Nuestra Era Oscura

Julio 2014

Para cualquier argentino normal, llegar al éxito económico implica lograr la adhesión voluntaria de sus clientes comerciales o de sus jefes. Sus errores de gestión empresarial, por otra parte, son pagados con su patrimonio personal; al menos cuando la Justicia funciona (es decir, cuando en el sistema cuasi medieval que nos ata, el Ejecutivo no logra cooptarla del todo).
Por contraste, si de algo sirve el oscurantismo de este período de nuestra historia es por hacer más visible el hecho de que los funcionarios de gobierno llegan al éxito (a su éxito, claro) siempre que conserven el poder de usar la fuerza para obligar a todos los clientes-ciudadanos a obedecerlos, haciéndoles pagar con más impuestos, más deuda, peores servicios e infraestructura no sólo sus reiterados errores de gestión sino el aumento de sus patrimonios.

Sin embargo y aún frente a tal realidad, los progresistas piensan que es socialmente virtuoso que todos acepten en silencio y eventualmente a punta de pistola, infinidad de cosas que muchos no quisieran aceptar (por ejemplo, que impuestos que los ahogan y no los dejan crecer se usen para financiar los déficits de Aerolíneas, del Fútbol para Todos o de la “Universidad” de las Madres).
O que es socialmente dañino que la gente pueda ofrecerse mutuamente servicios o productos en libre competencia, a través de contratos privados y en intercambios abiertos. En acuerdos personales, no distorsionados por los reglamentos y prohibiciones de los lobbies clientelares de los 3 poderes del Estado.

Tanto Perón y Eva como Kirchner y Cristina intuyeron bien las miserias morales latentes de muchas personas, tales como la envidia y el oportunismo. Intuyeron también la forma de manipularlas para sus fines, transformando a los votantes en un arma al servicio de sus respectivas dictaduras de mayoría.
Gobernaron así a su antojo durante años, satisfaciendo su megalomanía y sed de riqueza malhabida, mientras estimulaban el odio entre argentinos. Mientras comenzaban (los primeros) y concluían (los segundos) la faena de convertir a nuestro país en un auténtico páramo ético.

Es así que todo estatista denosta al mercado con el mismo fervor con el que glorifica a la actual democracia delegativa de masas no-republicana porque sabe que el libre-mercado, la libre-elección, es la puerta por la cual los clientes-ciudadanos huirían de su eterna pretensión: la de obligarlos por la fuerza a avalar cosas que de poder elegir jamás harían ni financiarían, entre otras razones porque los hace perder tiempo creativo y oportunidades de inversión, creadoras de empleo y riqueza. Un freno repugnante y de enorme crueldad que afecta, primero, a los más pobres.

Aunque los autoritarios no lo admiten, saben que en un mercado competitivo (como el que no nos permiten tener) dentro de un capitalismo popular (que tampoco nos autorizan) con grandes diferencias, sí, pero casi sin pobres, el pueblo votaría todos los días con el pulgar arriba o el pulgar abajo, por el éxito o la ruina de sus muchos proveedores de productos y servicios a través de sus decisiones de compra o de no-compra. Mientras que sin tal mercado libre, esa misma gente ve sustituido su juicio (y su voto diario) por el de un empleado estatal autodenominado “la voz del pueblo”. Pueblo al que, extorsión “protectora” (mafiosa) mediante, consulta a través de procedimientos amañados una vez cada 2 o 4 años.

La libertad de mercado, la competencia honesta o los contratos particulares fuera del alcance del poder de funcionarios corruptos, son el antídoto de esta aberración. La ética libertaria bloquea la expropiación de rentas de propiedad privada y el atropello de otros derechos individuales, neutralizando con abundantes oportunidades de progreso la mayor parte del resentimiento social.
Por eso es la ideología más aborrecida por las izquierdas que, tras las huellas de nazis y fascistas promueven una densa red de reglamentaciones totalitarias para el control de precios y salarios, de inversiones y finanzas, de exportaciones e importaciones, de educación y seguridad. Para finalizar siempre con el intento de control del disenso en pensamientos y palabras.

Todo para quedarse con el resultado del trabajo ajeno haciendo laborar, pistola de la Afip mediante, al país creador-productivo bajo el yugo del país parásito-crónico (cual prostituta para su “macho”), sin necesidad de confiscarlo todo a la manera comunista.

Procederes que no pueden sino calificarse de Terrorismo de Estado fiscal. Y que en calidad de tal deben castigarse con la misma severidad con la que se castigó a los acusados de terrorismo de Estado durante el último gobierno militar, cuyos penados (en la mayoría de los casos sin siquiera la parodia de un juicio) van muriendo uno a uno en cárceles comunes.
Porque, volviendo al párrafo inicial de esta nota y a lo que va quedando como resultado del populismo, los 8.961 desaparecidos (cifra oficial de la Conadep) que motivaron las condenas de aquellos años, empequeñecen ante el número de muertes de estos años. Decenas de miles de muertes prematuras por miseria. Por desesperanza, sufrimiento y estrés vivencial evitables, origen de tantas enfermedades y discapacidades. O muertes en accidentes por infraestructuras viales obsoletas (aprox. 86.000 en 11 años), por desnutrición infantil (aprox. 33.000 en igual lapso) y muchas otras, derivación directa de la más innecesaria, irresponsable, desaprensiva y corrupta incompetencia de quienes nos gobernaron durante los años más favorables a nivel global-económico de toda nuestra historia.
Responsabilidad dolosa de centenares de dirigentes oficialistas y por supuesto de miles de subordinados, sin derecho a amparo -tampoco ellos, claro- en “obediencia debida” alguna.

Quitar a los funcionarios (al Estado) poder de forzamiento en toda oportunidad de opinión que se nos presente dándoselo a la gente (al mercado), colabora a que no lleguen a su éxito.
Porque a la inversa de lo que sucede con la actividad privada su éxito (y el éxito del Estado sobre el mercado libre) es, sencillamente, la ruina de toda la población a mediano y largo plazo.

Salgamos de esta Era Oscura: lo que Argentina necesita es más libertad de elección y la más drástica poda impositiva. Más Sociedad creciendo y menos Estado impidiéndolo. Más voto diario individual y menos soberbia política colectivista.





Envejecidos

Julio 2014

Hace unos días se hicieron públicos ciertos datos demográficos que, aunque intuidos por muchos, no dejan de resultar impactantes.
Lo informado es que nos encontramos en el centro de un “período de oro” que comenzó hace 20 años y que terminará en otros 20. Situación caracterizada por una alta proporción de población en edad laboral (de 20 a 64 años de edad) y baja de población “dependiente” (menores de 20 y mayores de 64). Hacia el final del período, según los demógrafos, caeremos en la categoría de país envejecido, al pasar la proporción de ancianos al doble de la actual.

Durante el período de oro que hoy promedia, la Argentina cuenta con la mayor cantidad porcentual de jóvenes de su historia.
Un momento único de escasas 4 décadas de duración, apto para que estadistas inteligentes la hayan guiado y la guíen en dirección al diseño y consolidación de sistemas de previsión social más poderosos y sustentables, previendo el momento en que varíe el fiel de la balanza y menos personas activas se vean en la obligación de mantener a muchas más inactivas.

Son datos que siempre estuvieron al alcance de nuestros gobiernos. Al igual que las sugerencias de expertos en la materia, que invariablemente recomendaron prestar atención no sólo al problema de las jubilaciones futuras (y del previo ahorro nacional que ello implica) sino a las inversiones acordes en educación, con vistas a una óptima inclusión laboral de nuevos trabajadores jóvenes.
Modo casi excluyente de trocar en sustentable algo que presentaba (y presenta) todas las características de un drama social a plazo fijo.

Lo sucedido en los últimos 20 años, sin embargo, es harto conocido: el voto de mayoría en favor de populismos de gran esterilización impositiva y por tanto escasa inteligencia, fue colaboracionista (más allá de palabras, himnos y banderas) para que la mitad de nuestro “bono demográfico” de 40 años se perdiera sin remedio.
Y para que arribáramos trotando como reses por un brete al desastre actual de un pésimo nivel educativo, 800 mil ni-ni empujados hacia la delincuencia o el asistencialismo y más de 1 millón doscientos mil jóvenes con empleos precarios o informales. Entrampados todos en un corralón de asfixia tributaria, alta pobreza, desempleo y precarización general.
Por no hablar del parate casi total de inversiones en infraestructura y crecimiento empresario-exportador, dato que asegura en gran medida la continuidad en el tiempo de esta situación.

No inventamos nada. El de Estado benefactor y previsional es uno de los ítems que está llevando a la quiebra a la Comunidad Europea. Una sociedad ya envejecida, cada año más endeudada, menos competitiva y que por cierto también “comió” alegremente su bono.

Las directrices del giro de 180 grados que nuestra sociedad necesita para revertir el desastre, prevenir el drama previsional y volver a situarnos a la cabeza del mundo en este y otros temas, sólo existen entre el compendio de propuestas libertarias. Pensadas para una Argentina líder: abierta a los capitales lícitos del mundo, con un Estado no violento y economía altamente evolucionada. Ideas orientadas a desafiar conservadurismos de todo signo, facilitando la revolución de una poderosa movilidad social ascendente.
También podemos, claro, dar un semi-giro de 45 o incluso 90 grados siguiendo las usuales recetas de reajuste neo-socialista, neo-fascista o las del clásico mix nacional entre ambos populismos.
No prevendrán el colapso previsional pero (sonriendo al saberse otra vez “salvados”) sus jerarcas administrarán el sufrimiento de nuestro pueblo con la solvencia burocrática y la impostada calma paternal que los caracteriza.
Demás está decir que tampoco conducirán a nuestro país a la abundancia ni a liderazgo positivo alguno. Se trata de una película vieja que ya vimos varias veces, proyectada para seguir frenando una movilidad social que atentaría contra sus intereses (sin pobres se acaba el negocio de políticos redistribucionistas, vagos, punteros, “empresarios” protegidos y demás oportunistas): la política no sería el negocio que es sino un llano acto de servicio por vocación.

Lamentamos desilusionar asimismo a la legión de progresistas que secretamente sueñan con que los dividendos nacionalizados de Vaca Muerta u otras reservas potenciales de energía fósil, no renovable y contaminante, solucionen a futuro el déficit previsional y todo otro desaguisado que tengan a bien generar con sus envejecidas ideas anti cultura-del-trabajo. Más que ideas, atajos “de vivos”.
Basta mirar a la actual Venezuela (literalmente asentada sobre un mar de petróleo de fácil acceso), país que fracasó en toda la línea intentando esa exacta receta. Ese exacto y desesperado atajo.

La solución definitiva, libertaria, al problema demográfico que nos amenaza implica volver a privatizar los fondos de jubilaciones y pensiones. Subsidiando incluso a las empresas (nacionales o extranjeras) que asuman esta responsabilidad, conforme una tabla niveladora decreciente en el tiempo que corrija de algún modo el tremendo desfasaje entre aportes realizados (a veces nulos) y haberes al cobro, que arrastran millones de beneficiarios.
Con la mirada puesta en terminar esta vez con toda jubilación estatal y en asegurar para siempre la intangibilidad de los aportes, contra atracos como el de este gobierno (robo de los fondos privados de las AFJP) o el del peronismo anterior (colocación forzosa de gran cantidad de bonos basura en la cartera inversora de las compañías).
Y con la intención explícita de contribuir a un gran mercado de capitales, hoy inexistente, que apalanque una rápida reactivación del crédito de largo aliento, creación de oportunidades de negocios y apertura de nuevos emprendimientos “en blanco”, generadores de empleo… y de más aportes.


Apuntando otra vez a la sana meritocracia que nos hizo grandes, como cura para la cleptocracia parasitaria que hoy padecemos.