Abril
2013
Al
tiempo que nuestra Argentina intenta ingresar derrapando y con acelerador a fondo en la recta totalitaria,
nos parece apropiado insistir brevemente sobre la “cuestión igualitaria” en lo
que respecta a las diferencias entre ricos y pobres.
La
liberación de la miseria socialista (o intervencionista) insumirá a nuestra
sociedad un largo tiempo, sin duda. Principalmente porque el atractivo mental
que el “control” estatal sobre los exitosos ejerce sobre los bajos instintos de
la gente (que desea que “no se escapen” demasiado lejos del promedio), es
enorme.
Debemos
tomar en serio el dato de que el pecado capital de la envidia (y su alter ego
político, el igualitarismo económico) se traduce hoy en una pulsión nacional
frenante, con serio peso electoral.
Ya
está claro que este tipo de tendencia en países rezagados como el nuestro sólo conduce
a una miseria crónica, institucionalizada y progresiva, tal como la que
tenemos. Y en países más (previamente) desarrollados -como algunos del
hemisferio norte- a internarse en una ciénaga de paternalismos infinanciables,
como puede verse en sus cada vez más recurrentes crisis de deuda, fuga de
capitales, ralentización del crecimiento y paro juvenil.
En
todos los casos se intenta llegar a un inasible equilibrio entre el poder
creador del capitalismo basado en la idea del afán de lucro y el poder
desmoralizante de los impuestos basado en la idea de la solidaridad forzada; concepto contradictorio en sí mismo que, además, carece de justificación
práctica.
A
pesar de todo el voluntarismo socialista (que procura dar cauce político a la
pulsión negativa de la envidia) y de la mala prensa siempre reservada a las
aplicaciones capitalistas y a conceptos como propiedad privada o sociedad
abierta, sucede que la Historia se ha emperrado en mostrarnos una y otra vez
cómo, allí donde las iniciativas de los individuos prevalecen sobre las
restricciones del Estado la sociedad florece en poder, bienestar y riqueza.
Y
nos ha mostrado también que a mayor dosis de audacia capitalista se corresponde
un mayor impacto en “bien común” sustentable, a la inversa de lo que se ve en
los casos de control intervencionista.
El
periodista y escritor Carlos Alberto Montaner nos acerca un ejemplo reciente de
lo anterior en su brillante artículo “Las tres duras lecciones de Corea del
Norte”, donde compara la evolución gemela de ambas Coreas a partir de 1953 (la
totalitaria del norte versus la liberal del sur), en una de cuyas partes expone
“…sesenta años más tarde, Corea del Sur
tiene 32.400 dólares per cápita (dos veces el ingreso de Chile, el país más
rico de América Latina), mientras Corea del Norte apenas alcanza los 1.800 (la mitad
del de Nicaragua, el país más pobre de
América Latina)…”
Ambas
habían partido por igual de un ingreso per cápita menor al de Honduras, en
aquel entonces el país más pobre de Hispanoamérica.
El
capitalismo liberal y más aún su futuro, el anarcocapitalismo, son los sistemas
que tienen, por lejos, el mayor
potencial de aumento de bienestar para el mayor número y en el menor plazo
para cualquier grupo humano.
Poder libertario verificable una y otra vez,
parcial o totalmente a lo largo de toda la experiencia histórica.
Potencialidad
que implica “dejar hacer” (e invertir) a emprendedores de todo tipo en toda
clase de negocios sin que el gobierno los entorpezca ni despoje.
Y
que implica “tolerar” que algunos (o muchos) de ellos se enriquezcan por
derecha y en gran forma, separándose del resto (ese es el estímulo,
precisamente). Y no sólo tolerarlo sino facilitarlo, para que cada vez haya más
propietarios interesados en mejorar y proteger su propiedad y menos proletarios
interesados en robar la del vecino como estrategia de supervivencia.
Ese
humano afán de lucro y esas desigualdades tan opuestas a la idea igualitaria,
sin embargo, no significan menos solidaridad sino más. Como puede verse en los
casos de tantos multimillonarios del hemisferio norte que financian enormes
fundaciones filantrópicas no clientelares, que generan empleo y brindan todo
tipo de ayudas. Más que muchos Estados
corruptos, por cierto.
Aún
así ellos sólo serían entre nosotros la punta de un iceberg social mucho más amplio,
donde el crecimiento en número y poder económico de la clase media
multiplicaría por cien el impulso solidario. Presunción confirmable con sólo ver
la fantástica reacción de la ciudadanía argentina ante cada emergencia
“natural” que se presenta. ¡Aún entre pobres! (o más bien… entre
empobrecidos).
Una
sociedad audaz, capitalista sin complejos, rica,
tiene entonces menos carenciados y mucho más poder solidario. Una fórmula
perfecta y por demás obvia a la que podríamos llamar, siguiendo el razonamiento
de Ayn Rand (valiente filósofa y escritora, 1905-1982), “la virtud del
egoísmo”. O como diríamos los libertarios, el aprovechamiento social inteligente
de las tendencias más fuertes y permanentes de la naturaleza humana.
Dos
obstáculos impiden el acceso de nuestra nación (que como nuestro papa, bien
podría llegar a ser prima inter pares)
a este círculo virtuoso: por un lado, el statu quo de las oligarquías política,
sindical y cortesano-empresaria, con sus privilegios dependientes del
forzamiento impositivo-reglamentario de la población. Y por otro, la estupidez
casi masiva de la gente en dejarse usar por ellos bajo el embrujo de suciedades contraproducentes como el
resentimiento social, azuzado en nuestra fragua estatal del odio de clases.
El
objetivo libertario de una Argentina poderosa e integrada no depende sólo de
dinero y dádivas, entonces. También depende de instalar entre el cuartil más
postergado del electorado -elevándolo en
la superación de la envidia- que lo inteligente, lo que debe importarnos,
es eliminar la pobreza y no la desigualdad.
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