Agosto
2014
Hace
pocos días el Papa Francisco admitió públicamente que la credibilidad moral de
la Iglesia está en crisis, entre otros motivos, por el de estar dando contratestimonios.
Una
admisión que se refería en primer término a los escándalos de pederastia en los
que incurrieron muchos clérigos haciendo abuso de su estatus de “autoridad
moral”, mas sin agotar allí los contraejemplos de quienes, se espera, debieran
ser los más confiables. Los menos falibles. Sobre todo en lo que respecta a su
apego al mensaje (y ejemplo) de amor de Jesucristo excluyendo, como es sabido,
todo forzamiento físico y psíquico o su mera amenaza en favor del convencimiento
voluntario y del absoluto respeto por las decisiones personales, con su
clarísimo correlato de responsabilidades individuales.
Apoyada
en el poder de su magisterio, la Iglesia conserva una influencia social difícil
de medir, aunque sin duda muy grande.
Aún
sabiendo que -con exclusión de cuestiones teológicas- lo que los religiosos
quieran proponer en otras áreas del conocimiento no pasa de ser, con la mejor
buena voluntad, materia opinable.
Por
eso es de gran importancia que sus representantes eviten dar contratestimonios de violencia en todas
aquellas acciones humanas que sean objeto de sus reflexiones.
Violencia
contra jóvenes que, si tuviesen real
libertad de opción, nunca elegirían ser mancillados físicamente. Pero también
en el tácito aval, por caso, a la violencia fiscal contra millones de “contribuyentes”
individuales que, si tuvieran real
libertad de opción, nunca elegirían tributar contribuyendo a causas con las que
no comulgan y que mancillan gravemente sus principios éticos.
Ya
que aun situados en el extremo de acordar con el destino de este tipo de
requisas, todo hombre y mujer de Dios sabe bien que el fin nunca justifica los
medios.
La
crisis de credibilidad (sobre todo entre gente pensante) derivada del apoyo
genérico a este tipo de coacciones autoritarias bajo amenaza armada es, ciertamente,
una rémora eclesial de larga data. Muchos de quienes debieran levantar la bandera
de la no-violencia por principio moral, sin excepciones y en todo sentido,
continúan mentalmente apegados a tradiciones de tiempos bárbaros tan violentas
como fueron la aceptación de esclavitud y torturas, la Inquisición, los
ejércitos papales, la conversión por la espada, los dictum políticos o las más duras discriminaciones -y condenas-
religiosas aplicadas con escasa misericordia durante centurias.
Durante
el pasado siglo, la lógica evolutiva de nuestra civilización occidental llevó a
la separación de Iglesia y Estado. Un cambio traumático (habida cuenta de su
tradición milenaria) pero sin duda muy sano, en especial para la espiritualidad
y pureza material de la Iglesia. Bien haría a su credibilidad el profundizar
esa separación terminando con toda
dependencia económica de origen estatal.
Quedaría
así liberada del tipo de clientelismos y transas espurias donde el fin
justifica los medios, que Cristo jamás hubiese aceptado; situándose -aggiornada
al supertecnológico siglo XXI, como bien quiere el Papa- en posición de exigir
el desguace gradual de todos los impedimentos que las muy pesadas (y corruptas)
burocracias gubernamentales usan para frenar el progreso del bien común en
favor de sus propios intereses de facción, mediante la aplicación sistemática
de violencia de Estado a través de sus sistemas impositivos.
Entre
otras cosas, la Iglesia debería aportar con madurez a la elevación espiritual y económica de los pobres dejando
finalmente de lado las ideas redistributivas vetustas y forzadoras que predominaron
durante el último siglo, con los pésimos resultados que hoy tenemos a la vista.
Poniendo
en cambio un interés sincero -despojado de ambiciones materiales, orgullos,
envidias y resentimientos personales- en evolucionar con la vanguardia
científica por el novísimo camino de la concepción dinámica del orden
espontáneo, impulsado por la función empresarial. Avalando un flujo natural de
innovaciones no bloqueadas, inversiones
y empujes solidarios de enorme energía y sinergia empática, que se base en la
captación por parte de todo emprendedor honesto del resultado pleno de la
propia creatividad.
Hablamos
de los últimos desarrollos de la Escuela Austríaca de Economía, uno de cuyos
mejores y más brillantes exponentes en este particular es el filósofo político,
economista y catedrático español (n. 1956) Jesús Huerta de Soto.
Desarrollos no-violentos de ínsita moralidad e inmenso impacto benéfico a futuro, que en
modo alguno debieran escapar a la agudeza intelectual de su magisterio.
Si
la opción sincera es por los pobres, la misma lógica que llevó a la separación
de Iglesia y Estado debe guiarnos como sociedad en el proceso de separación de
Economía y Estado. Un matrimonio que se demostró funesto para el verdadero
progreso de los menos favorecidos, tanto como útil para con sus oligarquías
parásitas.
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