Si a la Globalización

Enero 2011


El proceso de globalización tecno-cultural y económica que experimenta la humanidad es otra oportunidad; un nuevo tren partiendo del andén que la Argentina podría perder.

Como sucedió al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando nuestra nación era acreedora de las potencias triunfantes pero la mayoría eligió el modelo fascista que nos proponía el peronismo. El mismo que acababa de conducir al desastre a Italia y Alemania.
El mismo que aherrojó -hasta el día de hoy- con elevados tributos, estatutos profesionales asfixiantes y un sindicalismo mafioso (superiores a la Constitución y a la Ley) todo intento de avance de la competitividad argentina a nivel mundial.

Como en 1983 cuando la mayoría volvió a elegir las ideas vetustas del radicalismo, mientras pueblos más perspicaces iniciaban la revolución conservadora que relanzaría la ventaja capitalista en innovación científica aplicada con Estados Unidos, Japón e Inglaterra a la cabeza.

O más cerca en el tiempo, como nos pasó en 2003 cuando la mayoría volvió a elegir un peronismo que, era de preverse, dejaría pasar el tren de condiciones internacionales increíblemente favorables para nuestro despegue, si acelerábamos a fondo las turbinas agro-industrial y biotecnológica. Y que lo dejaría pasar para conservar esta Argentina ratonil, asustada y de cabotaje, rebosante de indigentes pero, eso si, caldo de cultivo ideal para el clientelismo y el enriquecimiento ilícito.

Globalizar es casi un sinónimo de liberalizar. Un término estúpidamente demonizado en nuestro país, a raíz de lo actuado por dos payasos ineptos tildados por la izquierda de “liberales”. Que tomaron una serie de medidas contradictorias (denotando una supina ignorancia sobre los limpios principios de la competencia), con las que siguieron dañando nuestra matriz económica y social.
Porque lo de J. A. Martínez de Hoz y C. S. Menem fue cualquier cosa menos liberalismo. El déficit de enormes empresas públicas del primero como telón de fondo para una apertura indiscriminada, con los militares en el poder regimentando y condicionando desde la prensa, la justicia y el gasto hasta el mercado cambiario y de capitales, descalifica de movida cualquier parodia de verdadera libertad en acción. Y el hecho de que un populista hipercorrupto como Menem venda esas “joyas de la abuela” en beneficio propio y de su entorno amparándose bajo la pantalla de una “economía de mercado”, constituye algo caricaturesco y en las antípodas, también, de la alta competitividad y responsabilidad exigibles de una sociedad abierta. Sólo fue un sucio capitalismo de amigos para pocos y minado de contradicciones, tal como el del modelo K.

El liberalismo no es un decálogo dogmático como desearían los totalitarios, desde luego, sino una práctica no-violenta en constante evolución: la práctica del respeto por las elecciones personales del prójimo. La de comprobar el fenómeno concreto de que la pobreza retrocede allí donde las empresas y todos los intercambios de mercado accionan en libertad, conforme dichas elecciones individuales.

No fue el libre comercio (liberal) el causante de las guerras, hambrunas y genocidios ocurridos a lo largo del último siglo sino el desmadre de Estados autoritarios liderados por políticos “iluminados”, violadores seriales de ese respeto sagrado y obstaculizadores de la evolución social.

La práctica de la globalización tiende a coincidir con los principios liberales en muchos puntos. Puntos que erizan la piel a estatistas (siempre violentos) de toda laya, partidarios de una sociedad cerrada, dirigida sin opciones por esos “iluminados” y básicamente fiscalista.

Como decir no a la xenofobia, a las trabas aduaneras e inmigratorias y a los encuadres sindicales forzados y a la tendencia al mestizaje cultural, a la libre circulación de bienes, servicios y personas y a la libertad de asociación laboral. Como aumentar la competencia entre empresarios, entre empleados, entre intelectuales, entre educadores y en general a todo nivel, con inmediatas ventajas para el usuario consumidor (el verdadero soberano).
Una situación donde cada quien reconsidera sus propios marcos de referencia, con el aporte de nuevos factores tomados del cruce de las distintas culturas, modalidades e ideas que pasan a interactuar, innovando dentro de la sociedad. Una situación de crecimiento y movilidad social, donde los vendedores de espejitos de colores caen en merecida desgracia y donde el mérito paga.

Porque globalizar también significa empezar a liquidar los privilegios y prerrogativas a los que se habituaron la clase política, los empresarios “amigos”, las mafias sindicales, los intelectuales de cabotaje y todos los vagos profesionales colgados del Estado (vale decir de la labor del prójimo).
Al distribuir técnicas, conocimientos y nuevas opciones de elección y progreso, crecen la empresarialidad en todas las clases sociales, la eficiencia general del sistema distribuidor de riquezas por medio del trabajo productivo y el acceso a la propiedad. Tornando a los parásitos ladrones más visibles y repudiables.

Nada como el espíritu de empresa para demoler al izquierdismo oscurantista que se aprovecha de los pobres y de los ignorantes.
Las solidaridades concretas generadas por la prosperidad que surge del libre intercambio, son el verdadero fundamento de la paz interior que tanto necesitamos.
Y aunque la globalización genera tantas oportunidades como frustraciones, para estar seguro de no crecer basta con atacarla y elegir al socialismo en cualquiera de sus presentaciones: un sistema hundido por sus propios fracasos, momificado, sin futuro ni proyecto viable y que hoy sólo atina a defender la retaguardia de derechos adquiridos.

No desarrollarse es una elección, pero debemos elegir sabiendo que el camino al desarrollo está libre: pasa por el comercio internacional y el liberalismo competitivo de libre mercado.

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