Julio 2008
Resulta aleccionador para muchos el hecho, hoy claramente visible, del avance del Estado sobre vidas, ahorros y propiedades. Vuelta tras vuelta, la tuerca colectivista va desangrando nuestra libertad de comerciar, de “ejercer toda industria lícita” o de disponer de nuestro patrimonio entre muchos otros atropellos. Exigiendo a grito de orden y golpe de vara un genuflexo alineamiento, indigno de hombres y mujeres libres.
La violenta trituradora impositiva. El control cada día más cerril del movimiento de los negocios privados. La adscripción del gobierno y sus clientes a la regresiva (y delincuencial) teoría de expropiar la renta a quienes la ganaron trabajando y arriesgando su capital, para mantener parásitos y enriquecer “empresarios” avivados, alimentando el reparto discrecional más corrupto. El vil propósito de someter y disciplinar al independiente a través de subsidios o amenazas. La turba del gulag stalinista otra vez intimidante con sus trapos rojos en alto. El antifaz de una democracia reducida a cáscara hueca y cartón pintado.
Todo está cruelmente a la vista. Caminamos hacia nuestro propio paraíso totalitario. Y su consecuencia: los más desprotegidos son condenados sin piedad a la hoguera de un estatismo obtuso, polvoriento de desactualización que frena la reinversión de las ganancias empresarias o el ingreso de capitales, dinamita la competitividad nacional y corta las piernas a la innovación productiva de los argentinos. Únicas puertas de salida a su pobreza. Únicas puertas de ingreso a su prosperidad.
Resulta aleccionador para muchos porque este nuevo desaguisado en proceso abre la cabeza a reflexiones superadoras, a pensamientos más elevados -y hasta utópicos- que pueden obrar como estimulante con la mirada puesta en un futuro mejor. Alejándonos con la mente del actual marasmo socialista y del reverso de su moneda: el Estado vampiro, que se nutre de la energía social.
El verdadero rostro de este succionador de sangre es el de la calavera. Los Estados causaron durante el siglo XX un total de 207 millones de muertes: 30 millones en guerras internacionales, 7 millones en guerras civiles y 170 millones de personas aniquiladas por oponerse a los designios de los gobernantes. De estos últimos, 62 millones en la Unión Soviética, 45 millones en China, 21 millones en Alemania y 42 millones más en diversos puntos del globo (“trabajos” como los del Che Guevara con Castro, Pol Pot, Idi Amín, Mugabe, Milosevic etc.). Los afortunados que conservaron la vida debieron sufrir y sufren, por su parte, expoliación, sumisión, opresión y temor constante.
El Estado ha sido hasta hoy (y lo seguirá siendo), la máquina de matar, robar y oprimir más perfecta y efectiva.
Cuidado: el terror es la naturaleza misma de la revolución socialista y nuestro gobierno ha demostrado ser particularmente afecto a esta cobarde “herramienta”. Preparando pacientemente el sitio con un socialismo a medias para que otros –o ellos mismos- vengan luego a aplicarnos un socialismo completo. Por las buenas o por las malas.
Lo correcto, lo no violento, lo justo, avanzado y pacifista consiste en empezar por impugnar la existencia misma del Estado, un mal innecesario y peligroso que inicia las agresiones de modo sistemático. Agresiones (económicas, por ejemplo) contra quienes no dañaron ni agredieron a nadie. En realidad no se trata sino de una banda de aprovechadores afianzando su bienestar y seguridad a través del expediente de restringir la libertad y la propiedad de los demás. Una mafia -con su propio blindaje legal y códigos de lealtad- que detenta el monopolio del uso de la fuerza y, claro, del cobro de impuestos.
Porque, señores, quienes están en el gobierno no son más que seres humanos. Hombres y mujeres comunes y corrientes. Con los mismos defectos y deseos de todos. De ningún modo abnegados superhéroes o santos y santas con una moral superior al resto. Tampoco especialmente inteligentes. Ni siquiera conocen bien su trabajo.
Igual que cualquier obrero o empresario, el alto funcionario aspira a llevar su bienestar tan lejos como pueda. La diferencia está en que el obrero y el empresario no pueden recurrir al uso de la fuerza ni a promesas que queden incumplidas. Ellos deben afrontar a diario la aprobación del gerente y de los clientes, satisfaciendo sus expectativas.
Los estatistas, por su parte, tratan de hacernos creer que la democracia tal como está planteada es la competencia en el mercado político. Mas la competencia es buena sólo en la producción de bienes, no de males. La competencia para elegir al mejor delincuente, asesino o mentiroso nunca beneficia a la gente honesta y trabajadora.
Las elecciones, así, son una gran mascarada donde los políticos subastan anticipadamente entre sus clientes, los bienes que robarán a otros cuando accedan al poder.
Claro que la ficción de que todos traten de vivir a costillas del prójimo revela su falsedad en el hecho de que nueve de cada diez de estas promesas de ventaja fácil queden sin cumplir. Y que la décima beneficie casualmente a los gobernantes y sus “amigos”.
El camino de toda persona libre, bienintencionada y pensante es el que conduce a nuestra sociedad hacia las metas de un Estado mínimo primero y de ningún Estado en absoluto al final. Final utópico que podría no llegar pero que sirve como fuente de luminosa inspiración.
Ausencia de Estado monopólico no significa anarquía, ciertamente. Muy por el contrario, supone el perfeccionamiento gradual de estructuras de ordenamiento cívico en red, mucho más justas y democráticas. Grandes redes de contratos voluntarios. Interconectadas, complementarias y compatibles en todas direcciones, que vayan desarrollándose a lo largo de años o décadas en un marco de evolucionado respeto a la propiedad e iniciativa privadas. Ofreciendo servicios de todo lo que la gente necesite a medida que el Estado deje libre el vasto campo de acción que nunca debió ocupar ni corromper.
Oferta de servicios que proveería rápidamente y con lo mejor de la iniciativa mundial a la exigente demanda social de seguridad, justicia o educación, por ejemplo. A costos inferiores a los que provee el ineficiente y coercitivo Estado actual, que los cobra a través de pesados impuestos cargados sobre cada cosa que tocamos. Generando en poco tiempo una riqueza explosiva, con inversiones que centupliquen las actuales y una asombrosa distribución de beneficios en trabajo, salarios, innovación y oportunidades.
Con la tecnología de sistemas actualmente disponible podrían prosperar redes de comunidades “autónomas” (virtuales o no), integradas voluntariamente a toda la oferta de bienes y servicios que sus integrantes consientan. Incluso comunidades socialistas donde sus integrantes (presuntamente todos los que hoy se dicen progresistas) compartan solidariamente sus propiedades, ahorros y libertades viviendo sus convicciones sin robar ni agredir a nadie. ¡La no violencia en acción!
No hay guerras, opresiones ni bravatas amenazantes cuando no hay Estado que pueda costearlas con plata y sangre ajenas. Porque aventuras fútiles y costosas como esas difícilmente hallarían financiamiento voluntario, excepto en casos de prevención y defensa frente a agresiones reales.
Tal el breve pantallazo de un futuro posible sobre el que muchos hombres y mujeres inteligentes vienen trabajando desde hace tiempo. Tal la enorme distancia que debemos acortar. Tal el norte que debe guiar, desde la educación de nuestros hijos al cumplimiento de nuestras actuales obligaciones cívicas. Tal el concepto más civilizado de las palabras libertad y responsabilidad.
El siglo que pasó (donde permanece anclado nuestro gobierno) ha sido del poder estatal, de los Hitler, Stalin, Castro; del dominio que surge del fusil. Con menos confusión mental y un poco de suerte, el siglo XXI puede ser el siglo del hombre libre.
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