Desesperanza y Complicidad

Diciembre 2008

Nuestra democracia está hueca. Vacía. Convertida en máscara mortuoria, cartón pintado y pantalla legal que sólo sirve a una minoría depredadora para ocultar la verdadera cara del horror.
Recientes encuestas dan cuenta de que el 80 % de los jóvenes descree de la democracia. Y que el 86 % de la población descree de la igualdad de la Justicia, de su independencia y de su funcionamiento. No es para menos y sería extraño que fuese de otra manera.
Sin retroceder demasiado, quienes esto leen fueron y son testigos presenciales de 25 años ininterrumpidos de prostitución de un sistema (el democrático) que tampoco había funcionado en el pasado. Nunca. Ni siquiera en tiempos de los gobiernos conservadores, cuando nuestro despegue hacia el estatus de gran potencia asombraba al mundo. Sostener lo contrario es hipocresía lisa y llana.

La evidencia de su ineficacia no sería tan impactante si, al menos del 83 hasta hoy, los gobiernos hubiesen respetado aquello de “representativa, republicana y federal” con decisión incorruptible.
Lo que presuponía división real de Poderes y perfecto funcionamiento del sistema de controles independientes previstos en las leyes fundacionales. Ello no sucedió y la decadencia argentina es hoy un drama que impacta con crueldad en el nivel de vida, sobre todo, de las familias más necesitadas.

Lo cierto es lo que tenemos: el peligrosísimo “aparato” estatal con la suma del poder público y todos sus resortes coactivos en manos de una minoría cuyos nortes son la siembra del odio, la expropiación impositiva, el negociado, el premio a la obsecuencia y un costoso pseudo-capitalismo subsidiado, tanto como el castigo y el ostracismo a todos aquellos que ostenten un espíritu de libertad para producir y comerciar o de respeto por la dignidad de las personas con sus derechos individuales de propiedad y elección.

Con dirigentes que no poseen ninguna de las virtudes necesarias para actuar como patriotas desinteresados, y que poseen en cambio todos los atributos e historias personales necesarios para la conformación de una asociación ilícita dedicada a fines inconfesables. Una verdadera kakistocracia (del griego kakistoi; el gobierno de los peores) o bien, vulgarmente, una mezcla de mentirocracia y ladrocracia.
Todo muy lejos de la democracia republicana con sus férreas garantías constitucionales. Todo muy cerca de un híbrido mafioso basado en el engaño histórico, la mentira constante, la ignorancia económica, una rampante falta de maneras y la impía, brutal utilización de la pobreza por ellos mismos provocada.

Esta trampa -que sus beneficiarios llaman democracia- fue armada con mayor o menor pericia y perfeccionada durante muchas décadas por peronistas y radicales con prolijo continuismo durante los gobiernos militares. Y es causa directa entre otras calamidades, de precariedad laboral y habitacional, desnutrición infantil, baja calidad educativa, falta de infraestructura, falta de inversión productiva, caídas en la competitividad y en la productividad nacionales.

La gente no confía en la Justicia ni en la honestidad de los políticos. Observa cómo sus vecinos no respetan las reglas (desde las impositivas hasta las de tránsito) y ve cómo otras sociedades a las que antes mirábamos de arriba, nos van dejando cada vez más abajo. Fracasando como inútiles.

Todo lo cual conduce directamente a la desesperanza, a una visión negra sobre las posibilidades de progreso personal por derecha y al abandono de los valores morales. Como la cultura del trabajo honrado, el respeto por lo ajeno y por las normas de convivencia social.

¿Para qué esforzarse trabajando con sacrificio durante toda la existencia para vivir miserablemente y terminar vieja/o con la salud quebrantada y una jubilación de hambre? Muchas personas preferirán, a ejemplo de su dirigencia, el camino fácil de la apropiación del producto del esfuerzo de otros.
Aunque puedan terminar mal. Porque verán como aceptable el riesgo de morir o de pasar años en una cárcel frente a la casi certeza de una vida de penurias, sin derecho al honesto “sueño argentino” de llegar a mayores sin sobresaltos y dejar a los hijos en una buena posición.
La aniquilación de la esperanza creó toda una generación de ciudadanos (¿ciudadanos?), estimada hoy en más de 800.000 hombres y mujeres de escasa instrucción, acostumbrados a esperar “derechos” bajo la forma de dádivas estatales, sin cultura laboral, propensos a la violencia como modo de expresión y a los vicios como modo de encontrar “felicidad”, aceptación o coraje.
El feroz crecimiento paralelo de la inseguridad en todo el país con el novedoso plus de las agresiones gratuitas no es algo casual, por cierto, y se conecta con lo anterior.

Con mala intención o sin ella, los políticos que crearon este “modelo”, los pseudo-empresarios, sindicalistas y amigos de lo ajeno que lo apoyaron no son otra cosa que criminales.

Cuando seamos llamados a las urnas se nos presentará la opción, cada vez más clara, de ser personas de bien (aunque sea votando en blanco) o de ser cómplices.
Muchos elegirán sin dudas ser cómplices de los criminales.
Su coartada será el anonimato del cuarto oscuro. Tirarán la piedra y esconderán la mano convencidos de que eluden su responsabilidad. Los ladrones totalitarios son muchos pero de ganar, no eludirán las consecuencias. Seguirán recayendo sobre ellos sus hijos y nietos. Y sobre nuestra patria, claro.

Por su parte el voto con miedo (a perder el plan social o el mísero trabajo estatal que detentan) condicionará otra vez a millones pero está en la misión de políticos probos e inteligentes (existen algunos, si) y de periodistas valientes, aventar estos temores-trampa con racionalidad y comprensión. Abriendo ventanas a la esperanza de un mañana que puede ser mejor, si no permitimos que nos sigan sobornando con monedas.
Como decía el gran Tato Bores: en tiempo de elecciones… ¡tengan cuidado de no agacharse en la calle para recoger esa moneda tirada!

Ignorancia

Diciembre 2008

Es conocida la afirmación de Buda de que la ignorancia es el origen de todos los males, igual que la sentencia de Sócrates de que el mal no es más que desconocimiento del bien y que por lo tanto un malvado no es otra cosa que un ignorante.
Las enseñanzas de estos y otros maestros remiten como anillo al dedo a la actualidad política y económica local.

Nuestros gobiernos son nocivos porque incurren en la maldad social de enriquecimientos ilícitos, ventajas a “empresarios” amigos, venganzas infantiles contra empresarios “enemigos”, nepotismo, fomento disolvente de resentimientos con codicia de propiedad ajena, devaluación de las culturas del trabajo, del respeto, de la honestidad etc. etc., acciones todas generadoras de concentración de capital y más pobreza.
Pero también son malos por una persistencia en el error económico atribuible a simple ignorancia.
La creencia en que la intervención del Estado es capaz de generar riqueza o incluso de distribuirla con equidad es reveladora de una profunda ignorancia.

Cuanto menos se esfuerce el Estado en utilizar su poder para reducir la desigualdad en la distribución del ingreso, más pronto disminuirá esta.

Está claro, y hasta un negado/a lo sabe, que el capitalismo es el único sistema creador de riqueza. También que el dinero y los emprendedores creativos que lo generan son muy recelosos, cobardes y poco afectos a ideas tales como patria y solidaridad.

Lo brillante de la exitosa idea capitalista consistió en admitir la realidad de que el ser humano es individualista y egoísta por naturaleza. Liberando esa enorme energía innata bajo algunas simples reglas de orden general, los liberales de los siglos XVIII y XIX lograron el más espectacular shock de avance creativo, productivo y de calidad de vida que el mundo hubiera conocido.
Se trataba del individuo egoísta “suelto” y protegido, trabajando duramente (y sin proponérselo) por el bien común a través de los fantásticos mecanismos del mercado libre.
El salto desde la miseria, la desesperanza y la esclavitud feudal fue tan grande que por fuerza generó situaciones transitorias de inequidad en los tiempos de acceso al bienestar para un enorme número de familias, que pugnaban a un tiempo por salir del infierno de siglos de sometimiento.

A más iniciativa individual y más libertad de negocios, se asistió por lógica a una disminución del control estatal. Al ver cómo se les escapaban poder y privilegios de las manos las aristocracias, mafias y camarillas intelectuales gobernantes usaron aquellos temores de río revuelto en su beneficio creando superestructuras socialistas de intervención que les permitieron seguir parasitando al pueblo productor.
Nuestra dirigencia estatista sigue esta senda de freno al progreso de las masas en libertad por una cuestión de conveniencia personal para las oligarquías violentas que hoy succionan riquezas: la política, la sindical, la de empresarios cortesanos y la de vagos que pretenden “derechos” a costa de la laboriosidad de otros.

Unos cuantos (demasiados) de estos aprendices de tiranos creen todavía con inmadurez rayana en lo criminal, que pueden cambiar la naturaleza humana mediante la acción política.
Contra toda la experiencia histórica de los genocidios soviéticos, nazis, chinos o vietnamitas. Contra toda la experiencia histórica del arco de fracasos socialistas de Suecia a Rumania o de Cuba a Chile. Contra toda la experiencia histórica de 78 años de empobrecimiento argentino, tras abandonar las libertades y respetos capitalistas que nos hicieran poderosos. Agrediendo económicamente a empresas y personas que a nadie habían dañado, y que sólo aspiraban a mejorar sus vidas trabajando sin robar a nadie.

Obviamente el “Estado de Bienestar” no existe. Es solamente una trampa caza-bobos diseñada por las oligarquías dominantes para seguir con sus negocios privados de espaldas al interés general. Las pruebas de ello son tan abundantes que basta con levantar la vista para percibirlas por doquier. Nuestro gobierno “popular” es el crupier de una gran mesa de ruleta que al grito de ¡cero! limpia una y otra vez todas las fichas sobre el tapete de juego.
Existe, si, el camino correcto. El camino honesto, moral y justo. Aquel que todos conocemos desde lo más hondo de nuestras conciencias: no agredir; no trampear; no robar. Respetar a todos en su persona y en su propiedad. Cumplir con el deber. Ganarse el pan, progresar y ayudar a otros mediante el propio trabajo duro y honrado. Gozar de nuestras libertades y derechos sin invadir los de nuestros vecinos. Responsabilizarnos de todos y cada uno de nuestros actos, incluido el de elegir a un dirigente que luego cause daños a un tercero.

Si en verdad el Estado quiere ayudar a los desprotegidos lo que debe hacer es apartarse. Quitarse del camino para liberar las energías productivas de toda la población.
Esto implicaría -entre otras cosas- reducir drásticamente todos los impuestos ya que constituyen el principal obstáculo para la inversión, la investigación tecnológica y el ahorro. El principal obstáculo para la creación masiva de empleos de calidad, para la capacitación y para el aumento de los sueldos. Para el consumo a todo nivel de todo tipo de servicios y productos (de gasoil a computadoras, de queso a materiales de construcción) cuyos precios están gravemente inflados por una abusiva cadena de tributos.
La inversión productiva es, sin dudas, la mejor solidaridad económica. Es el enseñar a pescar en lugar de regalar pescado.
Una gran rebaja de impuestos sería algo que los “recelosos, cobardes, egoístas y apátridas” poseedores del dinero ciertamente entenderían. Sería hablarles en su idioma.

Nuestro gobierno, claro, no quiere ayudar a los pobres, porque no le conviene. Se quedaría sin clientes. Pero aunque quisiera, no sabría cómo. La incultura agresiva que los caracteriza bloquearía la admisión necesaria y contrita de siete décadas de errores.

A Otro Perro con ese Hueso

Diciembre 2008


La acción depredadora del Estado es hoy más claramente visible que con otros gobiernos, y su enorme peso sobre la Argentina que trabaja y produce, más evidente para todos.
Mucha gente advierte con espanto que el ómnibus de nuestra nación se acerca a la curva acelerando a gran velocidad… con un adolescente alienado al volante.
Están dadas, así, algunas condiciones que propician el despertar de grandes sectores de la población a cuestionamientos largo tiempo abotagados al sopor narcótico del populismo.

Con reflexiones del tipo ¿Qué demonios estamos haciendo? ¿Cómo pudimos hundir de semejante manera un país como el nuestro? ¿Adónde acaba todo este raid suicida de violaciones a la propiedad privada? ¿Hasta cuándo vamos a seguir apoyando a los culpables fingiendo que no nos damos cuenta de su responsabilidad? ¿Cuál es el límite de traición a la patria y de humillación frente a otros pueblos necesario para que nos levantemos de la silla? ¿Qué ejemplo moral y qué inmanejable balurdo económico les estamos dejando a nuestros hijos? ¿Quiénes fueron los mal nacidos que armaron la trampera que destroza los tobillos de la república impidiéndole crecer con honestidad? ¿Falló la democracia que debía impedir el enriquecimiento descarado de sucesivas castas de crápulas? ¿Cuál fue nuestra participación en este modelo socialista de “quito, me robo y reparto lo que no es mío” que nos va africanizando sin remedio?

Veamos. Un delincuente “convencional” que roba, secuestra, extorsiona, amenaza y hasta golpea o mata tiene, a pesar de todo, cierta decencia: no miente diciendo que hace estas cosas para ayudar y proteger a otros. No pretende tener el derecho de aplicar violencia sobre su víctima. No la persigue durante toda su vida exigiéndole dinero, sumisión a sus reglas mafiosas y callado respeto. Y acepta la responsabilidad de saberse un abusador, que puede ser capturado y castigado por sus fechorías.

El Estado nacional también roba (por caso, impone impuestos por la fuerza contra nuestra voluntad), secuestra (por caso, priva de su libertad física o económica a quien se atreva a negarse a tributar), extorsiona y amenaza (por caso, el “secretario de ingresos públicos” ¿se dedica a alguna otra actividad?), golpea o mata si es necesario (por caso, a quien osara resistirse a ser detenido por no querer pagar, convalidando acciones que a todos perjudican).
Lo mismo que el malhechor “convencional” del ejemplo. Además nos miente asegurando que se queda con nuestro dinero para ayudarnos a progresar económicamente, para protegernos de ladrones y asesinos, para proveernos de seguridad jurídica o para educar al pueblo en la cultura del trabajo honrado y la civilidad. Décadas de dura insatisfacción cotidiana lo desmienten.

¿Será que el “acuerdo” de un grupo lo suficientemente numeroso de personas votando, basta para convertir en moral algo que realizado por una banda más pequeña o por un solo individuo sería considerado inmoral?
La respuesta a esta pregunta es que la cantidad no modifica el principio y que la agresión inicial contra alguien o su propiedad –es indistinto- siempre es un crimen. Ya sea que la agresión sea llevada a cabo por una sola persona, por diez mil o por cien millones. Y que el apoyo en las urnas a cualquier atropello criminal por mayoría trae implícito su propio castigo.

En nuestro caso, el castigo al resentimiento, al odio, a la envidia, al robo y a la codicia de los bienes ajenos entre otros pecados estúpidamente potenciados a partir de la cuarta década del siglo pasado, fue la decadencia.
Vale decir las villas de emergencia, las colas en obsoletos hospitales públicos, el genocidio de los ferrocarriles, la des-educación de los humildes, el acogotamiento a la Justicia, el avance de la corrupción sindical, el fin del “sueño argentino” a progresar en una generación a través del trabajo duro y honrado, la condena para los “nuevos pobres forzosos” a no tener cloacas, agua corriente, gas de red, asfalto, iluminación, seguridad y limpieza públicas, parques bien cuidados, buenos sueldos, buenos autos, buenas autopistas a todas partes, buenas casas con acondicionadores de aire y calefacción central y tantas otras cosas que desde hace décadas deberían ser de disfrute casi universal en un país como el nuestro.

Violar las reglas morales resulta ciertamente un mal negocio. Y denota poca inteligencia social, extraña cosa en un país lleno de “vivos”. De “punteros” rapidísimos y políticos que pueden “explicarlo” todo con doctoral suficiencia. Todo menos la decadencia a la que nos arrojaban, mientras se llenaban los bolsillos riéndose de los pobres.
Tratarán de “explicarnos” que tienen el derecho de disponer del fruto de nuestro trabajo porque todos tenemos con el Estado un Contrato Social que hemos aceptado (pago-por-protección), y que constituye tanto su origen como su legitimación.
Desde luego, jamás Estado alguno se originó en esta suerte de contrato que ninguno de nosotros aceptó ni firmó, sino que tuvieron su principio en medio de la conquista y la violencia.
Eventualmente un lote de Señores ambiciosos apoyados primero en la superstición y más tarde en la religión sometieron a la gente común en su directo beneficio, con el lucrativo cuento del caos y la igualdad.

A esta altura de la evolución, la corriente más civilizada sostiene con toda justicia y razón que las personas son “sagradas”, intocables, in-avasallables en sus derechos y anteriores al Estado. Que el Estado obtiene de ellas su poder y no tiene más derechos sobre esas personas de los que cada una le acuerde voluntariamente.

¿Ciencia ficción? ¿Utopía? No. Sencillamente lo que corresponde. Lo que en algún momento se impondrá por el propio peso de la dignidad. Del sentido común. De la inteligencia. O del hartazgo.