, tras casi ocho décadas de dominio doctrinal pobrista.

Lo cierto es que en la orilla opuesta de esta agenda del no-respeto a la vida y a la propiedad, entre otras cosas, asoma otro colectivo. Uno más perspicaz y contestatario, que viene ganando la controversia cultural del siglo: la batalla por la libertad, contra la esclavitud de la pobreza.

Apoyándose en un capitalismo de altísima exigencia para el empresariado (generador inopinado -por competencia- de buenos sueldos y bienestar para los más), el libertarismo porta en el núcleo duro de su filosofía el Principio de No Agresión; la norma de no-violencia que baliza la evolución de lo humano hacia contextos más voluntarios y cooperativos; más libres tanto en lo económico como en lo cultural. En definitiva, más éticos y respetuosos de la sacralidad del individuo así como exigentes de su responsabilidad personal.

Una no-violencia práctica que implica el tránsito hacia sistemas que acaben dejando de lado todo aquello que en nuestro día a día implica inicio de agresión: fraude (mentiras y corrupciones políticas), amenazas ciertas (extorsión) o bien coerción lisa y llana en tanto modo “normal/legal” de organización comunitaria.

Por caso, si optásemos por decir la verdad y llamar al pan, pan y al vino, vino tomaríamos a los impuestos por lo que en verdad son: simple robo.

En efecto, el sentido común nos dice que todo cambio de manos bajo amenaza que afecte bienes propios es, por definición, un robo. Aquí, en la China y en Marte.

Bien advierten con impecable lógica los intelectuales ancap que la única diferencia entre un asaltante callejero y un recaudador de impuestos es que el segundo opera con una gran maquinaria burocrática y de fuerza armada por detrás (legislaturas, juzgados, policías, cárceles), apoyándolo.

Que dos, diez o cien millones de personas apoyen con sus votos a los jefes del ente recaudador y avalen sus decisiones sobre qué hacer con el efectivo obtenido no cambia en lo más mínimo la definición del hecho: ni el número condiciona la verdad ni el fin justifica los medios.

Atavismos bárbaros que todavía nos atan, nos compelen a justificar lo injustificable: a aceptar la violencia implícita en el despojo, como piedra basal de todo nuestro sistema de convivencia. Fingiendo demencia para así desconocer el séptimo mandamiento: no robarás.

Y nos adelantamos a la previsible objeción de considerar real el mítico Contrato Social supuestamente rubricado por todos a fin de evitar el “caos del anarquismo” y a la afirmación de que no es robo la exacción consentida, proponiendo el sencillo ejercicio mental de pensar en lo que sucedería si mañana se despenalizara el no pago de impuestos.

Bajemos la pistola de la nuca de los ciudadanos y en menos de 100 días obtendremos con 100 % de certeza el colapso del Estado tal como lo conocemos y el fin de sus “benéficas” funciones, aún con el más pleno conocimiento de causa por parte de los no pagadores.

Fin de ambos argumentos “fake”. Ni los impuestos son consentidos (voluntarios) ni hemos firmado contrato alguno persuadidos (por los políticos) de evitar un hipotético caos.

Por lo tanto, llamamos al pan, pan y al vino, vino cuando decimos que nuestro actual sistema de organización social se basa en la violencia “de arriba” o en la amenaza creíble de su uso, lo que es igual.

Concomitante con lo anterior, sabemos que nada que base su funcionamiento en la agresión puede ser ético ni moral. Tampoco eficiente. No, al menos, frente a aquello que base su funcionamiento en el estímulo; en el libre albedrío, en la acción voluntaria y en la responsabilidad individual.

Ciertamente los impuestos nunca fueron “el precio de la civilización” como aún hoy se pretende hacernos creer, sino más bien el timo que nos llevó por plano inclinado a la depredación y la avivada de las oligarquías dominantes.

Y tampoco el desguace del Estado en tanto institución coactivamente financiada, si es gradual e inteligente, conduce al caos, la injusticia y la miseria sino, muy por el contrario, lleva a la justicia de la prosperidad de una actividad privada de retribución contractual que bien puede reemplazar con ventaja todas y cada una de las funciones estatales útiles; en especial en nuestra era de tecnologías cada vez más extendidas, creativas, empoderadoras, personalizadas y amigables.

Como explicaba ya en 1973 el gran David Friedman (1945, economista, catedrático y autor estadounidense) “todo lo que el gobierno hace puede clasificarse en dos categorías: aquello de lo que podemos prescindir hoy y aquello de lo que esperamos poder prescindir mañana. La gran mayoría de las funciones del gobierno pertenecen a la primera categoría”.

Tomar conciencia de nuestras taras barbáricas y pavores irracionales contribuirá a acercarnos al siguiente escalón evolutivo de nuestra especie, con la vista puesta en el largo y muy largo plazo (es decir, en nuestros hijos y nietos).

No otro debería ser el norte de nuestra élite intelectual, procurando que la Argentina sea, una vez más, faro inspirador para un mundo desencantado. Uno con pocas libertades reales para la búsqueda de la felicidad y asqueado de tanta violencia mafiosa “de arriba”.





 

Bendita Desigualdad

Diciembre 2024

 

Según un reciente estudio realizado por técnicos del Banco Mundial, el 90 % de la reducción de pobreza en países que lograron este objetivo en forma consistente resulta explicado por el crecimiento del ingreso promedio, mientras que sólo un porcentual mínimo de dicha reducción se debe a variaciones en la distribución de la renta (v. gr. redistribución impositiva).

Menudo problema conceptual (otro y van…) para los radicales, peronistas y socialdemócratas en general que desde hace generaciones hastían con la cantinela del estatismo y la igualdad como palanca de progreso, en medio de un mar de evidencias en contrario.

Aunque pueda resultar contraintuitivo para algunos o inaceptable al soterrado rencor de otros, es cada vez más obvio que la desigualdad es efectivamente la clave… para lograr una mayor igualdad en bienestar neto. Esto es, vía una reducción sustentable de la pobreza por crecimiento económico de base, con consecuente ascenso sociocultural.

Más allá de que la única igualdad tutelada por nuestra Constitución -si se cumpliese- es la igualdad ante la ley (abriendo un sabio camino a la igualdad de oportunidades), las oportunidades hoy negadas sólo podrán darse en modo consistente si micro y macroemprendedores (empresarios) las generan, apalancados en su afán de lucro con vista a un superior (desigual) bienestar propio y de sus familiares.

Estamos, literalmente, frente a la virtud social del egoísmo.

Las condiciones para que surjan en nuestra Argentina decenas de nuevos multimillonarios como Marcos Galperin, Bill Gates, Jeff Bezos, Jack Ma, Elon Musk, Martín Migoya o Mark Zuckerberg que generen abundante empleo directo e indirecto a todo nivel son bien conocidas y no vamos a aburrir repitiéndolas. Son las mismas alfombras rojas que deben existir para que otros extranjeros (o ellos mismos) vengan a establecer sus empresas aquí, al amparo de sus propios infiernos fiscales y reglamentarios.

A esta altura, los argentinos deberíamos empezar a percibir sin ambages el planteo libertario de largo y muy largo plazo que tiene como norte (y que nos propone) nuestro presidente: una sociedad lo suficientemente rica como para que cada cual pueda pagar el valor real de todo aquello que use y consuma sin hacérselo pagar a otros.

Un modelo social que haga caso omiso de las desigualdades económicas a cambio de una implacable igualdad ante la ley. Es decir, uno en el que todos tengan la posibilidad económica de optar dentro de la más perfecta competencia posible; algo que hasta ahora nunca ocurrió, coartando a la mayoría en el ejercicio de sus libertades reales de opción.

La virtud del egoísmo propiciada por la mano invisible de la gente de a pie (las decenas de millones de electores diarios del mercado) impulsa en paralelo la virtud de la generosidad ya que para ser solidario en serio, hay que tener con qué. Un modus ampliamente demostrado por varios de los magnates antes citados y muchos otros benefactores voluntarios, que han creado fundaciones inteligentes con becas, oportunidades y aportes efectivos superiores a los que, con destinos similares y enormes “ineficiencias”, destinan la mayoría de las burocracias estatales.

Entendiendo además que la caridad compulsiva (derivada de impuestos, emisión inflacionaria y deuda pública) es y será siempre un oxímoron. A más de contraproducente.

Atendiendo al mencionado estudio del Banco Mundial, entonces, coincidimos en que para que nuestra Argentina suba posiciones en la tabla de las sociedades más prósperas, tanto la brega por inopinadas igualdades (salvo la igualdad ante la ley) como el empecinamiento en la redistribución impositiva (haciendo cumbre de estupidez humana en la “progresión” del tributo) son inservibles, constituyéndose por el contrario en poderosos reductores del avance del bienestar (ingreso) de los menos afortunados.

Se trata, eso sí, de mecanismos muy eficientes para satisfacer las pulsiones de envidia, resentimiento por propia incapacidad y deseos de hundir al prójimo de muchos. Y que por añadidura abren puertas al poder corruptor de nuestras tres oligarquías parásito-simbióticas: la política, la sindical y la de los empresaurios. Un combo letal.

La prueba empírica de que los pueblos más avanzados y exitosos son los que se atreven a darse las instituciones más liberales y más respetuosas de los derechos naturales (a la vida, a la libertad que da el respeto de la propiedad y a la búsqueda de la propia felicidad), no hace mella en esta fracción social (más de 10 millones de personas según las últimas elecciones). Fracción que se dividide en una minoría de vivillos oportunistas (tahúres prontos a vender patria y prójimo por 30 monedas de plata) y una mayoría de esclavos del peor tipo; idiotas útiles que aceptan ser sometidos a pobreza de por vida y coartados en sus libertades de opción con tal de satisfacer aquellas pulsiones.

Hace unos 2.400 años en la antigua Grecia, un tal Sócrates (que conocía bien la naturaleza humana) advirtió que la entonces novel democracia terminaría deteniéndose y colapsando en un callejón sin salida a medida que la mayoría menos creativa fuera apropiándose de los bienes de la minoría más creativa. Un karma que no se pudo evitar a pesar de constituciones bellamente escritas; plenas de controles y contrapesos con división de poderes, auditores, cortes supremas y demás artilugios intra-estatales.

En la simpleza del sentido común de aquel filósofo podemos hallar hoy la más perfecta explicación lógica a la creciente falta de apoyo al sistema y al crítico giro cultural en marcha proclive a libertarismos y derechas duras (no son lo mismo pero pueden tejer alianzas estratégicas en el camino), por parte de poblaciones hastiadas de la política tradicional y muy insatisfechas con sus resultados, sobre todo económicos.

Para el caso puntual de nuestro país, con el primer presidente libertario en el mundo llamando la atención del orbe y “haciendo punta” en esta tendencia, se da una rara alineación de circunstancias; y de sujetos extrañamente apropiados, ubicados en el lugar adecuado en el momento preciso.

Es de esperar que no nos quedemos una vez más en el andén perdiendo el tren que nos ofrece la Historia, esta vez en bandeja de plata. Y que nuestra élite pensante encuentre la forma de atraer en los próximos meses y años a una parte importante de esos 10 millones de esclavos mentales hacia la “viveza” comunitaria de dar rienda a la bendita desigualdad. Rienda cuanto más suelta mejor, en aras de un más enérgico crecimiento del ingreso efectivo (y ascenso sociocultural) del conjunto de los argentinos.