Septiembre
2015
La
revolución norteamericana del siglo XVIII, sacándose de encima el yugo
monárquico del Estado Británico, inauguró el período de crecimiento y bienestar
a gran escala más impresionante y veloz de toda la historia humana.
Una
epopeya liderada por una pequeña élite de hombres ilustrados, racionales y con
un elevado sentido de la ética que pasaron a la historia con el nombre de
“Padres Fundadores”.
Su
idea genial: asegurar mediante una Constitución inteligente y revolucionaria
algo que hasta entonces nunca se había dado: que el Estado fuese el protector
de los derechos de cada hombre; de su libertad para buscar la felicidad.
Protegiendo a todos los ciudadanos de
aquellos que violaran sus derechos -sus libertades- iniciando el uso de la
fuerza física. Y que tal sistema no dependiese de las intenciones o el carácter
moral de algún funcionario, impidiendo toda tergiversación legal que directa o
indirectamente apuntara hacia la restauración de la tiranía.
Su
espíritu quedó sintetizado en las palabras de uno de esos hombres, Thomas
Jefferson: “Los dos enemigos de la gente
son los criminales y el gobierno, de modo que atemos al segundo con las cadenas
de la Constitución para que no se convierta en la versión legalizada del
primero”.
Un
siglo más tarde aquí, en nuestra Argentina, esa epopeya tuvo su contraparte
liderada por otro pequeño grupo de hombres ilustrados, racionales y con elevado
sentido de la ética. La Constitución que idearon (la que en teoría nos rige)
transcribió gran parte de las disposiciones y se inspiró en los mismos nobles
ideales de la norteamericana.
Tanto
en el país del norte como en el nuestro, el impulso libertario inicial (con su
correlato de fuerte desarrollo y bienestar) operó a pleno aún cuando sujeto a
gradual desaceleración, durante unos 80 años.
Sin
embargo ambos convencionales pecaron de optimismo, subestimando a largo plazo
la capacidad humana de poner el ingenio al servicio de la ambición parasitaria en
el delicado ámbito de la legislación, que fue violando gradualmente los
principios racionales que le daban legitimidad. Y efectividad práctica, claro.
No
analizaremos aquí la evidente declinación moral estadounidense a través del
tiempo ni sus actuales, raquíticos, índices de crecimiento.
Limitémonos
a observar con objetividad qué sucedió en nuestra nación durante las últimas 8
décadas.
En
ese lapso el concepto sobre la naturaleza del gobierno realizó un giro de 180º:
ya no es el protector de las libertades de la gente sino su más peligroso
conculcador. Ya no nos ampara de los violentos que inician la fuerza; es él
quien la inicia agrediéndonos mediante coacción (tributaria, reglamentaria)
bajo cualquier formato y en toda cuestión que sea funcional a sus caprichos; a
sus intereses facciosos. Ya no promulga leyes que sean refugio de individuos oprimidos
sino otras que sirven de arma a los opresores; normas subjetivas que fomentan
incertidumbres y miedos. Cuya interpretación, además, se reservan.
La
inversión moral está completa. El modelo falsificado reemplazó al original: nos
encontramos de nuevo en el punto de partida de las monarquías autoritarias o
del feudalismo medieval con sus siervos de la gleba (mírese sino, la brutal realidad
de nuestras provincias).
El
Estado puede hacer hoy lo que se le antoje cargando el yugo de sus costos sobre
el progreso de todos mientras los ciudadanos sólo pueden trabajar, crear,
producir, instruirse, poseer, donar o comerciar bajo incontables condiciones,
sobrecostos y permisos.
Igual
que en las épocas más oscuras de la historia humana, cuando predominaba la
fuerza bruta y quienes nada producían dictaminaban sobre qué, dónde, cómo,
cuándo y cuánto producir. Cuando la búsqueda personal y familiar de la
felicidad no figuraba, ni por asomo, entre lo permitido.
Podríamos
preguntarnos entonces ¿cuál es la autoridad moral, ética, contractual de las
personas que nos exigen estos “permisos”, más allá de la mera fuerza bruta?
¿Dónde y cuándo firmamos aceptando su potestad para prohibirnos todo lo que
nuestra Constitución permite?
Porque
lo más cercano a un Contrato Social válido es esa Constitución Nacional que ellos
violan y falsifican desde los años ’40 del siglo pasado.
Consideremos
pues estas cuestiones de fondo, que van mucho más allá de la coyuntura
política.
Y
procuremos obrar en consecuencia no sólo al momento de votar, cada dos o cuatro
años, sino con las semillas de docencia de cada una de las opiniones que expresamos
en nuestra vida de relación.
Los
patriotas que nos legaron aquel espíritu libertario no se merecen menos.
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