Noviembre
2017
Hace
siglos, el gran Adam Smith dijo refiriéndose al productor y comerciante
emprendedor: “persiguiendo su propio
interés, frecuentemente promueve el de la sociedad con más efectividad que
cuando realmente pretende promoverlo”.
Por
su parte y no hace mucho, dijo la joven y brillante intelectual ecuatoriana
Gabriela Calderón de Burgos: “la idea de
que una nación deje de ser pobre gracias a individuos que buscan lucrar, no
gracias a una clase política todopoderosa que dice desear el bien para todos,
resulta increíble para la gran mayoría. Pero si miramos los hechos dejando a un
lado la carga emotiva, hay fuertes indicios de que precisamente eso es lo que
nos cuenta la historia del desarrollo de la humanidad”.
Sabemos
que el sector público no tiene la capacidad de solventar su propio costo. Y
conocemos la teoría que dice que se justifica; y que sobrevive tomando una
módica porción de las ganancias del sector privado a través de los impuestos,
proveyendo valiosos servicios a cambio.
Sin
embargo, cuando a través de este mecanismo las decisiones de inversión y los
intereses de las personas colisionan con el supuesto interés general, lo que
ocurre es la prevalencia del interés privado… de los que conforman el sector
público. En especial el interés de la élite de ese poder, a saber: políticos,
empresarios protegidos y sindicalistas.
Lo
cierto es que la mayoritariamente atrasada sociedad argentina actual, minada de
prejuicios aldeanos frente al progreso capitalista, sigue resistiéndose a las
verdades económicas y culturales del siglo XXI.
Arrastrándose
como mujer golpeada, nuestra ciudadanía escapó a duras penas en estos últimos 2
años de la sinvergüenzada mafiosa de los anteriores 72.
Y
ahora intenta, con muletas, retornar a la República perdida, la de las libertades
individuales, alejándose del electoralismo no republicano cuyo problema
sistémico describió otro sabio, Benjamín Franklin, cuando dijo: “la democracia son dos lobos y un cordero
votando sobre qué se va a comer. ¡La libertad es un cordero bien armado
rebatiendo el voto!”
La
democracia republicana y -relativamente- liberal hacia donde nos conduce el
actual gobierno del presidente Macri está bien orientada, pero sólo sirve como
paso intermedio hacia el siguiente escalón evolutivo: el del Estado mínimo.
Llegar
a este estadio podría tomarnos varios períodos presidenciales más, pero debemos
asumir que sólo desde esa plataforma nos será posible volar hacia la verdadera
liberación de nuestra dependencia; hacia la epopeya de la mejora social a gran
escala usando todo el herramental científico y tecnológico de este siglo.
Podríamos
entonces aplicar el potencial pleno de las reflexiones de Smith, Calderón y
Franklin antes apuntadas.
Eventualmente,
llegaremos a conformar esa masa crítica de ciudadanos que despierten a la
comprensión cabal de que todo gobierno se sostiene (y todo Estado crece; y
crece) privando a la gente de gastar o invertir en lo que desea.
Y
que lo hace quitándole su dinero por la fuerza (impuestos) e impidiendo que
contraten, comercien o vivan como elegirían racional y emotivamente hacerlo
(regulaciones). Comprensión que tiene su núcleo en la aceptación plena de que
los emprendimientos privados en
competencia se sostienen, pagan salarios y crecen sin cargar sus costos a
otros. Ofreciendo al pueblo, simplemente, lo que este desea. Y que si así no lo
hacen deben quebrar.
La
actividad privada generadora de productos y empleos reales tiende así a aumentar
constantemente el bienestar de sus clientes (toda la sociedad), en tanto la
actividad estatal tiende a disminuir sin cesar aquella disponibilidad de dinero
(reinvertible o consumible) que generaría prosperidad y bienestar entre los
propios.
Desde
luego, los “valiosos servicios” que presta a cambio son, como todos sabemos,
ineficientes, insuficientes y en extremo caros si tomamos en cuenta el costo real absoluto cargado sobre la
totalidad de la población. Servicios que por sus deficiencias deben ser
usualmente suplidos por los usuarios con la consecuente duplicación de pagos.
Aún en la presente era Macri.
¿O
acaso alguien está conforme con el desempeño de nuestras fuerzas de seguridad,
de nuestra Justicia, de nuestro sistema penitenciario, de nuestros sistemas de
salud, educación pública o previsional, de nuestra infraestructura o de nuestra
burocracia? ¿O aplaude nuestro sistema pobrista de subsidios de hambre a la
inmensa legión de carenciados y ni-ni, generados a lo largo de décadas por el
propio fiscalismo estatal?
Hasta
tanto no se concrete una baja impositiva y regulatoria,
la
receta para el empantanamiento seguirá sobre nuestra mesa, parasitando todo
nuevo ímpetu creador de riqueza honesta a gran escala.
Los
libertarios aborrecemos al Estado y todo lo que representa no por egoísmo
antisocial ni por falta de empatía solidaria sino porque es en sí mismo fuente inagotable
de corrupción y porque constituye el obstáculo financiero que impide, primero,
la erradicación de la pobreza y después, el bienestar modelo siglo XXI del que toda nuestra sociedad podría gozar.
Cuanto
más nos atrevamos a disminuir la carga impositiva y regulatoria, tanto más
crecerá la actividad privada productiva, de servicios, de comercio, cultural,
solidaria y recreativa. Porque menos Estado será siempre más sociedad. Y en el
extremo, cero Estado sería máxima sociedad.
Por
norma de sentido común, no debería existir compromiso o “justo medio” entre alimento
y toxina.
No
hay una dosis “buena” de parasitosis para el cuerpo como no hay un nivel
“bueno” de socialismo para la actividad económica en el cuerpo social: siempre
y a todo nivel será un freno a la actividad privada, la única que crea.
Por
fuera de nuestra jaula mental nos espera entonces el “herramental científico y
tecnológico de este siglo” para potenciar conceptos tan vanguardistas como
economía colaborativa, eficiencia dinámica con función social empresarial,
ecomodernismo, empoderamiento ciudadano, libertad responsable individual y una
descentralización de decisiones a todo orden, apoyada en la diversidad.
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