Migajas

Septiembre 2011

La sonriente hipocresía que caracteriza a la mayor parte de nuestra sociedad, sigue sirviéndonos para disimular y postergar de manera crónica la superación de los barbarismos que nos frenan.
Porque mediante la conjunción recurrente del cortoplacismo de la legión de los oportunistas, con el aval al robo fiscal y reglamentario de la legión de los progresistas, vuelve a desecharse por abrumadora mayoría en este año electoral, la idea de una Argentina inclusiva y poderosa. De una Argentina distribuidora y creadora al mismo tiempo.

Una suerte de prudencia económica mal entendida que nos abrocha con dureza al “más vale malo conocido…” mientras refrendamos comunitariamente el mito del avestruz, enterrando la cabeza para no ver ni aprovechar las extraordinarias oportunidades que nos ofrecen el fuerte “viento de cola” para nuestras exportaciones, la desesperada búsqueda de destino de los capitales del primer mundo o las fantásticas herramientas tecnológicas que hoy están a nuestra disposición para multiplicar el beneficio de lo anterior.
Porque, no nos confundamos: las promesas de Tecnópolis y las inalcanzables 160 millones de toneladas de granos (que podrían ser 260 o 360) son sólo expresión de deseos si seguimos con el combo socialista de altos impuestos, cierre económico, inseguridad jurídica y ahuyentamiento de inversiones.

Nuestros dirigentes siguen convenciendo a un electorado golpeado y amenazado, con promesas de mero mantenimiento de nuestro modelo de limosnas crónicas, pobrezas y decadencias dentro de márgenes tolerables, en equilibrio con el mantenimiento de sus propios negociados con el Estado dentro de márgenes redituables.
Lo único seguro es que la clase política argentina ofrece al pueblo migajas mientras, perdido todo pudor ético y vocación de servicio, se enriquece por izquierda de manera escandalosa.

Señoras; Señores: despertemos: viviendo en un territorio y con una población de tan enormes potencialidades, los argentinos podríamos ser sino la primera, la segunda o tercera potencia del mundo, con todo lo que ello significa en calidad de vida general, en polo de atracción de talentos y fortunas inversoras, en responsabilidades de liderazgo y orgullo nacional.

Elegir estatistas es aceptar las migajas y rechazar los manjares, dando prioridad a las mismas pulsiones negativas que vienen marcando el paso de nuestras acciones en el cuarto oscuro, desde que empezamos a decaer: resentimiento, odio, envidia del vecino y deseo de daño ajeno. Prefiriendo en forma mayoritaria (y no sólo a través de los Kirchner) ver cómo sobre-paga, sufre, tropieza, e incluso cae por tierra aquel que está un escalón por encima mío a tener que ver cómo prospera diferenciándose, aunque ello implique, paralelamente, un progreso para mí.
Un tipo de igualitarismo en verdad estúpido y suicida además de despreciable, situado en las antípodas del estricto igualitarismo ante la ley que sabiamente prescribía nuestra Constitución. Y que nos llevó al 7° lugar del mundo hace 100 años.

Pobreza no es, desde luego, sinónimo de desigualdad social. Porque debemos saber, en acuerdo con los estudiosos del tema, que estos deseos sucios no suelen dirigirse contra los verdaderamente poderosos. Ni siquiera contra quienes lucran a diario con el robo de nuestra labor, desde el gobierno. Apuntan más bien contra quienes están cerca, son conocidos y comparables, con lo que su utilización política por parte del populismo es aún más corrosiva (y destituyente) de lo que podría suponerse.

Concedamos que los (demasiado numerosos) estratos bajos de nuestra población se encuentran más motivados en su voto por el entendible temor a caer aún más bajo que por estas pulsiones negativas, condicionados como están por décadas de educación pública basura y freno (por vía dirigista) a sus posibilidades de auto elevación. Frenos sufridos a manos de dirigencias (tanto cívicas como militares) cerradamente defensoras del autoritarismo de Estado. Nunca defensoras del -menos controlable- poder enriquecedor de la libertad, también prescripto por nuestra Carta Magna.

Nuestros pacientes lectores, alertados en la saludable costumbre de intuir aquella mayor parte del iceberg que se encuentra bajo el agua, no tendrán dificultad en seguir aquella definición clásica que enseña que aún profundizando, no se encontrará ninguna diferencia de naturaleza (tal vez sólo de grado) entre el poder de un jefe de horda y el de un gobierno moderno compuesto de un jefe de Estado, ministerios, juzgados y cámaras.
La finalidad de maximizar la riqueza de la población y su consecuente libertad real de elección coincide absolutamente, claro está, con el objetivo final de máxima de los libertarios cual es la abolición del Estado por costoso, corruptor, innecesario, peligroso e indeseable. Del despedir al jefe de horda y a todos sus esbirros, ensanchando el espacio y el oxígeno destinados al crecimiento económico y maduración responsable de la sociedad. Porque el problema no son los argentinos sino el sistema, que compele de manera irrefrenable a un comportamiento delincuencial. 
Un objetivo final de máxima que probablemente siga siendo utópico por unas cuantas décadas (no ya siglos), habida cuenta del potencial liberador de la tecnología informática que hoy despunta y que los Estados repartidores de migajas sencillamente no podrán detener.




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